Un escritor cuchillo

Rechazaba la normalización ofrecida. Un universo propio. Manteniéndose siempre fiel a sí mismo, construyendo su propio personaje. El mejor personaje de Juan José Sena Weill era Juan José Sena Weill. Rehuyendo la solemnidad cuando combinaba y jugaba con la sátira, el sarcasmo, la ironía, el humor. Y con pasión se negaba a la compasión. Sabía abrir los ojos en la oscuridad de esos territorios en los que nadie se atreve a entrar. Juan José Sena Weill era un escritor cuchillo. Hacía de su voz el habla del marginado. Escribía con desamparada ternura; o sea, con minuciosa ferocidad. Como una gestualidad barroquizante, cuya traza iba y venía de la oralidad.
El filosofar de la época hecho en ese «borde con encaje», como reconocía el chileno Pedro Lemebel a la cornisa de su arte. El arte de Sena Weill no solamente resistía y respondía, también reapropiaba con apetito y creaba con hambre. Moviéndose en los márgenes del mercado. A veces se cansaba de ser como el chivo expiatorio signado como el escritor o el personaje que siempre tenía que decir lo que los demás no se atrevían.
Sus letras bailaban y cantaban al ritmo del taconeo relumbrante. Así como abordó con coraje su elección sexual en aquellos tiempos de pacatos, hipócritas y mezquinos -«No soy un marica disfrazado de poeta/No necesito disfraz/Aquí está mi cara» decía, como presentación, Lemebel-, «Juanjo» adjetivó deseos a través de su escritura que era fuego. En una constante intensidad de lírica ambulante. Hoy jueves 7 se están cumpliendo dos meses de su fallecimiento. Entre el espectáculo del deseo y la ceremonia de la muerte, buena parte de su obra registró la lucha por sostener el lugar desde donde tanto el placer como la agonía puedan ser vistos de frente.

Así escribía

Variaciones de luz, esquivas, sobre el sexo

Ruges como los leones en su selva enquistada por dentro de ti mismo.
Astral, ese desquicio cesa por siempre y calla.
El caballo ha cedido de sumisa manera.
Una sola mirada te ha descubierto en mi alma la entrada al laberinto donde hallarás tu cielo.
La luna dejará de impacientar tus noches por un tramo de amor con bálsamo de olvido.

A la mañana cruel del niño no investido de ningún rencoroso dolor de duermevela
le ha de seguir la luz del sol color candado de amor rebeldemente subsumido en mi hoguera.
Fraternal furia sola, no has de fugar del hondo guadal donde te aguardo…

¿Ruges con el dolor que anuncia que ya vienes, que ansiosamente vas, precipitadamente
en busca de la entraña que en ti aguarda la fálica grandeza donde darás amor de ardor jamás hallado?

Duda muerta en tu sueño, mi carne, que te aguarda, ha de ocultar tu mueca que viene del vacío,
O nada será nunca lo que te merecías: esa sola misión de amor correspondiéndose.

Perfume de benjuí, de rosa, de caléndula, o de malvón, de esquivo clavel del aire anclado, parasitariamente sobre el árbol paterno o de pronto se vuelve flor de planta voraz, flor de estirpe caníbal, de carnicero modo de ultrajar el linaje de las flores violadas por el lujo en la fiesta, y pienso en la violeta, la flor del nomeolvides, la rosa, el tulipán, el clavel o las lilas.

