Lomitos“King Kong” revisitado (para Roberto, 2 años después de su partida)

“Un relato tiene que empezar por lo primero que se te venga a la cabeza” me dice Roberto. Y lo primero que me viene a la cabeza es, precisamente, aquella noche en que me lo dijo. Es en un bar prefabricado sobre las vías que se llamaba “Lomitos King Kong” y que quizás ya no exista.Habíamos caminado toda la tarde hablando de fútbol, de mujeres, de rock y de literatura. En ese orden. Y cuando hubo oscurecido y el hambre nos pedía sus obligatorios panes, se nos ocurrió entrar. La fachada del bar era tan lúgubre y los precios de pizarra tan irrisorios, que nos alcanzaba para una bebida de pomelo (una con gusto a remedio que por esos días era la “limonada de los pobres”) y para un lomito que, dividido en dos, sería un festín. Esa noche, además, había partido. Y, cosa curiosa, el bar estaba vacío y con el tele prendido. Jugaba, me acuerdo, Gimnasia y Esgrima de Concepción de Uruguay. No sé cómo me acuerdo de ese dato pero era fútbol de tercera. “No sabés lo que juegan esos entrerrianos; vale la pena verlos” me había dicho Roberto. Cuando vino el “King Kong Premiun”, nos costó encontrar el pedazo de bife. Era, en todo caso, algo así como una triturada porción de carne pasada por huevo. Algo más parecido a un “kepap” turco que a un sándwich cuyo copyright era cordobés. Sin embargo, nos conmovió la porción de papas de copetín que nos trajo la moza en un platito de cumpleaños. “Cortesía de la casa” nos dijo, para agregarle un plus a su oferta: “Después, si quieren les traigo café soluble. El primero es sin cargo”. Y nos sonrió. La penumbra de Lomitos King Kong era de antro o de pub; el televisor estaba sin volumen y por los parlantes sonaba, un suave piano de jazz; seguramente producto de una radio y no del «paladar» de la potencial clientela. La chica nos preguntó si queríamos escuchar el partido y, aunque en otro momento le hubiésemos dicho que sí, esta vez nuestra contestación fue al unísono: “así estaba perfecto, Flaqui”. Afuera había empezado a llover y sentimos que, de alguna manera, habíamos encontrado un fabuloso refugio contra la tormenta cerca de las vías. Algo así como una nueva estación donde habitar el mundo; ese desde el cual deberíamos un día partir.Me acuerdo también que esa noche, Roberto me habló de Instituto y un gol que le vio hacer al “Cabrito” Rolfo sobre la hora contra Talleres abrazado con su padre. También de sus lecturas de Macedonio Fernández y Ciorán; de su teoría no sólo acerca de cómo debía empezar un cuento sino sobre la poesía que debía tener “alma de canción” y la canción que debía tener “alma de poema”; que Calamaro era el Discépolo moderno y que Razzano era el Calamaro del pasado; que tenía muchas ganas de cantar en el grupo de Gastón y había escrito algunas cosas. Luego me relató del día en que conoció a su esposa y la sensación de estar por primera vez ante un alma que lo completara; más allá de la prematura separación. Y por cierto de su hijo chiquito, a quien veía cada día de su vida y era lo que lo sostenía en la vida.Yo, por mi parte, le conté de aquellos domingos en el pueblo escuchando San Lorenzo por la radio (acaso la misma tarde en la que él había ido con su viejo a ver “La Gloria”), de la partida de mi padre por los rieles de mi niñez, de mi sueño de estudiar en Córdoba cuando era chico y de quedarme a escribir «en y desde» Córdoba ahora que era grande, de las mujeres que había visto pasar por mi vida sin poder hacer nada y pensando algo parecido al poema de Baudelaire, “adiós tú, a quien podría haber amado”. Y entonces, cuando la moza nos trajo los cafés azucarados hasta la muerte en dos vasitos plásticos, seguramente hablamos de la “amargura” y del fracaso; de las cuentas pendientes y las cuentas imposibles; esas que terminan tejiendo el rosario de nuestra vida. Y cuando íbamos por el segundo café (pagados a un precio irrisorio con las últimas monedas de los dos) debemos haber hablado, con una seriedad distinta y por primera vez en la vida, del sentido general de la existencia. Y nos preguntamos, preguntándoselo al otro, “quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos”. Esa última parte de la charla iría creciendo cada vez más en el tiempo hasta ocupar la totalidad. Se fueron apagando los comentarios de fútbol y desaparecieron las disertaciones sobre las mujeres “perdidas” o “jamás conquistadas” (nunca nos pusimos de acuerdo en cuál de las dos posibilidades era peor). En un momento fui al baño y cuando volví a la mesa había parado de llover. Vos mirabas con ojos desenfocados por la ventana y, más que ver, parecías escuchar. Acaso las últimas gotas que fluían por las canaletas y desagües. Sentí que en ese momento de introspección tuya, por más que yo no estaba ahí, vos seguías hablando conmigo. Y lo mismo me pasaría a mí durante los años venideros. No sólo cuando me fui de Córdoba y ya no podía charlar con vos, sino cuando hace dos años te fuiste del mundo. Sin embargo, cada 17 de septiembre no tengo ninguna imagen del velorio en Alta Córdoba ni de la sala de terapia intensiva del hospital donde un 15 de septiembre charlamos por última vez; vos lleno de cables y yo sin nada que me atase al existir. Pero no es eso lo que recuerdo. Yo cierro los ojos y te vuelvo a ver en la mesa de “Lomitos King Kong” aquella noche. Y cuando siento que “estoy triste hasta la muerte”, como dicen los evangelios, entro de nuevo en aquella escenografía como si volviera del baño. Vos seguís mirando por la ventana y cuando llego a la mesa sonreís, como si salieras repentinamente de un ensueño. Yo encuentro algunas monedas más en mis bolsillos (y este es el único efecto especial de mi “película interior”) y le pido dos cafés más a la moza. Y mientras los bajos fondos de Alta Córdoba escurren la última lluvia, nosotros hablamos de la Atlántida perdida. Y cuando llegan los cafés hablamos de la cicuta de Sócrates, que acaso debe haber tenido el mismo gusto. Y cuando la moza se va y sólo queda la noche (y sólo quedamos vos y yo en la noche) hablamos de la inmortalidad del alma. Sabiendo que Lomitos King Kong no cerrará nunca y esos vasitos plástico no se vaciarán jamás.

Por Iván Wielikosielek

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