La sombra de un banco

La sombra de un banco. Un cuento de Williams Tobares

El banco estaba tibio cuando me senté.

Antes había sido blanco, antes era azul, antes era banco.

La pintura se le caía en escamas como si se deshiciera de su propia memoria. Me senté allí, en la plaza desierta. No había más que viento y un perro que parecía parte del mobiliario. El pueblo entero olía a madera vieja y a pan que ya no se hornea.

No lo vi llegar. Cuando alcé la vista, estaba sentado frente a mí, como si hubiera estado esperándome desde siempre.

Aparentaba tener unos 18 años; y en sus ojos cargaba un mundo que todavía no conocía.

—Quería verte —me dijo.


—Yo también quería verme —le respondí.

Se acomodó en el asiento, curioso.


—¿Voy a poder ser médico?

Lo miré. No podía decirle la verdad, pero tampoco mentirle.


—Vas a aprender mucho de lo que duele. Y a veces, eso es más que ser médico.

—¿Y el trabajo con papá en el campo? ¿Sirve de algo?

—Las manos recordarán antes que la cabeza. Y, cuando lo olvides todo, serán tus manos las que te digan quién fuiste.

El viento sur arrastró un remolino de polvo entre nosotros. Por un momento, pareció que íbamos a desaparecer con él.

—¿La familia está bien? —preguntó.


—Lo está. Aunque algunas ausencias no dejan de quedarse.

Se quedó callado, pero sus dedos jugaban con la costura del pantalón.


—¿Voy a cumplir todos mis sueños?

No quise mirar sus ojos cuando respondí.


—Algunos. Los otros seguirán esperándote. A veces, cumplir un sueño no es alcanzarlo, sino seguir soñándolo.

Sonrió, como quien guarda un secreto.


—Entonces puedo seguir.

—Siempre se puede —le dije—. A cualquier edad, si se aprende a no contar los años.

El perro bostezó. El viento volvió a soplar como si quisiera barrer los años entre nosotros.

Mientras que el pueblo seguía perdido en el olvido.

Me costaba, pero volví a levantar la cabeza.

Sus ojos, los míos de hace veinte años, me miraban con una mezcla de ansiedad y ternura.

—¿Papá sigue bien? ¿Sigue fuerte? —preguntó de golpe, como si esa fuera la pregunta que había guardado para el final.


—Sigue vivo —dije, y vi cómo sus hombros se aflojaban—.

Pero no es tan fuerte como ahora lo ves.


—¿Por qué?


—El tiempo tiene maneras extrañas de doblar la madera más dura.

Y a veces no es el tiempo… A veces es un accidente.

Algo que le roba un poco de fuerza, pero no la voluntad.

Se quedó callado. El perro nos miró por un instante, como si entendiera.

—¿Entonces ya no puedo confiar en él?

O todo lo que me enseñe en el campo —insistió.

—¡No me servirá de nada! —parecía que esa respuesta lo torturaba.


—Lo que aprendas de él ahora será suficiente para que lo recuerdes toda la vida. Lo demás… lo inventará tu memoria. Y créeme, la memoria también enseña.

El sol caía en un ángulo extraño, como si quisiera alcanzarnos y no pudiera. El banco crujió. Pensé que quizás, en algún otro tiempo, en algún otro pliegue, otro yo; estaría sentado en otro banco respondiendo las mismas preguntas.

—¿Esto que está pasando… es un sueño? —preguntó él.


—Tal vez —dije—. Tal vez no haya más diferencia entre soñar y recordar.

El polvo se levantó en espiral, dibujando un círculo perfecto a nuestros pies. Lo vi girar, y supe que estábamos dentro de algo que se cerraba sobre sí mismo.

Él me miró con una media sonrisa.


—Si algún día me olvido de este momento… ¿vos lo vas a recordar?


—No. —Me incliné hacia adelante—. Pero lo seguirá recordando el banco.

Nos quedamos en silencio. Sentí que la plaza respiraba.

El viento, las dunas y la pobreza de ese pueblo, detenido en la inopia y el olvido eran parte de una ruina infinita: No la ruina de las cosas que se rompen, sino la de las cosas que nunca terminan de suceder.

Un instante después, él ya no estaba. No se levantó ni se alejó: Simplemente dejó de ocupar espacio, como si lo hubiera absorbido el pliegue del tiempo.

Me quedé solo. El banco seguía sin decidir de qué color era.

El perro volvió a dormirse. El sol siguió su curso indiferente. Y yo me quedé, mirando la sombra del banco. Era una sombra larga, torcida, que se estiraba sobre el piso, intentando alcanzar algo imposible.

No sé si yo fui el visitante o el visitado. No sé si el banco nos inventó o si nosotros inventamos al banco.

Solo sé que, cada vez que el viento levanta polvo en esa plaza, escucho dos voces conversando… y no logro saber cuál de ellas es la mía.

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