El falo señorial, saluda desde el propio centro de un escenario donde se exhibe el mundo con tu ronco esplendor de aguilucho remando con sus alas de amor la noche ineludible, donde el amante expresa su decisión de encono para que tú te abismes en la playa del miedo, y sin embargo ensayes una vez, de entre miles de veces como pájaros, como antiguas bandadas de seminal hondura, el gesto de cederte y arder, fulgor blanco en la rada donde se desemboca rumbo al mar de tu pecho, tu boca, tu anoamor, tus glúteos que se expanden, tus esfínteres siempre con miedo y sin embargo, convencidos después de ensayos multiformes en que deben quedar humildemente quietos, porque ahora de pronto tu intestinal recinto, tu rectal funcional hondura hacia tu centro se debe de volver funcional para el coito, la cópula en que vas sobre la nube al fuego, y del fuego a la blanca gimnasia de tu boca, y de tu boca al largo temblor de piel en piel, como si nuestro envase contenedor de pronto se volviera un erial y luego un vasto piélago donde habrás de nadar, desnudo, hacia la orilla donde el otro te aguarda con su aire a bocanadas para insistir en ser lengua de lenguamor contra tu lengua y tu alma, como quien se merece la maquinal instancia del que te habrá de dar el soplo, el aliento de estar vivo, el justificativo para no ser distinto de lo que mansamente Dios exige en tu hondura, tu cuenco, tu bestial cárcel de ansiosas hambres.

Bello falo vestido de blanco látex, late, te alela, te edulcora, te acalora la víscera, te azuza para ser el cochero alelado en tu viaje, te convida al dolor del envión que no cesa, y al par que se deshace de ti con cada hambruna te hace tan diferente de ayer para mañana como antes nunca en nada parecido a ti mismo, y a cuanto debe ser cumplido a toda hora se cumple hasta el final del orgasmo de un dios, fugado de sí mismo.
Sobre el pasto, en el lecho, sobre el suelo, en la nube, sobre el coposo adiós del árbol de la vida entregado al azul cielo de otros planetas, en mi y unas forma obstinadas en ser siempre distintas maneras de cederte, fuiste aprendiendo resignadamente y fue en cada latir vibrante, en remolino, donde pariste al monstruo que habita en cada cual de manera distinta, porque ningún fetiche colgante de entrepiernas será jamás igual, ni siquiera ese mismo falo del largo amor en que por tanto y tanto tiempo del almanaque te consumiste en vida, ni siquiera en el modo del partener de turno durante largas noches de representaciones en un teatro de siempre variables mutaciones.
Jamás fue el mismo miembro del todo siempre el mismo, porque la condenada secuencia de los años, se va hilvanando en siempre disfraces diferentes y frente a tu azorada visión, tu tacto amante, tu amado resplandor, tu cueva, tu exterminio, el erecto y el rígido palo de gran navío del tronco en duro trance de tumescencia plena, lleno de sangre fiel, se siente otro distinto.
Y al fin no es sino un modo más de un gran caleidoscopio donde vas con asombro descubriendo que sabes dominar ya la lengua del tiempo que no cesa, que ha de mutar lo mismo que todo en esta vida, pero no ha de morir, solo ha de transformarse, pero al par que transforma tu quejido insensato, te forma y forma al otro que de sí entero vuelca la substancia que tiene su agridulce manera de sembrarse en tu piel, tu boca, tu hendidura donde cálidamente, tibiamente, lo esperas…
Confieso que he nacido padeciendo de huérfano y que me acojo a todo lo que me dice “Vente conmigo hacia mi amparo”. Abro la puerta y entro, textualmente la casa donde la tejedora teje mortaja propia en telar de misterio, penetro en la morada de la niña que teme la tímida intrusión del loco en su guarida. Y hay una mariposa marsellesa que me anda persiguiendo los sueños, la incita ese agujero no remendado nunca por dónde puede verse la piel de mi destino, obscenamente franca, porosamente urdida para que me contagien todos los beneficios, todos los maleficios, tanto como se pueda desde mi arcilla a solas.
Penetro en la confiada confusión de mis miedos llevado por la mano de la vidente maga, la sibila imperial, la niña de la trama del tapiz que no cesa de proclamarse reina de la noche, y posee la ciega profesión de Atenea, la justa, la diosa no surgida de ninguna coyunda entre los dioses hartos del mito nostalgiado.
Ella me ha concedido, transfundida en mi sangre, ese modo de cuna versicular, y mi alma se religa a la suya como acaso lo fuera la intencionalidad del que fue a su manera con desmedida siempre lindante en puro abismo, luchando con Peniel, ese dios travestido en un modo proteico de volverse mutante, mero viandante esquivo, y era Jacob su estigma, y luego de su herida en el muslo doliente, de su erótico sino de náufrago y demonio, se bautizó Israel, se alzó desde sí mismo, genesíaco y siempre sometido a la Gracia, la virtud, la eficacia, la senectud del grito que halla su intemporal factura en mis entrañas.
Pero es umbilical mi relación con ella, y ella lo sabe y siente los dientes de mi boca, pero digo la boca de mi sombra, del ánima, la que se precipita sobre el ama de leche y le absorbe la dulce nutricia sopa de almas, sin que sepa jamás, porque como lo dice, legalizando el acto de robo, de intrusión, de matriciarme en ella, la reina que llamaron Amora en cierto Olimpo fue consagrada en mí profética y balsámica, terrorífica unción de Casandra en su Troya, o Sibila de Cumas en mi templo de infancia.
Esta es una barroca sucesión de desgarros de una placenta nunca sometida a otro modo de implantación distinta de la que me merezco, pródigamente siendo su filial regocijo de proyección astral, a través de los años, a través de los mismos terrores del pasado. Atrás, en otra vida, pudo haber sido acaso la madre visceral, y yo su niño preso durante nueve lunas de tenso ansioso anhelo…
Silenciosa y sutil, sagaz, desde su bruma, con su hambruna ancestral de verbo a la deriva, su noche cobijo mi noche en su regazo, y el lazo se anudó, tensamente obstinado.
Eras la gran guardiana que impedía el paso erróneo al fin de todo merodear de mi alma por sobre la costra de mi fe.
Y te llamaron bruja. Y fuiste maga.
Yo, apenas un doncel.
Alguien que transitaba la esperanza con rencor de su abismo.
Pero siempre fui fiel.

