Vivir en este mundo que, a veces, puede asemejarse a un infierno

A lo largo de la vida de Malcolm Lowry abundaron las situaciones patéticas, y también los momentos de tragedia. A Lowry le costaba una hazaña la rutina de escribir: era el único enfrentamiento que estaba a la altura de la bebida. Entraba en una especie de forcejeo físico con el texto: comenzaba con la idea de hacer un cuento, descubría que tenía entre manos una novela corta, que se ramificaba hasta ser una novela larga, que a su vez se desbordaba, superándolo y superándolo. Tomaba notas continuamente de personajes, atmósferas, frases escuchadas al pasar, ideas, en pequeñas libretas.
Como Poe, como Baudelaire, Lowry mantuvo una difícil relación con una figura paterna autoritaria (en su caso, el padre biológico), que le exigía tributos de culpa y manifestaba afecto forzado mediante escasos (aunque periódicos) envíos de dinero. A pesar del tórax poderoso, el joven Lowry tenía manos pequeñas y regordetas, no adecuadas para el piano, pero sí para el ukelele. Conflictuado, infantil, sentía que cada mañana se enfrentaba a la impotencia, vital, literaria, sexual. Pero sabía reír, hipnotizar con una historia laberíntica, ser bruscamente generoso.
Un parroquiano anónimo de los bares que Lowry solía frecuentar dijo: “Me basta ver a este cabrón un instante para andar contento cinco días. Y no exagero.” Pero era un parroquiano, desde luego. Los amigos, los conocidos, los familiares tenían que soportar a este hombre a la vez insondablemente querible, e insoportable por completo. “No podía afeitarse. En lugar de cinturón, se amarraba a la cintura una cuerda o una corbata vieja. Cada mañana necesitaba dos o tres dedos de ginebra en el jugo de naranja para fijar el pulso y tomar el desayuno, que bien podría ser su único alimento sólido durante el día. De ahí en adelante, el evanescente color amarillo del vaso apenas servía para disfrazar el hecho de que estaba tomando ginebra pura, durante horas y horas. Al fin se levantaba, a veces con suficiente conciencia de su estado, para ir dando tumbos hasta la cama, aunque lo más frecuente era que se derrumbara sobre una silla y, una vez, sobre mi tocadiscos. Después tosía y farfullaba toda la noche, como una gran máquina defectuosa y a punto de detenerse”. Eso dejó asentado uno de sus amigos, David Markson, que lo tuvo de huésped.

libro

De esa vida caótica, Lowry extrajo una joya extensa, laberíntica, magistral: Bajo el volcán (1947). La había empezado diez años antes, y había eliminado o perdido en diversos incendios tres versiones anteriores. Al corregirla siempre intentaba acortarla, pero terminaba irremediablemente alargándola, agregándole niveles de sentido, mientras quitaba pesadeces y sobrantes. El proceso de corrección de pruebas se fue alargando a tal punto que hay fragmentos enteros reescritos sobre el linotipo terminado. A la aparición del libro, más de un comentarista marcó la vinculación con el Ulises de Joyce. En ambas novelas, antipersonajes más bien comunes o frustrados reunían en sí milenios de civilización y decadencia, de riqueza y sordidez, de complejidad mental y tontería.
Ambientada en México, Bajo el volcán tiene doce capítulos donde la elusiva figura central es el cónsul Geoffrey Firmin, que ya ha muerto en las primeras páginas pero reaparece una y otra vez, empecinadamente ebrio, cínico, arrepentido, falible. A lo largo de las páginas desfila una ciudad fantasmal, Cuernavaca, cargada de presagios innumerables, que al fin se cumplen. Leer Bajo el volcán es encontrarse con una obra maestra cargada de dinamita expresiva y hermética, elaborada a lo largo de una década. “Algo intrínseco al destino de su creación parece indicarme que va a venderse durante largo tiempo” escribió en una extensa carta, haciendo mención al mercado, pero en el largo plazo. Lowry fue profético: hoy el lector en castellano puede conseguir Bajo el volcán en varias versiones y es uno de los indiscutibles clásicos de la literatura del siglo pasado.
Pero cuando empezaron a insinuarse las primeras señales del éxito a aquella peculiar personalidad, acostumbrada a vivir en el aislamiento de una cabaña junto a un lago canadiense o en el autoexilio mexicano, fue una auténtica catástrofe. Cuando Lowry debió asistir a las reuniones de promoción que le organizó la editorial, solía quedarse duro, de piedra, a veces sin emitir una sola palabra. Como a uno de sus escritores favoritos, Dylan Thomas, terminó de destruirlo la vorágine de la fama súbita: actividad constante, bebida, mujeres y la obligación de estar a la altura de sí mismo. Toda la obra de Lowry gira en torno de Bajo el volcán, como alrededor de un auténtico magneto alquímico. Hasta cierto punto, todos y cada uno de los personajes de sus libros (la breve Lunar Caustic alcanza la misma contundencia de estilo) son y no son el propio Lowry. Figuras estoicamente patéticas, quejumbrosas, entre la épica y el circo.
Aunque había tenido un éxito aplastante (en más de un sentido) con Bajo el volcán, sus tres o cuatro últimos años de vida fueron terribles. Durante los 45 años anteriores Lowry había bebido literalmente a muerte, y no paró nunca de escribir, corregir, tachar, tirar. Pero el grado de deterioro psíquico y físico había llegado a tal extremo, en esos últimos años, que se habló de hacerle una lobotomía. Infantil, culposo, él estuvo de acuerdo. Por suerte no le hicieron caso. Las internaciones continuaron, sin embargo, y una noche tuvo la pelea final con Margerie (su segunda esposa). Margerie se fue a dormir a la casa de al lado y, cuando regresó, al otro día, lo encontró muerto, de manera accidental o buscada, por una mezcla de alcohol y abundantes pastillas de amital sódico. Mucho antes de ese 1957, había redactado su propio epitafio: “Malcolm Lowry/Un paria del Bowery/Su prosa florida/Fue vehemente y transitada/Vivió de noche y/Bebió todo el día,/y murió tocando el ukelele”.

