En contraste con la prudencia reverencial que muchos músicos actuales profesan por el legado de sus mayores, Hendrix tocaba la guitarra como si la hubiese inventado. Tras esa imagen efectista del hombre que toca con la boca o con la bragueta, había una transgresión mucho más radial: la de tocar la guitarra fuera de toda ortodoxia instrumental. Hendrix se paraba de otra manera, tomaba el instrumento de otra manera, deslizaba sus largos dedos por el diapasón de otra manera.
La primera lección que dan los profesores de guitarra es no poner el dedo pulgar de la mano izquierda -la derecha de Hendrix- como lo hacía el autor de Voodoo Child. Si bien su sentido del ritmo y su gusto para el fraseo remiten al arte musical de algunos bluesmen célebres, el ejercicio de las influencias y las genealogías resulta infructuoso. Buen intérprete de blues, Hendrix nunca fue exactamente un músico de blues.
¿Qué tiene Hendrix que no tengan los demás? ¿Por qué su música, hija dilecta de un contexto epocal muy significativo, se resiste con éxito al clisé sesentista? Se trata, antes que nada, de una música de fuerte sentido innovador. Y aquí tal vez quepa un poco de nostalgia: Hendrix pertenece a una época en la que el futuro no era una especulación desalentadora. Los músicos no miraban hacia atrás en busca de inspiración. Tres años antes de su muerte, el notable saxofonista John Coltrane se iba del mundo sin cerrar su ciclo creativo. Había en su música la promesa de una nueva alborada musical. Sus últimas grabaciones apuntan en una nueva dirección. Nada de balances ni epitafios.
El mismo Hendrix creía en la novedad de su música, y solía alentar a los demás en esa fe. No es un dato anecdótico que Miles Davis haya pensado en grabar con él, y que aún se sigan haciendo cálculos sobre la música que estaría tocando en este tiempo. Entrevistado por Valerie Wilmer en el ‘68, Hendrix decía: “Me interesa la música de Albert King y Elmore James, pero si uno trata de copiarlos, de tocar nota por nota, la mente se extravía, se pierde. Creo que hay que tomar esa música pero hacer con ella algo totalmente diferente, irse a otro lugar”.
Audaz compositor y explorador del rock, llegó a Londres en el 68, cuando el pop británico ya estaba funcionando a toda máquina; nadie puede afirmar que el hasta ese momento discreto guitarrista nacido en Seattle haya sido realmente importante para gente como Eric Clapton o Jeff Beck. Virtuoso de su instrumento, su estilo nunca fue el más veloz ni el mejor preparado técnicamente. Todas y cada una de esta situaciones paradójicas fueron dando, por decantación o por extraña combinación, el fenómeno Hendrix.
Ya a fines del ‘67 (murió en 1970, a los 27 años), unas pocas grabaciones lo habían convertido en el mejor. Su alucinada sonoridad (cargada de distorsión, efectos de pedal y reverberancia) parecía estar llevando a la práctica musical algunas de las ideas de McLuhan sobre los medios electrónicos como extensión sensible de nuestro sistema nervioso. Pero Hendrix iba más allá de una visión optimista sobre el futuro de la comunicación. No era precisamente un integrado, sino más bien un artista al borde del abismo. De manera visceral, casi obscena, exhibía públicamente la estructura de su sistema nervioso, el funcionamiento de una mente musical que buscaba nuevas combinaciones en un estado de vértigo permanente.
A mis trece años ví con atención una de sus performances, esas en las que literalmente hacía arder su guitarra. La pantalla del televisor no mentía en esa tarde del ’83. Comprobé a través de la imagen y el sonido todo lo bueno que me decían algunos muchachos del barrio que gastaban horas trocando cassettes, esos adelantados en cuestiones musicales que sacaban a relucir la chapa del conocimiento ante uno que recién empezaba a romper el cascarón.
Lo de esa vez fue más que suficiente para mí. Festival de Monterrey y la culminación sobre el escenario a su manera, quemando su Fender Stratocaster como muestra de agradecimiento a su gente. Seguramente queriendo simbolizar así que había sido el súmmun y que esas cuerdas jamás podían ser usadas en una actuación al menos parecida. La imagen y el sonido en una sesión muy parecida a lo que pueden dejar ver dos amantes que no logran despegarse de tanta pasión y caricia.
En temas como Little Wing, Bold as Love, The Wind Cries Mary y el maravilloso Hey Joe la armonía está como sugerida, flotando entre frase y frase, bosquejada en dos notas o mantenida como un eco que contiene todas las voces que fueron y todas las que vendrán. Privilegiando el timbre y la textura por encima de la complejidad armónica, Hendrix fue el maestro de la insinuación y la sugerencia. Sigue emocionando su energía sin límites, su violencia sonora, pero también ese sutil talento para trabajar con gran rigor estético los silencios. Esas pequeñas partículas entre explosión y explosión.
Una mente musical en estado de vértigo permanente
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