General Pico, miércoles 5 de agosto de 1998.

Los dones que me dieron

– Apenas si me dieron todo el tiempo del ángel derramado.
Fue como una postal del cielo en una lámina,
todo el cielo de dios en una sola lágrima,
todo un gran arenal de sol siempre irredento
en el fondo del miedo.

Entre zarzas ardientes,
y allá, en la lejanía,
más allá de las nubes,
la memoria sin voz.
Muda, impasible.

Te has cansado de hurgar entre tus muertos
Entre fatuas preguntas
Libro tras libro
Napa tras napa
Y nunca el agua
Para saciar tu sed
De un manantial de amor nunca saciado.

Ese nombre, La Pampa

Tu primigenio son de bamba en quechua urdido se ha de sonorizar en pampa soterrada.
Todo será en sigilo. Tu memoria y tu suerte.
Mi destino y el tuyo yacen aquí, enzarzados, y rasgan en su modo de palpitar sombrío los densos caldenares donde tiemblo en mi sangre como guitarra herida.
Cada caldén secuaz de un ángel deslenguado se roerá a sí mismo contra sus ramas ciegas.
Serás como mi sola provocación sin nombre: ese inefable verbo con que nadie suspira.
Pero al final convocas y gruñes y berreas como un niño infeliz o un anciano obcecándose.
Y acabas suicidándote lo mismo que una daga desde siempre insincera,
de un solo golpe al corazón.

-Pero cesen los llantos que obnubilan ahora el indeciso cielo de una siempre fugaz distancia entre candiles.

Ese soy yo que pasa entre los altos negros bastidores de un dios que puedo ser yo mismo a la deriva.
Ese ha de ser mi sino.
Me ha convocado el cielo con su garra en pavor para que te desgarre la noche en carne viva.

Te asesinaste tú primero frente al propio misterio de tu error…

Ya no soy el culpable de tu delirio a solas.

