La fotografía nace de la necesidad de un medio de representación donde la imagen fuera una forma de apropiación del objeto “tal cual es” en un momento determinado. Nunca nadie supuso que la imagen fuera “la cosa misma” o que el tiempo se podía detener. Lo que no se sabía era hasta qué punto estos elementos se constituirían en una ilusión tan fuerte que influiría de modo contundente en todo nuestro sistema de representaciones sociales.
Imágenes que llegaron a configurar el imaginario del siglo que pasó. Una manera de mirar. El fotógrafo como un cazador furtivo, al acecho de su presa, la imagen. En realidad, “el momento decisivo” expresaba mucho más que el encuentro oportuno del fotógrafo con un motivo; aludía al don de una mirada, construida en una cultura capaz de identificar los rasgos de una época, definida por su arquitectura, su gente y sus paisajes.
Pero más precisamente en las fotografías de Domingo Mauricio Filippini era el instante capaz de condensar el mundo en la vibración de la calle; en los seres anónimos, en los habitantes de la aldea. Ciertamente más significativo que el mero momento de oprimir el obturador. Y el escenario, el de la extrema horizontalidad de la pampa, con su fauna, su flora, su geografía y su sujeto. El retrato inmerso en un tiempo demorado, casi suspendido; en el que se puede percibir, la densidad de la siesta, el zumbido de las chicharras a pleno sol y el ruido de las hojas suavemente empujadas por la brisa.
“Para poder dar expresión a un lugar o una situación dada, más que pasar o detenerse, de algún modo hay que establecer vínculos, sostenerse en una comunidad. Vivir toma tiempo, las raíces se forman lentamente” advertía el genial Henri Cartier-Bresson en el prólogo de “Los europeos”, la impecable edición de Tériade que apareció en 1955. Y Filippini fue un sello propio de ese vínculo enraizado con el terruño, con su gente, con sus colores, con sus olores. Apellido identificado en todos los sentidos con ese poderoso agente de cambios culturales y, por supuesto, artísticos, que resultó la fotografía en el siglo XX.
Hijo de chacareros italianos originarios de Lucca, en la Toscana, Filippini nació el 27 de junio de 1885 en la santafesina Cañada de Gómez. Cuando pequeño, Domingo transcurre sus días entre la escuela, la ayuda a su padre Luis en las tareas rurales y un entusiasmo “in crescendo” por la imprenta. La fotografía lo atrapó cuando la centuria pasada recién comenzaba a caminar. Transcurría 1902 y seis años más tarde se radica en Jovita. Poco tiempo después marchó hacia Buenos Aires para trabajar en dos reconocidas casas: Foto Zuretti y Florial, y Foto José Martínez.
Su ideal aventurero, sus ganas de recorrer territorios y registrar todo lo que surgía a su paso, motivó que emprendiera una gira con el objetivo de llegar a Perú. Era 1911 y la partida lo encontró acompañado por Ocharán Polar, un amigo del país incaico. Custodiando celosamente una cámara alemana “Globus” (con placas de vidrio de 18 x 24 cm), hicieron escala en Catriló y fue en ese momento cuando los dos deciden cambiar de rumbo, atraídos por el vertiginoso progreso que mostraba General Pico, fundado seis años antes.
En una pieza del Hotel Pico, propiedad de Juan Cortelezzi, instalan un laboratorio fotográfico. Muy rápido, los retratos en el patio del alojamiento, a plena luz del día, comenzaron a sacudir la modorra de la aldea. El domingo era el día elegido, y mientras Filippini captaba las expresiones de los pueblerinos, Polar ejecutaba el violín. Luego forman una nueva sociedad integrada por Polar, Mill y Filippini, alquilando un local en calle 22 (donde más tarde estuvo la cuchillería Vidal), y cuando el grupo se disuelve, Domingo se establece en el ‘12 en calle 17 casi Avenida San Martín. Así nació “Foto Venus”. No estuvo solo, lo acompañaba Joaquín Lostal, retocador e iluminador con el que había trabajado en Jovita. Este partió definitivamente hacia España en 1914.
