La sangre en movimiento

Narrador inagotable. Vivió endeudado eternamente y para escapar de quienes le reclamaban, adoptó cientos de disfraces. Evitaba la repetición de la vida y para ello se adentró en aventuras como un verdadero jugador de destinos. «La comedia humana» es una obra arrasadora. Retrata su ambición de combatir la impotencia humana y la debilidad. Le daba tantos escalofríos la brevedad de la vida como la inacción. Allí concentró una ciudad y todos sus personajes. Balzac, el inmenso Balzac, vivió con doble intensidad diurna y nocturna. Enfocado en todas las direcciones disímiles y posibles. Con el café y su blanca cafetera, aliados a los que llamó «el evangelio de la vigilia y el trabajo intelectual». El café era el antídoto contra las debilidades del ser. En su Tratado sobre los excitantes modernos escribió: “En cuanto se lo toma, todo se despierta. Las ideas se agitan como batallones del Gran Ejército en el campo de batalla, y la batalla tiene lugar. Los recuerdos acuden a paso de combate, con las banderas desplegadas. La caballería ligera de las comparaciones se despliega con un magnífico galope. Las figuras se levantan, el papel se cubre de tinta porque la vigilia comienza y termina con torrentes de agua negra, como la batalla se tiñe con la negra pólvora”. El café “pone la sangre en movimiento, activa a los espíritus motores: la excitación que provoca precipita la digestión, aleja el sueño y mantiene despierto mucho más tiempo el ejercicio de las facultades mentales”. Balzac, vestido con su bata blanca, forjó personajes corrompidos por la vida, vacíos de toda compasión, incapaces de cualquier clemencia. Cortesanas, notarios, escribanos, putas, soñadores, cobardes, abogados, clérigos corruptos, jugadores. Construyó vidas humanas, personajes como si, espesos como el café por el agua hervida, sucedieran aparecidos en cuerpo y alma de su mesa de escribir.

El elixir de larga vida (fragmento)

» Tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Belsasar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
-Señor; vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: «Lo siento, esto no pasa todos los días».
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta.»


Petrilla (fragmento)

«Aquella persona era una mujer. Ningún hombre abandona las dulzuras del sueño matinal para escuchar a un trovador de chaqueta: sólo a una mujer la despierta un canto de amor. En efecto, una mujer era, y una solterona. Cuando hubo abierto las persianas, miró con un gesto de murciélago en todas direcciones, y sólo pudo oír vagamente los pasos de Brigaut, que huía. ¿Hay algo más horrible de ver que la aparición matinal de una solterona fea a la ventana? Entre todos los espectáculos grotescos que regocijan a los viajeros cuando atraviesan los pueblos, ¿no es éste el más desagradable? Es demasiado triste, demasiado repulsivo para reírse de él.
Aquella solterona con el oído tan alerta se presentaba desprovista de los artificios de toda clase que solía emplear para embellecerse: sin el rodete de cabellos postizos y sin gorguera. Llevaba ese horrible saquete de tela negra con que las solteronas se envuelven el occipucio y que asomaba bajo la cofia de dormir, levantada por los movimientos del sueño. Tal desorden daba a aquella cabeza el aspecto amenazador que los pintores atribuyen a las brujas. Las sienes, las orejas y la nuca nada ocultas dejaban adivinar su carácter árido y seco; sus profundas arrugas estaban subrayadas por tonos rojos, desagradables a la vista y que acentuaba más aún el color casi blanco de la chambra, atada al cuello con cordones retorcidos. Los bostezos de la chambra entreabierta dejaban ver un pecho comparable al de una vieja campesina poco preocupada de su fealdad. El brazo, descarnado, hacía el efecto de un bastón en el cual se hubiese puesto una tela. Vista en la ventana, aquella señorita parecía de alta estatura a causa de la fuerza y la extensión de su rostro, que recordaba la inusitada amplitud de algunas caras suizas.
Su fisonomía, cuyos rasgos pecaban por falta de conjunto, tenía por carácter principal una sequedad de líneas, una acritud de tonos, una insensibilidad en el fondo que habrían producido desagrado a cualquier fisonomista. Aquella expresión, visible en el momento en que la describimos, se modificaba habitualmente gracias a una especie de sonrisa comercial, a una estupidez burguesa capaz de imitar tan bien a la bondad, que las personas con quienes vivía la señorita podían muy bien tomarla por un ser excelente. Poseía aquella casa pro indiviso con su hermano.
El hermano dormía tan tranquilamente en su alcoba, que la orquesta de la Opera no le habría despertado, ¡y eso que el diapasón de la tal orquesta es célebre! La solterona sacó la cabeza fuera de la ventana; alzó a la guardilla sus ojuelos, de un azul pálido y frío, de pestañas cortas y párpados hinchados casi siempre en los bordes; intentó ver a Petrilla, pero luego de haber reconocido la inutilidad de su maniobra, se volvió a su dormitorio, con un movimiento semejante al de una tortuga que esconde la cabeza después de haberla sacado del caparazón. Las persianas se cerraron, y ya no turbó el silencio de la plaza más que el paso de los aldeanos que llegaban o el de los vecinos madrugadores. Cuando hay una solterona en una casa, los perros de guarda son inútiles; no ocurre el menor suceso que ella no vea y no comente y del cual no saque todas las consecuencias posibles.
Así, aquella circunstancia iba a dar motivo a graves suposiciones: a abrir uno de esos dramas obscuros que se desarrollan en familia y que no por permanecer secretos son menos terribles, contando con que me permitáis aplicar la palabra drama a esta escena doméstica. Petrilla no se acostó de nuevo. Para ella, la llegada de Brigaut era un acontecimiento enorme. Durante la noche, edén de los desgraciados, olvidaba sus enojos, las incomodidades que durante todo el día tenía que soportar. Como le sucede al héroe de no sé qué balada alemana o rusa, su sueño le parecía una vida feliz y el día un mal sueño. Al cabo de tres años acababa de tener por vez primera un despertar agradable. Había sentido en su alma el canto melodioso de los recuerdos poéticos de su infancia. La primera estrofa la oyó en sueños todavía; la segunda la hizo levantarse sobresaltada; a la tercera dudó, porque los desgraciados son de la escuela de Santo Tomás; a la cuarta estrofa, habiéndose acercado en camisa y con los pies descalzos a la ventana, vio a Brigaut, su amigo de la infancia. ¡Ah, sí! Aquélla era la chaqueta de faldoncillos bruscamente cortados y cuyos bolsillos bailotean sobre los riñones, la chaqueta de paño azul clásica en Bretaña; el chaleco de basto paño de Ruan, la camisa de lino cerrada con un corazón de oro, el gran cuello arrollado, los pendientes, los gruesos zapatos, el pantalón de lino azul crudo desigualmente desteñido, todas esas cosas, en fin, humildes y fuertes que constituyen el traje de un bretón pobre. Los grandes botones blancos, de asta, del chaleco y de la chaqueta hicieron palpitar el corazón de Petrilla. Al ver el ramo de aulaga, las lágrimas arrasaron sus ojos; luego, un horrible terror oprimió en su alma las flores del recuerdo un instante abiertas.»

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Autor

Raúl Bertone