Si hay algo peor que “un hombre muerto caminando” (dead man walking, como reza la voz policial cuando un reo es conducido al patíbulo) es “un hombre muerto esperando”. Máxime si esa espera se dilata no un día ni dos ni un mes ni veinte meses sino veintiocho años; es decir 336 meses o, lo que acaso sea más gráfico y aterrador, más de medio siglo o 122.640 días; es decir, el doce por ciento de un millón de salidas de soles con sus noches, con su desesperación y con su esperanza (mucha más desesperación que esperanza), con su lucidez y su desequilibrio (mucho más desequilibrio que lucidez). En una palabra, el tiempo de una vida en el “corredor de la muerte”, aislado del resto de los mortales, sin contacto alguno con otra cosa humana que la voz del carcelero y una radio portátil en una celda de blancas paredes que, más que una celda o un cuarto de hospital oliendo a lavandina, se parece a una aséptica sala de espera del infierno.
Allí, en esas condiciones “humanamente inhumanas” si se permite el oxímoron, pasó más de la mitad de su vida Víctor Hugo Saldaño, el cordobés condenado a muerte por asesinar de cinco balazos a un comerciante en Texas, el 25 de noviembre de 1996.
El caso
Ese día, Víctor Hugo Saldaño y Jorge Chávez (ciudadano mexicano) abordaron a Paul Ray King, un vendedor de computadoras de 46 años en un estacionamiento de Plano, una localidad al norte en Texas. Tras secuestrarlo en el coche de King, lo condujeron a las afueras de la ciudad y, cuando este quiso escapar, lo asesinaron a tiros robándole 50 dólares y el reloj. De hecho, Saldaño fue identificado y detenido con un arma y portando el reloj del hombre asesinado.
El primer juicio en julio de 1996, condenó a muerte a Saldaño mediante una inyección letal mientras que Chávez, al haber confesado el crimen antes que Saldaño, obtuvo la “redención” de la cadena perpetua.
Sin embargo, el fallo fue apelado ya que los abogados objetaron que la sentencia «estuvo viciada de conceptos racistas». Esto fue aceptado por la Corte Suprema de Estados Unidos, debiendo el Estado realizarse otro juicio. La condena fue ratificada en 1999 y la ejecución de Saldaño, programada para 2005. Pero sus abogados volvieron a apelar, reclamando en los tribunales federales e internacionales que, quien estaba siendo condenado, era una persona carente de toda capacidad de defensa, ya que Saldaño tenía trastornos mentales por llevar más de siete años en el “corredor de la muerte”.
Lidia Guerrero, madre de Saldaño junto a un psiquiatra, intentaron convencer a la corte sobre el estado mental irreversible del acusado. Y es que durante los juicios, Saldaño se reía, leía revistas, se hamacaba en la silla y se masturbaba. Pero el jurado declaró que el acusado representaba una gran “peligrosidad futura”, y la Corte Suprema de los Estados Unidos consideró la aplicación de la inyección letal como “constitucional”. Pero a instancias del Departamento de Estado, el juez federal envió el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para un proceso de habeas corpus. Y en 2015, los abogados pidieron ante el gobierno estadounidense para que al reo se lo retire del “corredor de la muerte” y se lo traslade a un hospital psiquiátrico, o bien a una prisión común manteniendo los cargos. Pero la petición ha sido denegada. De hecho, Texas volvió a solicitar su ejecución, impedida permanentemente por mediación del consulado de Argentina en Houston y, acaso también, por el pedido expreso del papa Francisco al por entonces presidente Barack Obama.
Sin precedentes
Juan Carlos Vega, actual apoderado de Saldaño, enmarcó el caso de su defendido como «de racismo agravado». Y continúa con su reclamo “para que se cumpla y acate la ley internacional, ya que no hay precedentes de una condena a muerte que haya sido cuestionada y, con sentencia firme, anulada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”.
El letrado no pide “clemencia, perdón ni indulto”, sino que se cumpla con lo que resolvió laCIDH, que anuló las sentencias por racismo judicial. Y Vega recuerda que el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, declaró que lucharía «contra el racismo sistémico«. Y de hecho, el caso del argentino llevó en 2003, a promulgar la «Ley Saldaño”, que derogó la norma que adjudicaba a los extranjeros un grado de «peligrosidad futura mayor» que el que se preveía para los nativos.
