«Qué difícil es responder a este pedido…Un libro, una película, una canción y un disco. La verdad es que pensar que hay uno sólo de cada uno en el cual me siento identificado, o que mejor he disfrutado, me pone en un compromiso colosal para los que descarto como hojas de un cuaderno viejo. No sé si podría elegir a uno más que otro entre libros de García Márquez o Cortázar, a Borges o el ruso Gorki, a Michel Foucault o a Howard Gardner, a Carlos Castaneda o a Antonin Artaud, a Horacio Quiroga o Eduardo Galeano. El ambiente es tan amplio que podríamos ir desde Platón hasta Mafalda (Quino) sin saber cuál es el más conmovedor. Me pasa lo mismo con respecto a los músicos. Elegir al Cuchi Leguizamón o al Chango Farías Gómez sin dejar de pensar en Astor Piazzolla o Raúl Carnota, por nombrar algunos argentinos del folclore y el tango. Y si me meto en el mundo del rock, por qué no nombrar a Luca (Sumo), a Mollo (Divididos) o a Los Redondos? ¿Qué decir si incluyo al resto del mundo y no nombro a Kusturika, a Serrat o a Sabina? ¿Y si amplío el universo a la historia de la música, cómo no elegir a Bach, Telemann, Vivaldi, Mozart, Beethoven, por nombrar sólo a los más grandes? Esta invitación me la hicieron hace algún tiempo largo, y pidiendo las más sinceras disculpas, me he hecho el zonzo, tratando de liberarme del compromiso por el mismo motivo sentimental que se me presenta en este momento con respecto a los grandes genios que han llegado hasta mis sentidos a lo largo de mi vida, y que han hecho de mí lo que ahora soy. Creo que ya no puedo franquear el aprieto, y debo decidirme de una vez por todas, no sin antes pedirles a los lectores que traten de no juzgarme por mis gustos. Acostumbro a moverme en el mundo desde lo elegante a lo cursi, desde lo intelectual a lo imbécil, desde lo grandioso a lo sencillo sin sentirme en ningún momento sapo de otro pozo».
Un libro: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez.
«Me parece que me ha llamado mucho la atención por el tipo de narración amena que presenta el autor y la historia fascinante que narra, combinado con la corta edad que yo tenía cuando llegó a mis manos. Fue uno de esos libros en que no podía parar de leer».
Fragmento: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construida a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo.
(…)
José Arcadio Buendía, que era el hombre más emprendedor que se vería jamás en la aldea, había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor. En pocos años, Macondo fue una aldea más ordenada y laboriosa que cualquiera de las conocidas hasta entonces por sus trescientos habitantes. Era en verdad una aldea feliz, donde nadie era mayor de treinta años y donde nadie había muerto.
(…)
Vio una mujer vestida de oro en el cogote de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio a los payasos haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue el castaño, pensando en el circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño.
(…)
En aquél Macondo olvidado hasta por los pájaros, dónde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa dónde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Ursula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra.»
Una canción: Idiotas, palizas y calientabraguetas, de Joaquín Sabina.
«Es una canción que me divierte mucho, bien bizarra como son todas las del maestro Sabina. Esta pertenece al disco La orquesta del Titanic, compartido con el Nano Serrat, aunque podría elegir unas cuántas de él. A lo largo de mi vida he tratado de llevarme bien con todo el mundo hasta hace ya algunos años, en los que me he dado cuenta que muchas veces uno termina usado por idiotas o palizas que están al acecho, aprovechando las ocasiones de los despistados. Lamentablemente, darme cuenta me ha llevado a comenzar a decir lo que me cae mal de los demás, sin importarme a quién le moleste. Eso me ha valido el alejamiento de muchos, y una mejor amistad de unos pocos. Por suerte.
Un disco: Conciertos de Brandemburgo, de Johann Sebastian Bach.
«Específicamente los conciertos número 1, 5 y 6. Es el disco con el que dormía cuando tenía 13 y 14 años. Lo tenía en casette, grabado y escrito a mano en la carátula. ¡Ahora lo tengo en Cd, original…! (risas). En esa época tenía un reproductor con doble cabezal, de esos que cuando termina el Lado “A”, se da vuelta solo, se escucha el Lado “B”, y otra vez se vuelve a repetir el procedimiento hasta el cansancio. Lo melodioso de esos conciertos me llena, aún hoy en día, el espíritu».
Una película: 300, Zack Snyder.
«¡Qué ambiguo soy para todo!, ¿no?. Con las películas me pasa lo mismo. Puedo terminar de ver una de Woody Allen y comenzar a ver una de las X-Men. En verdad el cine de ciencia ficción me atrae de sobremanera. Me parece que eso viene de la época en que veía la serie de Viaje a las Estrellas o V Invasión Extraterrestre, hace tiempo y allá lejos. Aunque me parece que las películas de terror psicológico como Sexto sentido o Los otros son las mejores. Y ese gusto creo que me ha quedado de la serie El Pulpo Negro, de Narciso Ibáñez Menta, un genio de la época en que no había computadoras. Pero creo que la que más me impactó fue la película 300. Me quedo con esa. -«¡Espartanos, esta noche cenaremos en el infierno!»-. Fue la primera película que vi con ciertas imágenes que asemejaban a los cómics. Luego otras lo replicaron y subieron la apuesta, tales como Sin City. Los cómics como El Tony, Nippur de Lagash o D’artagnan fueron para mi infancia el caramelo de la lectura, además de Condorito, Patoruzú y la revista Hortensia, que ya era vieja para mí. Luego vinieron Sex Humor y Fierro, pero ahí ya me estaba haciendo grande, y a esa, la dejamos para otra vuelta».
Fotografía de portada: Aylén Guindón Luque.