Me salvarán los cardos…

Mis antiguos amigos…

Los desolados ángeles que velan por tu sangre y que cantan tu sed nunca saciada, pero no te dan agua aunque estés siempre atento al cielo despojándote…

Yo he sido tu traidor…

Tú fuiste solamente un gran sueño del cielo…

El sexto mandamiento

El viento sopla ahora en las acacias, como la noche aquella en que se enloqueció la tierra y mi hermana decidió morirse. Sopla como un fantasma y arranca el alma de la primavera que ya debiera estar por empezar a hermosearse. Ruge como cien toros, como perros con hambre. Es una sola furia que arranca de cuajo lo único que nos está quedando de verde mustio en este suelo amargo que Dios ha puesto en abandono. Porque no nos llueve ni una lágrima desde hace meses y aquí se está empezando a resquebrajar lo que pisamos y más allá, en la loma, se está formando como un sueño de arena.
Allá se está adunando la venganza y amenaza venírsenos encima, con esa bronca ciega de la tierra, que no perdona, y como Dios tiene la vista en todas partes pero además es sordo, nos estamos quedando con las manos vacías y el despojo. Aunque mi abuela le siga prendiendo velas al santo que se trajo de Italia y se nos vinieron encima los gitanos para pedirnos fruta y mi abuelo se la negó y además les puso en las orejas la cuestión verdadera de que venían a jodernos y que mejor sería que nos dejaran en paz y se fueran bien lejos con sus mujeres y sus perros. Entonces fue cuando se bajó de una potranca una gitana gruesa como el aljibe, con una cara roja como el infierno y unos ojos que se me clavaron en la frente como un alambre oxidado. Se paró frente al abuelo que estaba sin moverse junto a la parva y tenía la horquilla fuerte en la mano y, después de mirarlo con esa fijeza que tienen los chimangos, le echó una maldición y todo el mal aliento de su boca de trapo. Le dijo algo así como que se nos iba a morir la tierra y se nos iba a envenenar las raíces de los que dan sombra. No habló mucho la vieja pero fue lo suficiente para que el cielo se nos echara atrás. Recuerdo que una nube muy negra le emponchó la cara al sol por un rato, todo el tiempo que la vieja gastó en encimarse a la potranca. Pero antes de montar volvió a mirarme más torcida y lo que se me clavó en alguna parte que ya no sé si era la frente o el corazón fue un miedo sucio, hediondo y viejo como ella misma, algo así como la noche aquella en que dormí al sereno y a una araña se le dio por anidarme la oreja. Me miró fijo y escupió. Entonces yo desvié la mirada y le seguí el gargajo hasta la tierra donde lo vi empollar como un insecto que ya nos empezara a envenenar el patio. Después escuché que se decían algo entre ellos en una lengua enrevesada y voz aguardentosa. Lo miré al abuelo y el abuelo seguía estaqueado allí donde se apostaba siempre que había que despedir a algún extraño que nos venía a robar tiempo. Ya había dicho las dos palabras claras que él sabía decir con voz definitiva siempre, y nos más iba a vérsele mover la barba de la cara para adobarle la partida a nadie. Los gitanos acabaron por irse y yo primero me subí a la tranquera y después al molino porque quería asegurarme de que no se nos apostaban por allí cerca, en una isleta de eucaliptos donde sabían acuartelarse los linyeras, y porque además me gustaba ver el caer del sol sobre sus colorinches, me gustaba ver el traperío que flameaba en los carros a esa hora en que un vientito dulzón sopla del lado en que se muere el día. Así fue que me quedé allá arriba hasta que todo se escondió. Los gitanos tomaron el camino que lleva al pueblo y en derredor de nuestra casa volvió a sombrear el silencio, pero el silencio como fondo, porque por encima de el se escuchaban los ruidos y las voces que a esa hora de la tarde venían desde el horizonte con una claridad de tono que no se percibía durante el día. Tan pronto eran perros que ladraban, como carros que volvían del monte, y su rodar cansado despedía por las ruedas como un gemido de gato herido. A veces era el pitido de una locomotora que se detenía en la estación, apenas un instante, y yo pensaba en mi madre, que hacía un año yo había llevado en el sulki hasta ese tren que nunca más la trajo, y me ponía a pensar lo lindo