Con su alma sola en el tiempo

Un oscuro viaje interior a través de las tinieblas. “Una temporada en el infierno» («Une saison en enfer») fue la única obra que Rimbaud decidió publicar antes de que extrañas aventuras ganaran su camino a partir de ese momento. Rimbaud desobediente, sublevado y anarquizante, el poeta entusiasta por la literatura, y para el que no había más Dios verdadero que Baudelaire –eran sus palabras-. Rimbaud `místico en estado salvaje`, según el católico Claudel. Amigo de Verlaine, bohemio, bebedor y homosexual.
“Une saison en enfer» fue el único libro que consintió en publicar. Todo Rimbaud está en él, con su cadencia sacudida y su alocada sintaxis como queriéndonos decir todo de forma atropellada. Rimbaud comienza por la cólera y por la injuria. De su alma, es lo que viene ante todo a nuestro encuentro. Es lo que debemos tolerar en primer término, si queremos acercarnos a él. Imposible comprenderle si se vacila ante ese raudal de insultos, si se procura eludirlo. Porque, tal como un gran río se anuncia hasta en alta mar por el fango, Rimbaud es inherentemente precedido por esa inmensa suciedad. Donde no reconoce nada digno de respeto; donde está absolutamente desprovisto de miramientos.
En fin, no encuentra nada ante lo cual exista alguna razón de reclinarse. Y con su alma sola en el tiempo. Atravesada por el soplo desértico de la libertad total. «Me horrorizan todos los oficios. Amos y obreros, todos campesinos, innobles. La mano que sostiene la pluma vale tanto como la que ara. ¡Qué siglo de manos! Yo nunca dominaré mi mano. La honradez de la mendicidad me entristece. Los criminales asquean como castrados: yo, estoy intacto, y eso me da igual», escupe en el capítulo “Mala sangre”. Escrito bajo la influencia del hachís el poeta deja un claro testimonio del desprecio que siente por la humanidad.
«Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín en el que todos los corazones se abrían, en el que todos los vinos se escanciaban.
Una tarde, me senté a la Belleza en las rodillas. – Y la encontré amarga. – Y la cubrí de insultos.
Me armé contra la justicia.
Escapé. ¡Oh brujas, miseria, odio: a ustedes se les confió mi tesoro!
Logré que se desvaneciera en mi espíritu toda la esperanza humana. Sobre toda alegría, para estrangularla, salté como una fiera, sordamente.
Llamé a los verdugos para, mientras perecía, morder las culatas de sus fusiles. Llamé a las plagas para ahogarme en la arena, en la sangre. La desgracia fue mi dios. Me tendí en el lodo. Me dejé secar por el aire del crimen. Y le hice muy malas pasadas a la locura.
Y la primavera me trajo la horrorosa risa del idiota.
Ahora bien, últimamente, habiendo estado a punto de soltar el último ¡cuac!, se me ocurrió buscar la clave del antiguo festín, en el que había, quizá, de recobrar el apetito.
La caridad es esa clave. – ¡Semejante inspiración demuestra que todo fue un sueño!
«Seguirás siendo hiena, etc.», exclama el demonio que de tan amables adormideras me coronó. «Gana la muerte con todos tus apetitos, y tu egoísmo, y todos los pecados capitales.»
¡Ah! Ya he aguantado demasiado: – Pero, querido Satanás, te lo suplico, menos irritación en la pupila. Y mientras van llegando las pequeñas cobardías que faltan, para ti, que tanto valoras en el escritor la carencia de facultades descriptivas o instructivas, arranco unas cuantas páginas repelentes de mi cuaderno de condenado.»
Sobresaltos de su intransigencia metafísica. Eso que lo ahoga, lo hace escapar, siempre en un estado de rechazo primitivo. Rimbaud fue armado para seguir siendo un niño a través de la vida. Con su ingenuidad y su crueldad. Y con un tormento personal. Otorgado como una misteriosa prebenda.

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Autor

Raúl Bertone