Contando su colapso, sin falsa épica

Aquellos norteamericanos nacidos entre 1895 y 1899 vivieron sus vidas con el sentimiento de que el siglo había puesto bajo su custodia. Su optimismo los llevó a identificarse con él: su infancia fue la infancia de la centuria pasada, la Primera Guerra fue la guerra que debió pelearse para que el siglo veinte siguiera su curso y sus locos años de juventud fueron ‘los años locos‘. Cuando miraron alrededor en busca de un portavoz, el primero que vieron fue Francis Scott Fitzgerald.
Para entonces, con 23 años y una novela publicada (A este lado del paraíso), Fitzgerald era lo que su generación podía considerar su arquetipo. Nacido en el Medio Oeste, en una familia de ascendencia irlandesa de cierto renombre pero escasa fortuna, ex-alumno de Princeton, teniente de reserva del Ejército y perdidamente enamorado de una belleza sureña de una familia mucho más rica y prominente que la suya, el propio Fitzgerald se autodefinió así: ‘No vine equipado con los dos atributos más importantes: magnetismo animal y dinero. Pero sí con los dos que le siguen: atractivo e inteligencia. Así que siempre conseguí la mejor chica‘.
Luego de comprometerse con Zelda en Alabama, Scott partió a Nueva York dispuesto a triunfar como escritor. Vivía en una habitación barata, escribiendo furiosamente aquella primera novela y acumulando rechazos editoriales de sus cuentos hasta que, en marzo de 1920, la editorial Scribners publicó su novela y llegó la fama. A este lado del paraíso es, más que una novela, una suma compuesta por todo lo que Fiztgerald había escrito hasta ese momento. Con todos sus defectos ofrecía una energía, una honestidad y una confianza en sí tales que lo convirtieron en la voz de la nueva generación.
Es necesario decir que Fitzgerald no es un caso ‘típico‘ de su época ni de ninguna otra. Lo cierto es que vivió con más vértigo que la mayoría e imprimió a sus sueños una extraordinaria intensidad emocional. Sus sueños no eran particularmente originales (ser el más popular en la universidad, ser un héroe en la guerra, triunfar en la vida, casarse con la mejor chica). La intensa emoción que les imprimió y, especialmente, la honestidad con que los manifestó, fue lo que hizo que los lectores creyeran como él en los atractivos que les ofrecía en el mundo.
Fitzgerald no sólo representó a su época sino que llegó a convencerse de que había sido uno de sus creadores, estableciendo patrones de conducta que los más jóvenes que él siguieron al pie de la letra. En el éxito y en el fracaso conservó una cualidad que muy pocos escritores alcanzan en su carrera: un sentido de la Historia. Moral y costumbres fueron cambiando sin cesar a lo largo de su vida y él se encomendó la tarea de registrar esos cambios, que se le revelaban no a través de tendencias o estadísticas sino de personajes vivientes, con sus gestos propios. Estaba obsesionado por el tiempo, como si escribiera en una habitación repleta de relojes y calendarios.
A pesar de todos los libros que leyó, nunca fue un intelectual. En cambió eligió, a lo largo de su vida, diferentes amigos que convirtió en su ‘conciencia intelectual‘. Pero cuando lo confiesa, en forma descarnada, lo hace para ser honesto consigo mismo, no para anticiparse a las revelaciones de algún crítico. Y en ese acto demuestra otra característica infrecuente: que escribe para satisfacer su conciencia. No lo mejor que puede, como cualquier escritor honesto, sino en cierta manera mejor de lo que era capaz, incluso.
Vivimos en una era de colapsos emocionales; hay múltiples casos de artistas pulverizados por su angustia o las circunstancias que los rodean. Lo que diferencia el colapso que Scott registró en «El crack-up» de todos los demás es el inusual candor con que escribió acerca de él: el sentido del deber, la obligación moral de seguir viviendo luego de registrar puntualmente sus síntomas y sufrimientos. Fitzgerald cuenta su colapso, sin excusas y sin falsa épica, mientras ocurre.
En los libros de Fitzgerald, por encima de todo, podremos leer siempre la lucha contra el fracaso, y la dignidad y victoria moral que proporciona esa lucha aún cuando se fracase. Fitzgerald será, en ese sentido, un ejemplo y un arquetipo, no sólo de su época sino del espíritu humano en toda época.

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Suave es la noche (fragmento)

«El hotel y la brillante alfombra tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca profundidad. Antes de las ocho bajó a la playa un hombre envuelto en un albornoz azul y, tras largos preliminares dándose aplicaciones del agua helada y emitiendo una serie de gruñidos y jadeos, avanzó torpemente en el mar durante un minuto. Cuando se fue, la playa y la ensenada quedaron en calma por una hora. Unos barcos mercantes se arrastraban por el horizonte con rumbo oeste, se oía gritar a los ayudantes de camarero en el patio del hotel, y el rocío se secaba en los pinos. Una hora más tarde, empezaron a sonar las bocinas de los automóviles que bajaban por la tortuosa carretera que va a lo largo de la cordillera inferior de los Maures, que separa el litoral de la auténtica Francia provenzal.
A dos kilómetros del mar, en un punto en que los pinos dejan paso a los álamos polvorientos, hay un apeadero de ferrocarril aislado desde el cual una mañana de junio de 1925 una victoria condujo a una mujer y a su hija hasta el hotel de Gausse. La madre tenía un rostro de lindas facciones, ya algo marchito, que pronto iba a estar tocado de manchitas rosáceas; su expresión era a la vez serena y despierta, de una manera que resultaba agradable. Sin embargo, la mirada se desviaba rápidamente hacia la hija, que tenía algo mágico en sus palmas rosadas y sus mejillas iluminadas por un tierno fulgor, tan emocionante como el color sonrojado que toman los niños pequeños tras ser bañados con agua fría al anochecer».

Cuentos de la edad del jazz (fragmento)

«Ahora tenemos apretado el cinturón una vez más y ponemos la expresión de horror adecuada cuando volvemos la vista hacia nuestra desperdiciada juventud. A veces, sin embargo, hay un rumor fantasmal entre los tambores, un susurro asmático en los trombones que me devuelve a los primeros años veinte, cuando bebíamos alcohol de madera y cada día, en todos los aspectos, nos hacíamos mejores y mejores, y hubo un primer intento abortado de acortar las faldas y las chicas parecían todas iguales con sus vestidos suéter y personas que uno no quería conocer cantaban: «Yes, we have no bananas», y parecía sólo una cuestión de unos pocos años que la gente se hiciera a un lado y dejara que el mundo lo manejaran quienes veían las cosas como eran -y todo eso nos parece rosado y romántico, a nosotros, que entonces éramos jóvenes- porque no sentiremos tan intensamente lo que nos rodea nunca más.»

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Autor

Raúl Bertone