En el tango Talán, talán, Alberto Vacarezza alude al pregón de un itálico frutero de la reciente inmigración: «…ranca, manana, torano e pera…/Ya viene el tano por la vereda…Naranja, banana, durazno…». En las primeras décadas del siglo pasado, las maneras de algunos vendedores ambulantes recordaban viejos usos coloniales, enriquecidos con el color de la inmigración. El frutero o verdulero indagaba porfiadamente, puerta por puerta, ofreciendo una importante variedad de frutas y verduras. Con su carro atiborrado de cajones y canastas con hortalizas, con grandes manojos colgantes de apios.
La venta callejera estuvo enmarcada por un especial folklore comercial que las transformaciones industriales hicieron desaparecer. Estaba el lechero, que recorría los barrios que aquí comenzaban a gestarse, apareciendo a la mañana bien temprano con su producto fresco, importante componente del régimen alimentario familiar; el mimbrero -o sillero-, también marchando con un carro tirado por un noble caballo, o el zapatero remendón, dedicando su jornada para recoger los zapatos por reparar para entregarlos al día siguiente. El herrero era otra referencia importante. Mediante su forja, yunque y martillos elaboraba objetos de metal, comúnmente acero o hierro, de necesidad para toda la sociedad.
Eran, aquellos, tiempos que acompañaron el crecimiento de la otrora aldea piquense, y en los que tampoco existían los lavarropas, por ende las prendas se lavaban a mano, y en ese sentido las lavanderas cumplían un rol importante brindando su tarea, trabajando en los patios con sus piletones y sus fuentones de zinc. O el colchonero ofreciendo los servicios de su cardadora, aparato de madera con temibles filas de púas curvas. La lana de los colchones se apelmazaba con el uso durante meses, y era necesario su accionar para que varease la lana, desapelmazándola para poder ser utilizado como el primer día.
En los años 30 era común que en la calle se vendieran aves de corral, como también la presencia de otro personaje singular: el canastero. Se dejaba ver con ese carro, cargado hasta alturas alarmantes, con sillones de mimbre, banquitos, escobas y plumeros. Otro oficio que casi se ha extinguido es el del afilador. Los vecinos solían escuchar ese característico sonido de la flauta de Pan, marchando con su amoladora montada en una especie de carretilla con una rueda hasta convertirse con el tiempo en la más práctica bicicleta adaptada. Allí instrumentos con filo, tal como cuchillos o tijeras, recuperaban esa capacidad para los que habían sido creados.
Los sastres fueron los artesanos cuyo trabajo en el mundo de la costura abarcaba la mayoría de las labores que se demandaban para la «construcción» de las prendas femeninas y masculinas. A justa medida con hilo y aguja. A su vez, la salida laboral para los menores y adolescentes a partir de la década del 30 era como canillita o lustrabotas. Este viejo oficio que comenzó con el uso de los zapatos y botas de cuero, fue una importante colaboración para «parar la olla» en las familias de condición precaria. El mini emprendimiento se concentraba en el cajón que llevaba las tintas, pinceles, ceras y betunes, con los cepillos marrón, negro y las franelas de lustrado.
Y esas sillas de cuero albergando hombres vestidos con delantales. Todos esperando al barbero. Y a su navaja de afeitar. Con la habilidad de sus manos se ganaban el sustento. Transformando rostros, rejuveneciéndolos con los finos pases de la navaja. Rasurarse la barba no solamente era un acto estético que se cumplía con cierta frecuencia y regularidad, sino la participación, con el barbero y su parroquia, en una conversación fecunda que iba, invariablemente, del fútbol a la política. Sólo nos queda el título de la ópera bufa «El barbero de Sevilla», con la música de Rossini y el texto de Cesare Sterbini. Con el transcurrir de los años y la aparición de las peluquerías unisex, el nombre cayó en desuso, llamándose únicamente peluqueros.
Las costumbres van cambiando. Cada día nueva tecnología nos inunda, relegando al olvido profesiones y oficios que antaño fueron esenciales. Algunos solamente cambiaron de nombre, otros perdieron su puesto en la sociedad sustituídos por una máquina, o a causa de un sistema económico que les hizo imposible competir en precios para ganarse el sustento. En el Museo Regional Maracó de nuestra ciudad (calle 17 esquina 14), se puede apreciar, de lunes a viernes en el horario de 9:00 a 15:00, la muestra temporaria denominada «Los oficios que se van perdiendo…». Se trata de una exposición sobre oficios que ya no existen o están en proceso de desaparecer por el paso del tiempo y los cambios tecnológicos, y en la misma son exhibidos elementos y herramientas que forman parte del patrimonio del museo, además de una galería fotográfica, para que recuerden los mayores y conozcan los más jóvenes.
Unos pocos luchan aún por mantener la tradición contra la indiferencia y la poca demanda. Pero una parte de nuestra sociedad disfrutó de sus peculiares sonidos, sabores y servicios, y ve con nostalgia la paulatina desaparición de estos personajes urbanos. Los oficios eran mucho más que el sustento de la familia: eran las carreras de las personas, en la cual se reflejaban deseos, anhelos y sueños.

Integrantes de La Productora de Arte le dieron vida a distintos oficios en ocasión de la apertura de la muestra.
Foto de portada: Afiladores conversando en una postal de los ’60. (Colección Joaquín Rodríguez).

