Quiroga, como Faulkner, era más bien bajo. También como él rehuía hasta cierto punto las reuniones «del ambiente», la prensa, los medios. También como él, era acusado de «costumbrismo», de torpeza estilística, de envidias. Pero cuando se lo veía ir trepando hacia el estallido, daba miedo. El drama entre la transitoriedad del hombre y su búsqueda de algún absoluto -el amor, un lugar en el mundo-, la fascinación y el horror de la muerte, son los grandes temas de Quiroga. Y no solo en sus cuentos de intención trascendental, que generalmente ubica en la ciudad y en los que habla de los celos, las taras psicológicas o el crimen, sino precisamente en aquellos cuyo ámbito es la selva.
A machetazos por el monte. Lo imagino así. Flaco, desgarbado, con su espesa barba. Sobre una moto destartalada recorriendo cientos de kilómetros con el objetivo de visitar a una amiga que vivía en Rosario; allí, en plena selva, desafiando a ese sol «capaz de matar una termita en tres minutos y una víbora en veinticinco», como lo escribió en una de sus cartas. A puro remo durante dos días, transitando ida y vuelta los ciento veinte kilómetros entre Posadas y San Ignacio; con sus manos levantando dos casas, con sus manos para ayudar a venir al mundo a su primera hija. Sí, el desafío siempre. Quiroga no se entregaba pasivamente.
Escribió más de una vez sobre la técnica del cuento. Eran textos que adquirían forma de decálogo. Era el destilado del modo en que los distintos lugares donde vivió o estuvo (Salto, París, Montevideo, Buenos Aires, el Chaco, Misiones) terminaban por armarse de otra manera, tensa y absoluta, en sus cuentos. Y a partir de una vida compleja,plagada de movimientos, que terminó estableciéndose en un difícil equilibrio entre Misiones y Buenos Aires, construyò una obra increíblemente compleja.
El apellido Quiroga parecía tener el gatillo fácil: el padre, buen cazador, se mató accidentalmente al bajar de un bote; el padrastro, que quedó inválido, se voló la cabeza apretando el gatillo con los dedos del pie válido que le quedaba; mientras Horacio limpiaba un arma que su amigo Federico Ferrando usaría en un duelo, se le escapó un tiro certerísimo que lo mató; ya en la etapa misionera, su muy joven esposa Ana María, después de incontables discusiones y dos hijos, tomó una «fuerte dosis de sublimado» y agonizó durante tres días. Fuera de su recorrido biográfico, sus dos hijos mayores, Egle y Darío, también se suicidarían. Un sino trágico y parejo.
Sorprende el prodigioso poder de recuperación en cada una de esas instancias. Reaccionando con más trabajo, más comprensión. No sólo cerró a cal y canto esa etapa: el forzoso acercamiento a sus dos hijos, que cumplió con rigor de padre severo, dio origen a los Cuentos de la selva, sin parangón en lengua castellana, donde la capacidad de usar un lenguaje llano y a la vez vívido, visual, va acompañada por la clara decisión de no ahorrar lo que la vida, en especial la animal, tiene de cruel y mortífera.
«En San Ignacio conocíasele como individuo exótico, mensú no asalariado, lunático y caprichoso, que arriesgaba la vida porque sí en los días de correntada, cuando ni los nadadores se aventuraban en el río, y que se pasaba horas y horas al sol, talando y carpiendo, cultivando plantas raras y calafateando canoas de paseo. De otras particularidades no se sabía mucho más, y su aureola de salvaje sentimental no fulgía en la selva. Apenas se sabía allá que era escritor, sinónimo de chiflado, que se ponía de punta en blanco al caer la tarde y que le daba por los libros». Cierta distancia entre buscada y rechazada que hacía que la gente de Misiones lo viera así, según Martínez Estrada.
Los arrecifes de coral, El crimen del otro y Los perseguidos no permiten prever la explosión que fue, diez años después, Cuentos de amor de locura y de muerte. Era 1917 y habían pasado muchas cosas en su vida. De ese crisol como los viajes, la muerte, el descubrir que lo que escribe puede ser fuente de ingresos y de haber pasado de su admirado Poe a Dostoievski en sus lecturas extrajo el estilo con el que están escritos La gallina degollada, El almohadón de plumas, A la deriva o Los mensú. Así, hasta llegar a la impecable culminación de Los desterrados, donde acentuó su perfil «selvático», el escritor de la frondosa barba desprolija. Y la muerte. Su obra y su vida hablan de ella. A la deriva, El hijo, Un peón, El hombre muerto, son alegorías al mismo tiempo que sortilegios contra la muerte. No se dejará morir. Quiroga se mata. Ni aceptación ni pasividad. Maldito. Así. Como él quería, sin adjetivos innecesarios. «Si hallas el (sustantivo) que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.»
Decálogo del perfecto cuentista
I
Cree en un maestro —Poe, Maupassant, Kipling, Chejov— como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: «Desde el río soplaba el viento frío», no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.
Horacio Quiroga