El embrujo de los sueños

La legendaria villa es de madera, de dos pisos, está rodeada por un jardín de ensueños y fantasías donde se mezclan fragancias de hortensias, magnolias, dalias, romeros, lavandas y laureles. Francisca Ocampo de Ocampo la compró cuando corría la primera década del siglo veinte a la empresa inglesa Boultoun & Paul. Corría el año 1912 y la casa comprada viajó en barco, desarmada como un rompecabezas, a través del Atlántico. La armaron en Mar del Plata, en la manzana rodeada por las calles Arenales, Lamadrid, Matheu y Saavedra, una zona que por entonces se conocía como «La loma del tiro de la paloma». Claro que años después, los límites de la propiedad se redujeron a la mitad y de esos tiempos quedó como testimonio el magnífico árbol que todavía custodia la calle Quintana, pavimentada en zigzag luego de que la propia Victoria peleara, a brazo partido, para que la Municipalidad desistiera de voltearlo.
Victoria Ocampo recibió la villa como obsequio de su tía abuela y madrina cuando comenzaban los años ´20 y la escritora había cumplido poco más de treinta años. Hasta su muerte, jamás dejó de ir a Mar del Plata para compartir largas temporadas en la ciudad. Un idilio sólo interrumpido por el adiós definitivo del 21 de septiembre de 1979, cuando falleció en Buenos Aires. Solía quedarse desde diciembre hasta mayo, cuando el invierno asomaba sus frías narices en el horizonte marino y los árboles parecían esqueletos. Pero la atracción era muy fuerte y a veces, durante el invierno, caía en la tentación de cambiar el aire porteño por el marplatense.
Casi siempre viajaba conduciendo su auto pero no lo hacía sola: siempre la acompañaba Fani, su mucama. Así, se convertía en una nativa más, aunque era difícil que pasara desapercibida ya que la delataban sus legendarios lentes, el aire elegante con el que se movía, la fortaleza vital que contagiaba a su paso. Paseaba por la Rambla, visitaba librerías, charlaba con los lugareños, iba al cine muy asiduamente y le gustaba ejercer la crítica cinematográfica. Jamás dejó de escribir sobre la casa y la ciudad. Prefería los médanos de las playas del sur –ahora Punta Mogotes– dominados por el faro y también las arenas de Playa Grande. Era buena nadadora, disfrutaba las caminatas por la costa y la ciudad bañada por los colores ocres del otoño. Sus palabras son recuerdos vivos. Emociones que todavía, en la villa, con los ojos cerrados, podemos compartir.
“Abandonado por los veraneantes y los turistas, Mar del Plata brilla bajo la luz de abril” –escribe Victoria en 1940-. “El silencio gana terreno cada día y se instala alrededor de los árboles cuyas hojas amarillean, lentamente en calma (así me gustaría encanecer). Ese amarillo se ha bebido todo el sol del verano, hasta apoderarse definitivamente de él: es suave entre tanto verdes. El de las lambercianas se vuelve más aterciopelado y profundo, por contraste. Huele a resina cuando apartamos las ramas para acercar la cara al árbol como a un ramo. El otoño está en el jardín y el jardín me rodea como un lago. El viento pasa con distinta sonoridad entre los pinos y entre los plátanos. Mar en las casuarinas, enagua de seda en los phoenix. Los pájaros cantan ya muy poco. No me despiertan por la mañana. Quizá sea porque el follaje está menos espeso y se ven más: no tienen necesidad de llamarse”.
La villa no sólo conserva el espíritu fértil de su dueña; en los rincones y galerías, las habitaciones y el parque aún perviven los ecos de quienes llegaron invitados por Victoria, quienes descubrieron melodías y hechizos nuevos. Basta mencionar a Gabriela Mistral, Waldo Frank, Alfonso Reyes, Roger Caillois, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Eduardo Mallea, José Pepe Bianco, Enrique Pezzoni, Maria Rosa Oliver, Rabindranath Tagore y Saint-John Perse, entre otros. La estela dejada por Victoria Ocampo aquí jamás se agota. Y para que la magia renazca y nos alcance sólo hace falta cerrar los ojos un momento, mientras el viento atraviesa las ramas del parque con suavidad, y dejar que nos contagie el embrujo de los sueños que nunca abandonan el sitio.

Fotos: Raúl Bertone

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Autor

Raúl Bertone