Demasiado tiempo. Casi trece años. En esa caja de resonancias que es el gimnasio de Estudiantes de Santa Rosa se sucedieron como diapositivas visuales y auditivas momentos clave a lo largo de más de dos décadas y media de un trío surgido de las cenizas de Luca Prodan. Divididos volvió a pisar suelo pampeano y a lo largo de veinticuatro canciones de su lista, demostró que sigue siendo una aplanadora a la hora de hacer rock. Los fans de estos pagos estaban ansiosos después de tanta espera. Y también quedó claro que la banda tenía todas las ganas del reencuentro.
Es redundante, pero pocos suenan tan sólidos y vitales en un escenario como Divididos. Ricardo Mollo, Diego Arnedo y Catriel Ciavarella conforman una banda que sigue viva, en movimiento, y capaz de dar shows de un compromiso y seriedad que la distinguen de la mayoría de sus pares. El viernes por la noche el trío volvió a brillar por peso específico.Fueron dos horas y media a 220 voltios. Sin fisuras. Y esa generación automática de pogo. Una aplanadora con velocidad crucero. No por algo a Divididos le quedó parte del nombre que llevaba el debut de Sumo. Aquello de Divididos por la felicidad era un homenaje a Joy Division, una de las bandas más trascendentes del post-punk británico.
La apertura fue poderosa. Un bosquejo de lo que vendría. Y lo que vendría sería demoledor. Haciendo cola para nacer y El ojo blindado (auto-homenaje a Sumo y al pelado Prodan), hasta el cierre con Ala delta, pasando por Tengo (de Sandro), Capo-capón, Tanto anteojo, La ñapi de mamá, Qué tal, Sábado, Azulejo, Spaghetti del rock, Par mil, Pepe Lui, Sisters, Mantecoso, Perro funk, Tomando mate en La Paz, Voodoo Child (de Hendrix), Amapola del 66 (dedicada a Gustavo Cerati), Paraguay, Paisano de Hurlingham , Rasputín, El 38 y Sucio y desprolijo (Pappo’s Blues, el homenaje de siempre al Carpo).
Una seguidilla en ese armado del setlist (lista de temas) donde bajó el tempo, pero no la energía. Un repaso discográfico equitativo. Transcurriendo por Acariciando lo áspero, Vengo del placard de otro, La era de la boludez, Narigón del siglo, o el último trabajo, Amapola del 66. Desde la balada (Spaghetti del rock), la confesión introspectiva, esa búsqueda interior que intenta contagiar -“Soy el hombre que espera el alma”- (Par mil) o la influencia reggae (alta versión de Sisters). Y en esa referencia y saludo obligado a Hendrix, nunca el derrape. Con el bonus track de hacerlo con su boca o con la zapatilla de siempre. Así, de las más roqueras a las más telúricas, fueron sucediéndose de a una. Como un cross de derecha a la mandíbula. Y un público que cantó varias, se conmovió en otras, se sacudió y siempre se mostró dispuesto a escuchar.
Mezclando influencias a la perfección, el sonido es único. Esa capacidad de aturdir y conmover. Una vez más se encargaron de recordar a todos cómo fue que se ganaron el apodo que los marcó desde la época de Acariciando lo áspero. Un trángulo de poder. Mollo entonando con esa voz inconfundible, y dejando siempre la impresión de que todas las violas parecen quedar chicas en sus manos precisas; Arnedo slapeando, quebrándose y mirando a su bajo, machacándolo de manera escalonada y con esa digitación veloz que es su sello personal; Catriel, el joven con dotes de pulpo, empapando su remera. De a ratos es John Bonham. Cada baquetazo como con rabia. Como una amalgama perfecta. Bajo y batería, desatando una tormenta hiperactiva.
Pese a lo masivo de la convocatoria (se reunieron más de dos mil quinientas personas), fue como una fiesta íntima en la que Divididos mostró una vez más su capacidad de aturdir y conmover. El virtuosismo de tres musicazos sin otro objetivo que rockear.Una banda definitiva de la escena argentina. ¿Qué otra está en condiciones de merecer un apodo como “la aplanadora”?. El público marchó feliz a casa. Un público que no fue a sorprenderse. Fue a renovar el estupor que la banda produce. Aún hoy la intensidad de sus presentaciones en vivo es increíble. La fiesta había concluido. Más no se podía pedir. La aplanadora les había pasado por encima.


