Esquimales fucsias al caer la tarde

Ahora están lavados por el tiempo, pero hace cuarenta años eran de un fucsia mucho más intenso. Todavía no existía la palabra “flúor”, pero acaso debió haberse inaugurado a propósito de esas pequeñas estampillas que venían con las figuritas “Panorama”.

Extrañamente y tras haber perdido casi todos los documentos de mi infancia, algunos álbumes sobrevivieron. Y entre ellos, aquel boletín de “suplementos” como le decíamos entonces, el de los «esquimales fucsias» (al menos yo las veía así), una suerte de “caja de ahorros” para que los chicos pegaran esas estampillas, todas idénticas, una al lado de la otra; tarea entre bancaria y demencial, en las antípodas del valor de “pieza única” que le dábamos a cada figurita.

En esos tiempos, cuando uno abría un sobrecito, ni se fijaba en el “suplemento”. Sólo algunos los guardaban burocráticamente, mientras que otros lo tiraban a la calle en el paquete ya inservible; como si se tratara de una moneda demasiado insignificante para sus bolsillos o de una promesa demasiado vaga para sus sueños.

Pero también había quienes recogían esos desperdicios con la esperanza de encontrar “suplementos”. Y a veces cuando caía la tarde, un ángulo fucsia brillaba en el patio del colegio llamando a los optimistas. Y esos nenes me producían una piedad aún incomprensible para mí. Y es que yo, que no era menos pobre que ellos, solía regalarles mis “esquimales”. Debe haber sido la razón por la cual jamás completé el boletín, aquellas trescientas cabecitas de las cuales no llegué a juntar ni la mitad.

Una vez, unos chicos cuyos padres trabajaban en el banco, empezaron a utilizar los suplementos como “moneda de cambio”, pagando hasta “diez esquimales” por una figurita que les faltaba. Inauguraban, así, una nueva tendencia en los patios; una suerte de “especulación financiera de sexto grado”.

Y aún recuerdo un nene que nada sabía de bancos (de hecho, provenía del campo) y que, haciéndose eco de aquella «nueva tendencia», llegó a pagar “cuarenta cabecitas” por una “difícil”. No me extrañaría que hoy, ese chico sea el cerebro de alguna empresa de “bitcoins” o se dedique a la compra de “leliqs”…

A decir verdad, yo estaba harto de los esquimales. Me hacía mal, supongo, la previsibilidad de saberlos ahí adentro, siempre de a uno, siempre iguales e indiferentes como los días del primario. Y cuando me volvía con alguno a casa, los pegaba en los casilleros como una cosa inevitable, acaso para no tirarlos. Del mismo modo que, para iniciarme en la filatelia, guardaba las estampillas del “correo ordinario” con flores baratas,  esas que la hiperinflación hacía estallar como verdaderos jardines en los sobres.

Sin embargo y pasado el tiempo, encontré de casualidad aquel álbum de suplementos que creía desaparecido. Y lo sentí mucho más hermoso. Por más que el fucsia intenso se hubiera lavado hasta el rosa de un chicle gastado; un chicle masticado por un chico del pasado y aplastado en el medio de la calle.

Aquel hallazgo me conmovió profundamente. No sólo por sus colores sino por leer en su primera página: “Carnet Constancia de Pagos para Juguetes en Cuotas”.

Pero hubo una segunda cosa que constaté, un fabuloso error de mi percepción. Y es que aquellas cabecitas no pertenecían a un esquimal sino a una “chica japonesa con abrigo”; una cara oriental de niña bajo una capucha con corderito.

En una palabra, cuarenta años después, aquellos sellitos no se correspondían ni en color ni en raza con los de mi recuerdo. Pero eso no importaba en absoluto. Para mí, seguirían siendo “los esquimales fucsias” hasta la muerte o hasta el olvido.

Ese mismo año de 1982, en medio de la guerra de Malvinas y coincidiendo con el mundial de fútbol, llegaron los primeros televisores a color. Todavía los recuerdo encendidos en la vidriera del pueblo como pantallas a otro mundo. Y también (y sobre todo) a las mujeres que se agolpaban a mirar la telenovela.

“¡Mirá la piel del rostro!”, decían; aunque a la palabra “rostro” no la utilizaban jamás. O “¡Mirá los labios, parece que estuvieran vivos de tan púrpura!”. Y esa era otra palabra que no usaban ni para referirse al gorro frigio; menos para referirse a la sangre de los chicos de Malvinas, que muy pronto aparecería en las pantallas.

Pero entendí que un nuevo “efecto del color” necesitaba de nuevas palabras. Y así como las cabecitas de los “esquimales fucsias” habían renovado la concepción cromática de mi vida entera, entendí que a las mujeres del pueblo les pasaba lo mismo con los “rostros púrpura”, esos que venían a poner algo de luz a sus tardes muertas. (En cuanto a Malvinas, pasaría mucho tiempo hasta que aquel “escarlata made in ATC” tuviera un nombre).

Fue entonces que descubrí la correspondencia entre la estridencia de la imprenta y el brillo cromático de los televisores. Algo estaba cambiando en las pantallas y en los papeles del mundo, y ese cambio sería irreversible. Porque al poco tiempo, hubo figuritas en «tres dimensiones» y calcomanías que brillaban como ojos de gato en la oscuridad. Y entonces, por primera vez, se usó el adjetivo “flúor”.

Pocos años después, la prensa gráfica empezaba a ser reemplazada por la televisión y las figuritas “nacionales” por las globales de “Panini”. Luego, la pantalla de tubo era reemplazada por la plana, los canales de televisión por los sitios de internet y, en el presente (es decir, en el futuro de aquellos días) los televisores se rendían ante los celulares.

Hoy, viendo esas pálidas figuritas del pasado (y aquellas cabecitas que aún me llaman desde el patio del colegio) entiendo que hubo un cambio más radical todavía: porque se reemplazaron los colores que sólo eran visibles gracias a la luz natural, por esos otros que salían de la pantalla; del parpadeo electrónico de los transistores.

Y uno se pregunta qué es más noble; si un color condenado a envejecer reflejando el sol, o los nacidos de un chip inalterable que nunca iluminaron la cara de un niño.

Los chicos del presente no verán, dentro de cuarenta años, cómo se marchita una serie de Netflix. Nosotros, en cambio, sí. Los chicos que comprábamos figuritas en los ochenta y ahorrábamos estampillas fucsias, ya lo vimos.

Y la prueba es esa cuenta corriente en la que hemos guardado nuestras memorias; el ruido al paquete recién abierto, el aroma al papel flamante y la tinta aún fresca, el claroscuro de dos manitos sucias pasando sellos de luz antes del nacimiento de la palabra “flúor”.

Por Iván Wielikosielek

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