Filippini comenzó a colaborar con el maestro Federico Brudaglio en la elaboración del “Álbum Gráfico de General Pico y su Departamento”, ese verdadero testimonio escrito y fotográfico de los años primitivos. Poco antes del nacimiento de su único hijo, Domingo Mario, en 1916, se traslada con su familia a una casa situada en calle 20 al 656. Sería el domicilio definitivo. El estudio contaba en su planta baja con una amplia vidriera a la calle y dos puertas que daban acceso a una amplia sala de exposición. También estaban el sector de atención al público, el taller y el laboratorio.
En el primer piso, una gran habitación contaba con la mitad de su techo vidriado y las ventanas orientadas hacia el noreste, con cortinas corredizas que permitían graduar la intensidad de la iluminación. La luz eléctrica recién sería utilizada en la década del treinta. En ese recinto, con telones pintados, cortinados y muebles de época, actúa Filippini. Primeramente con su cámara con negativos de vidrio y más tarde empleando otra “Globus” que le permite utilizar negativos de diferentes tamaños. El hijo del pionero, Domingo Mario, arrancó con la tarea en el laboratorio en el ‘29, acompañando a su padre en la filmación de la caída de la ceniza el 10 de abril de 1932. A la vuelta del servicio militar, se volcó también de pleno a la fotografía.
Aficionado al teatro vocacional, el cine también logró atraparlo. En 1920 poseía una filmadora Pathé a manivela (de 35 mm) y con ese aparato comenzó a realizar noticieros locales y diversos cortos que se intercalaban en los films de “Sucesos Argentinos” y “Noticiero Panamericano”. En la nómina de sus filmaciones aparecen escenas de la trilla, las Romerías españolas, la inauguración de la Iglesia Parroquial, las nevadas (entre ellas la más intensa sucedida en el ‘23), la línea ferroviaria de Caleufú a Arizona, Carhué y sus balnearios, inauguración del campo de deportes de Sportivo Independiente y distintas secuencias de la vida pueblerina.
Con un grupo de amigos se embarcó, en 1920, en la aventura de filmar un largometraje. Se trató de una parodia de las películas del genial Chaplin y se la llamó “Carlitos en La Pampa”. La filmación transcurrió durante varios domingos en la entonces Plaza Alsina (hoy Plaza San Martín) y actuaron Manuel Novo (“Carlitos”), Justo Monteagudo (“Pancho Tormenta”), Fabián García, Burrogori y Casani. La “peli” se exhibió en distintas salas, no sólo de nuestra provincia, sino que también ganó su lugar en algunos cines de Buenos Aires y Santa Fe. Domingo Mauricio Filippini falleció en 1973. Tenía 87 años.
Hay dos frases. La primera, de Marcel Proust, dice que “La travesía real del descubrimiento no consiste en buscar paisajes nuevos, sino en poseer nuevos ojos”. Y la segunda, de Roland Barthes: “La fotografía repite mecánicamente lo que jamás podrá repetirse existencialmente”. La conjunción de ambas es la fotografía. Por un lado está el mirar lo que nos circunda, no simplemente el ver. Todo siempre estuvo y seguirá estando allí, está en uno descubrirlo. Moverse, subir, bajar, introducirse en el todo siguiendo esos “nuevos ojos” que buscan las partes.
Por otro lado ese clic que hizo al apretar el disparador, que congeló para siempre un instante único e irrepetible. El tiempo no vuelve atrás ni dos personas hacen la misma foto. En ese instante ese clic detuvo el tiempo, venció a la muerte. Aparece un tercer ingrediente: la pasión. Cuando se siente que se necesita pensar fotografías, mirar fotografías, hacer fotografías para vivir. La fotografía puede ser un medio de vida, un hobby o una forma de obtener recuerdos, pero fundamentalmente es la suma de técnica e intención con la que se pueden expresar sentimientos.
Filippini fue un fiel exponente de la pasión con ese medio único, diferente, con un lenguaje y una gramática propios, que en la medida que se dejan de lado, la empobrecen. Fue como un caballo de Troya en el campo de las artes visuales. Con la apariencia de una técnica de registro y documentación, introdujo la mayor de las ambigüedades posibles. En las fotos todo lo que parece, no es. Un desafío a la razón y a los sentidos. Magia pura.




