Una parábola sobre el tiempo

Hay una foto de Jorge Luis Borges sentado en una típica silla playera de mimbre, al resguardo de una carpa de lona, en las arenas de Playa Grande. En otra imagen aparece posando de pie, con saco blanco, pantalón y camisa al tono, apoyado con displicencia cosmopolita en una baranda de las escalinatas de Villa Victoria. Y también: Borges sentado en un banco de madera del jardín de Villa Silvina, la casaquinta marplatense de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. Y otra: está con un short de baño oscuro y una camisa rayada de manga corta, en el balneario San Jorge, de Punta Mogotes, cuando las playas del Sur todavía estaban rodeadas de médanos vivos.
Borges se movía por Mar del Plata con el espíritu nómada del joven Marco Polo creado por Italo Calvino en Las ciudades invisibles: los lugares que recorría estaban cargados de signos que él debía descifrar y contar, escribió años atrás Daniel Balmaceda. Sus pasos siempre fueron los del viajero, jamás los del turista. El viajero que se asombra, no el turista que se distrae. El turista, envuelto en el vértigo de lo fugaz y trivial, se deleita con las apariencias. Y Borges, el viajero incansable, se sumergía en espacios desconocidos que luego, al narrarlos, eran recreados y dotados de nuevos sentidos. Como un alquimista, Borges encontró que en Mar del Plata había formas, aromas, sonidos y experiencias que él podía transmutar en una materia distinta: en palabras y signos; en relatos. La ciudad, así, se convertía en una metáfora. O, mejor, en una metonimia: dentro de las fronteras del balneario cabía todo el vasto mundo. Un juego simbólico: disolver la ciudad real para construirla como una ficción.
El mar frío del Atlántico sur, al que Borges desafiaba nadando contra la marea. Era un buen nadador. Incluso cuando ya estaba ciego, nadaba mar adentro acompañado por Adolfo Bioy Casares, y lejos de la orilla, donde sólo se oyen los rumores del océano, se quedaba flotando con los brazos abiertos en cruz, el cuerpo abandonado al ritmo del agua y el rostro enfocado hacia el cielo y el sol. En Mar del Plata, Borges pasaba gran parte del día en la playa; a la tarde le gustaba compartir charlas con sus amigos escritores y artistas; al anochecer iba al cine o a cenar con amigas, o bien con Victoria y los Bioy. Trasnochaba poco y, hasta que perdió la vista, leía y escribía con obsesión rigurosa. Hay dos relatos monumentales escritos bajo el embrujo de Mar del Plata: «La biblioteca de Babel» y «El jardín de los senderos que se bifurcan».
La casa principal del conjunto arquitectónico bautizado Villa Victoria mira hacia el Norte; hasta la década del 70, cuando se dividió en dos el terreno original y se vendió la mitad, ocupaba el extremo sur de dos manzanas. A espaldas y a los costados de la casa están la vivienda del casero y las cocheras con dependencias de servicio. Así que teníamos la casa de madera de dos plantas alzada junto a un inmenso jardín donde convivían hortensias, magnolias, dalias, romeros, lavandas y laureles a la sombra de lambercianas, pinos, plátanos, casuarinas y Phoenix. Aún se investiga quién diseñó el jardín. Quizá fue el ingeniero y arquitecto Manuel Ocampo, el padre de Victoria. O tal vez un paisajista francés, amante del gnosticismo y la astronomía. ¿Quién sabe? Pero lo que importa decir es que el jardín fue construido con ánimo matemático y esotérico a la vez: si se lo miraba de Norte a Sur o viceversa, tenía la forma de un ocho; en cambio, si se lo observaba desde el Este o el Oeste, tenía la figura del símbolo infinito.
Balmaceda cree que Borges imaginó su genial metáfora del infinito en «La Biblioteca de Babel» debido al hechizo que le provocó el sugestivo material simbólico que le ofrecía el jardín de la villa. Que la clave está, dónde si no, en el propio texto. Por ejemplo: en el primer párrafo del cuento la mención del infinito aparece tres veces, y el último párrafo dice: «Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito». Una hipótesis literaria: el jardín de Villa Victoria puede verse y leerse, con su lenguaje de colores y formas que se transforman día tras día, como la sutil metáfora de una biblioteca ilimitada, también periódica. Cada flor y cada árbol, un libro; cada pétalo y cada hoja, una página. Y cada flor, a la vez, es El Libro, ya que debido a su capacidad de mutar y mutar, con el paso del tiempo podría contener todos los libros posibles.
En «El jardín de los senderos que se bifurcan» la transmutación literaria es una operación metonímica: el jardín de la villa, que por su forma es un símbolo del tiempo (del tiempo infinito), se convierte en el tiempo mismo. Borges narra en el propio cuento que «El jardín de los senderos que se bifurcan» es una adivinanza o una parábola sobre el tiempo. Y el jardín de la villa también lo es: ¿acaso el viajero que lo recorría no regresaba siempre al punto de partida para recomenzar el recorrido una y otra vez, sin principio ni fin, de modo interminable? Una imagen del laberinto. Sí, el del tiempo y sus signos, que como el jardín, es un laberinto de significados fugaces, intercambiables, inagotables. «El jardín de los senderos que se bifurcan» fue dedicado a Victoria Ocampo. El gesto de gratitud no explica las razones secretas que lo motivaron. ¿Habrá sido por el jardín?.

Fotos: Raúl Bertone.

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Autor

Raúl Bertone