Así escribía

Bajo el volcán (fragmento)

«Es este silencio lo que me aterra. He imaginado que te ocurre todo género de desgracias, es como si te hallases lejos, en la guerra, y yo estuviese esperando, esperando noticias tuyas, la carta, el telegrama… pero ninguna guerra tendría semejante poder para helar así mi corazón y aterrarlo tanto. Te envío todo mi amor, todo mi corazón y todos mis pensamientos y mis oraciones». Mientras bebía, el Cónsul advirtió que la vieja con las fichas de dominó trataba de atraer su atención, para lo cual abría la boca e indicaba hacia el interior con un dedo; luego se ponía a girar sutilmente en torno a la mesa para acercársele. «Sin duda debes haber pensado mucho en nosotros, en todo lo que construimos juntos, en el descuido con que destruimos la estructura y la belleza, pero sin embargo no destruimos el recuerdo de aquella belleza. Esto es lo que me ha obsesionado día y noche. Al mirar al pasado nos veo en cien lugares con cien sonrisas. Llego a una calle y allí te encuentro. De noche me deslizo en el lecho y allí me esperas. ¿Qué otra cosa hay en la vida aparte de la persona a quien se adora y la vida que puede construirse con ella? Por primera vez comprendo el significado del suicidio… ¡Dios! ¡Qué fútil y vacío es el mundo! Días llenos de momentos despreciables y empañados se suceden; con amargo ritmo rutinario se siguen una tras otra las noches inquietas asediadas por espectros: el sol brilla sin esplendor y la luna sale sin derramar sus rayos. Mi corazón sabe a ceniza y con el llanto y la fatiga se me anuda la garganta. ¿Qué es un alma perdida? Es la que se ha desviado de su verdadera senda y anda a tientas en la oscuridad de los caminos del recuerdo…».

El viaje que nunca termina (fragmento)

«Querida, querida, querida, dijo la golondrina china… De vez en cuando el paso de un tranvía ahoga el murmullo de tu recuerdo, de modo que incluso el recuerdo se convierte en un traqueteo de hierro espantosamente atenuado -transformado en mil campanadas de bronce que marcan el tiempo en mi cerebro con un millón más de campanadas, una por cada segundo, o por cada hora, o por cada neón que pasamos juntos-, pero aquí estoy, huyendo una vez más de mis sentimientos auténticos, que son francamente terribles.
(…)
Hola, he entrado en la catedral, ¡chist!… ¿Quieres venir conmigo? La encuentro francamente fea, un tipo que había en la puerta me preguntó si me gustaría visitar el mausoleo real -el de Fernando e Isabel, supongo; ¿no era ella la dama que no quiso cambiarse la camisa durante cuarenta días y cuarenta noches?-, le contesté que no, y que había entrado allí para llorar… Si pudiera llorar… Ahora he llorado, de modo que no sé qué otra cosa puedo hacer excepto rezar. No me dejes, por favor, no puedo soportar que te hayas ido, de modo que tengo que poner por escrito mi súplica para sentirme todavía a tu lado, pero no sé qué decirte, y lloraré otra vez dentro de veinticuatro horas en la Casa de Pilatos, o en el Palacio del Oro, y volveré a llorar… Me importa un rábano quién me vea.»

Piedra infernal (fragmento)

Sangra, muerto, sangra, devuélvele la calma al pobre cirujano, para que no tenga que emborracharse y hacer eses, dar de tumbos a ciegas, pasar por el horror de las ratas, el giro de los molinos y los cocteles de ron con naranja; sangra, para que él no termine reflexionando en el verano que hasta la propia Naturaleza está poseída de la temblorina, la ardilla neurótica y los gorriones que mordisquean la mierda donde los mulatos, los criollos y los cuarterones han pasado galopando entre la negra polvareda; sangra, para que él no tenga que ponerse a pensar en cuánto más hermosas son las mujeres cuando uno se está muriendo y se van deslizando por las calles bajo los tenues árboles, con los pechos meciéndoseles cual retoños bajo cálidas rachas de viento; sangra, para que él no tenga que escuchar el piojo de la conciencia ni el gruñido de hombres imaginarios, ni ver sobre las persianas toda la noche a los malvados espectros.»

Un trueno sobre el Popocatépetl, de Poemas selectos

«Más allá del volcán Popocatépetl negras nubes,
presagio del relámpago, en formación avanzan contra el viento.
Del mismo modo que, contra otra fuerza, como henchido metal,
defiende el viento de la razón al corazón humano
hasta que la locura va anegando a la mente agrietada.
Mente que impulsa ya su propia inercia,
pétalo desgajado de árbol fuerte,
¿en dónde arraigará sino en la sombra, la tiniebla final?
Tomar las armas, defender al viento.
Salmistas de la angustia, heredad humana,
la razón permanece aunque abandone vuestra mente.
La razón permanece con las aves blancas
que vuelan contra el viento más alto que otro vuelo,
donde Chéjov dijo que está la paz,
en donde cambia el corazón y estalla el trueno.»

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Autor

Raúl Bertone