El caserío de la entonces aldea dormita tendido al sol. Sus tenues rayos colorean el techaje y salpican de luz los baldíos. En la “calle comercial”, sólo algún que otro pueblerino se ve haciendo sombra sobre la ancha vereda, donde retoños nuevos están diciendo que ya se viene la primavera. De pronto, ruido de hierro y madera, confundido en el accionar de un motor, quiebra el silencio y la quietud de la mañana piquense. Inconfundible el ruido, pero desconocido el origen. Es un motor sobre hierro y madera; sí. Pero un motor que camina. Que viene y que va, llenando de fragor las calles sólo estremecidas con el pasar de la llanta dura de los sulkys sobre la arena floja. El pueblo se lanza a la calle. El comerciante trata de detener a los empleados. Se escapan. Se van los clientes «madrugadores». Se tira de los pelos. Termina también él por sacar los bigotes de su cara de asombro a la vereda:
– «¡Allá va!»…Ruge, encara.
– «¡Se mueve sin que nadie lo empuje!!!».
Arriba, sentado sobre el monstruo de hierro y madera que echa vapor y tose, está Isidoro Brunengo. Ahora se ha detenido junto a la vereda. Lo rodean hombres, mujeres y niños. De la calle han desaparecido, como por encanto, las traviesas gallinas sueltas. El sonríe, mirando a sus vecinos con no disimulado orgullo, y les muestra su reciente adquisición. Es el primer automóvil que surca una arteria piquense. Esqueleto de carro con pretensiones de velocidad. Lo miran. Lo tocan. No falta quien se aparta decepcionado:
– «Don Isidoro ha cometido la “insensatez” de comprar uno de esos autos extranjeros….¡Mientras no venga el contagio…!».
-¡Cuidado…!
Arranca el fenómeno. Se va por la calle polvorienta. Pero ella queda marcada por un par de huellas profundas que están señalando otro camino. Novedoso. Diferente. Ellas se irán ahondando con el tiempo, surcadas por otras ruedas. Están marcadas. Marcadas para el contagio.
Quebrando la quietud de la mañana piquense
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