que sería tener que volver a atar el malacara al sulki para ir a la estación a buscarla, volviendo desde lejos, de una ciudad donde le habían remediado el corazón enfermo y ya no se volviese a ir. Fue esa noche misma, cuando ya nos habíamos ido a la cama, y estábamos todos bajo el calor de las cobijas y con los ladrillos que la abuela nos ponía en los pies, envueltos en franela, para que no se nos enfriara el cuerpo; en ese instante en que se nos cierran los ojos de mirar el mundo y se nos abren los de adentro para mirar el sueño; cuando la sangre se pone remolona, y lenta se va paseando por las venas, y uno se vuelve a sentir el niño protegido por una madre que lo arropa y lo vela mientras afuera están los árboles sin madre, con una luna fría sobre las hojas en que juega la escarcha; en ese instante, digo, el viento, que como de costumbre se escuchaba barrer y silbotear sobre las chapas, empezó a desatar un rencor concentrado. Primero fue un sonido como de animal que se arrastra babeando algún mal trato. Después un aguijoneo como de ramas que se abaten torcidas por el temporal, hasta que llegó un momento en que, como arrojado por el vientre del cielo, algo espantosamente grande y ardiente cayó junto a la casa y pareció sumirse en el pozo del agua, porque se escuchó un barboteo provocado por algo pesado que se hundía al tiempo que las gotas salpicaban las puertas y los muros como si los estuviera asperjando el demonio.
El alarido de los caballos era la única respuesta que escuchaba la furia, porque la abuela le hablaba a su Dios en un lenguaje inaudible, un cuchicheo secreto entre ella y él, enamorada sin correspondencia, y aún no resignada a sus desdenes. Ni a sus sadismos, porque no sé si aquello era su obra o la de su enemigo. Pero sea quién fuere —Dios o el Diablo—, cuando la abuela no había todavía acabado de circundar su gran rosario, y cuando ya todos nos habíamos desprendido del lecho para aventosarnos ante la ventana de la cocina a mirar cómo se nos iban partiendo quejumbrosos los árboles; en ese instante, digo, con ruido seco y bronco, y como desprendidas por una sola mano, empezaron a volarse las chapas y quedamos sin techo.
Entonces fue cuando mi hermana empezó a enloquecer. Sus ojos, azules como cuando amanece, se le hincharon de sangre, se le amorató la cara y con sus afiladas uñas se desgarró la ropa y huyó de nuestra casa gritando como una urraca herida. No pudimos seguirla, porque el viento nos hacía rebotar hacia el interior oponiéndonos un invisible obstáculo. A ella, en cambio, la tempestad la empujaba hacia la altura del molino y nosotros veíamos sus harapos blancuzcos ascendiendo con lento roce los peldaños que conducían a la torre, como si en torno de ella el vendaval formara una invisible campana que la aislaba en su vientre de lo que en torno era un azote ciego.
Después el viento no sopló más y la lluvia cesó. Entonces sentí como que el viento y la lluvia se habían estado amando desesperadamente en nuestra cara, como si todo fuera un placentero lecho para ejercer el frenesí, la gran locura sensual de los rigurosos elementos; sí, aquello era un endemoniado abrazo entre dos sexos portentosos que habían saciado su fervor en lo nuestro y habían engendrado destrucción y demencia. Vi aparecer de nuevo la cara gruñidora de la gitana vieja, que había sido la tercera, la celestina mañosa que había concertado semejante cita para placer de los demonios del viento y de la lluvia, y comprendí el sentido que tenía el pecado de fornicar que la catequista había tratado de hacerme entender inútilmente.
El abuelo me mandó que subiera a lo alto del molino donde el cuerpo de nuestra hermana se balanceaba todavía. Sus cabellos se habían enredado en las aletas de la rueda y una línea muy negra le recorría el cuello. Por allí el filo de la chapa le había llegado a la garganta. Pero no había sangre. Y tenía los ojos —sus ojos tan celestes— inmensamente abiertos, pero ya no miraban esta tierra sino que estaban vueltos hacia adentro, así como yo creía que debían volvérsenos a todos, cuando llegaba la hora de dormir, para mirar el sueño.

Fotografía de portada: Rodrigo Weill.

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Autor

Raúl Bertone