La CIDH dijo que los Estados Unidos eran responsables de las violaciones a los derechos humanos por racismo, agregando que el «corredor de la muerte no es una cárcel sino un lugar de tortura”, y que se debía ordenar la liberación del argentino hasta la realización de un nuevo juicio.
Vega se reunió con el secretario ejecutivo de la CIDH, Jorge Meza, a quien le pidió que ratifique la necesidad de que los Estados Unidos cumpla en trasladar a Saldaño a un hospital psiquiátrico y que sea indemnizado con 10 millones de dólares por los daños causados por sus años de prisión “a base de racismo judicial, puro y exclusivo”.
Fuera de estos episodios externos, nada ha cambiado “al otro lado del vidrio” donde late el corazón de Víctor Hugo Saldaño, quien continúa en la prisión de máxima seguridad Allan B. Polunsky, en Texas. Y tras su ventana de hermético cristal antibalas, continúa la repetición sistemática de ese día a día interminable donde, según su madre “se pasa más de 20 horas durmiendo y apenas si come”.
La única novedad es que ahora, al diagnóstico de padecimiento mental irreversible debe sumarse el de un cáncer de próstata del cual Lidia Guerrero fue informada recientemente. Guerrero no visita a su hijo desde noviembre de 2019, pocos meses antes de la pandemia, época en la cual las ejecuciones fueron aplazadas en Texas. Y sigue creyendo que “lo más probable” es que ejecuten a su hijo, a quien nunca consideró inocente sino un asesino. Sin embargo, su deseo es que el caso se convierta en ejemplo de racismo judicial.
Respecto a si volverá a visitar a Saldaño, comentó que “sería morboso, nadie viaja a ver cómo matan a su hijo”.
Mientras tanto y según su propio testimonio, Lidia se refugia en su fe cristiana y en el vínculo forjado con el abogado Vega
Mientras estés conmigo
Este artículo empezó con números y va a finalizar con números también, pero en este caso no sobre exageraciones obscenas de tiempo muerto, sino números paralelos o acaso proféticos. Y es que en 1995, pocos meses antes del asesinato cometido por Saldaño, en Estados Unidos se estrenaba “Dead man walking” (“Mientras estés conmigo”, sellamó en Argentina) la película de Tim Robbins con Susan Sarandon y Sean Penn. La duración del filn era de 122 minutos, la misma cantidad de días (anexándole tres ceros) que hace que Saldaño espera la muerte; esa que pidió varias veces de forma expresa no sólo a su madre sino también de puño y letra a su abogado defensor en 2007 antes de su caída psíquica final, cuando su cuerpo, alma y espíritu se habían convertido en “tres ceros” también y lo había podido expresar por escrito:
“Estimado doctor Hayas, espero que al recibir esta carta esté usted gozando de perfecta salud. Me comunico con usted a través de este conducto para manifestarle un profundo sentimiento arraigado en mi persona./ En el escaso tiempo que llevo aquí, he estado analizando mi situación y he decidido que es mejor finiquitar este asunto lo más pronto posible./ Ya que yo no voy ni para atrás ni para adelante, le voy a pedir encarecidamente que corte todas las apelaciones para que me ejecuten lo más pronto posible. / Yo me encuentro sumido en un profundo abismo de depresión y desesperación; y esa decisión de la ejecución es muy personal, y espero que usted respete mi decisión. Sin nada más que comunicarle, me despido de usted. Atentamente: Víctor Saldaño”.
“Cara Perdida”
Hay un cuento de Jack London que se llama “Cara Perdida” (Lost Face) que transcurre en Alaska, en tiempos en que los hombres blancos y algunas tribus nativas se asesinaban por el mercado de pieles (de focas, de ciervos). Allí un cosaco, Subiénkov, cae en manos de un sanguinario jefe esquimal, Makamuk, quien antes de ejecutarlo tiene planeado torturarlo hasta la aberración. Y él, Subiénkov, imagina una estrategia, ya no para escapar de la muerte (que sabe inevitable) sino para escapar de la tortura, lográndolo al final.
Esta ha sido la intención del único argentino condenado a muerte en la historia de los Estados Unidos, y cuya cara ya no es la misma (ni por asomo) de la que tenía en 1996.
De momento, Saldaño ha escapado a la muerte pero no a la tortura. Y tanto sus cartas como su humanidad y su psiquis destrozada, vienen a confirmar que su destino es infinitamente peor que el de Subiénkov, en el cuento de Jack London.
Iván Wielikosielek