Gauchos flotando fuera del tiempo

La pintura y el dibujo le servían a Florencio Molina Campos para luchar contra la tediosa rutina de escritorio. Nunca fue pintor de caballete. El impresionante detallismo de sus obras es producto de una obsesión: pintaba sobre una mesa, como escribiendo, y su obra tiene algo de la lógica del miniaturista. Tampoco recurrió a la fotografía: su producción completa viene del archivo de la memoria.
Molina Campos conocía perfectamente el arte europeo, era un hombre culto. Sus paisanos y paisajes era su modo artificioso de evocar un mundo. Pero no era un ingenuo y la prueba de ello es justamente el sentido del humor. El humor es siempre resultado de una distancia. Y en Molina ese alejarse del mundo y la rutina de los adultos era su modo de recuperar el campo y su gente con otros ojos: un ejercicio de introspección a través de la mirada.
Hay dos célebres negativas de Molina Campos al poder: una al poder económico del Norte y otra al poder político del Sur. El primero no se lo dijo a Rockefeller cuando éste le ofreció una fortuna para ilustrar una serie sobre la saga del Oeste norteamericano y la vida de los cowboys. Molina -como una suerte de Bartleby criollo- prefirió no hacerlo. El segundo no fue para Perón, cuando el general le pidió que utilizara su capacidad como caricaturista para ridiculizar a los políticos de la oposición.
La cumbre de su popularidad la obtuvo como ilustrador para los almanaques de Alpargatas, de los cuales se tiraron en total dieciocho millones de ejemplares. De allí también nació el prejuicio que hizo que su obra pictórica fuera ninguneada por la “alta cultura”, que se negó durante mucho tiempo a considerarla parte de la gran pintura argentina. Su obra es una minuciosa construcción fabricada con el recuerdo. Sus dibujos y pinturas apelan tanto al refinamiento existencial (en el tratamiento del paisaje) como a la pincelada caricaturesca (en el detalle de costumbres y personajes). Sin embargo, hay una rara ternura en ese componente caricaturesco: el ridículo no forma parte de la poética de Molina Campos.

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Su mirada no era indulgente. El cielo infinito, la tierra inculta, los árboles, los ranchos y la pampa construyen la escena. La vida de los paisanos transcurre en un paisaje atravesado por el horizonte. Sus gauchos no son del siglo pasado, ni tampoco son los gauchos suburbanos de este tiempo. Están flotando fuera del tiempo, tan impregnados por la literatura gauchesca como por sus propias diversiones, obligaciones y saberes. Molina Campos construye con ellos una suerte de paraíso paisano en el territorio infinito de la ficción.
En la obra de Molina no hay terratenientes ni lúmpenes, sólo arquetipos populares. Sin embargo, en casi todas las obras ocupa un lugar muy destacado la dentadura, tanto de paisanos como de caballos: según el poeta Enrique Molina, “esa parte visible del esqueleto” es señal del hambre, la risa y la voracidad. Molina Campos fue algo así como una especie de dandy metafísico.
Seguramente, hoy día repelería el circo que se monta muchas veces para promocionar exposiciones, exhibiendo la farandulización del arte y el vaciamiento de sentido que yace debajo de ciertas clases de operaciones culturales. Sus paisanos hacían filosofía con las cosas de todos los días. Escribía consejos de forma explícita o implícita, dejando siempre una moraleja. Cada bicho que se mueve, cada objeto inánime de la llanura establece un contraste y marca una nota distintiva, cada actitud está asociada a un comportamiento ético. Todo metido en esa misma existencia “optimista” donde se funden trabajo y descanso, viaje y espera, soledad y compañía.

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Autor

Raúl Bertone