Un libro: Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.
«Debería ser incluido en distintos programas de estudio en primaria; en secundaria está en algunas bibliotecas, y depende de cada docente su llegada al aula. Cuando te sumergís en la lectura vas atando cabos de tantos años de vaciamiento a nuestra cultura que han hecho no sólo los españoles; negocios realmente turbios, empresas que aún siguen destruyendo nuestra naturaleza y las vejaciones que sufrieron nuestros originarios. Revelador y conmovedor, una triste realidad de nuestra historia, que mucho no ha cambiado, lamentablemente. Aunque el propio Galeano dijo que “no volvería a leer Las venas…” porque cuando lo escribió sabía muy poco de economía y política”.¡Menos mal!. El propio autor agregó una nueva sección al final de nuevas ediciones llamada Siete años después. Expresa allí: “Este libro había sido escrito para conversar con la gente (…). La respuesta más estimulante no vino de las páginas literarias de los diarios, sino de algunos episodios reales ocurridos en la calle. Por ejemplo, la muchacha que iba leyendo este libro para su compañera de asiento y terminó parándose y leyéndolo en voz alta para todos los pasajeros mientras el ómnibus atravesaba las calles de Bogotá; o la mujer que huyó de Santiago de Chile, en los días de la matanza con este libro envuelto entre los pañales del bebé (…)Las venas no pudo circular en mi país, Uruguay, ni en Chile, y en la Argentina las autoridades lo denunciaron (…). Creo que no hay vanidad en la alegría de comprobar, al cabo del tiempo, que Las venas no ha sido un libro mudo”. ¡Claro que no Eduardo!.»
Fragmento: «Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno. Potosí, Zacatecas y Ouro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago de Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista aboga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes – dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestias de carga».
Una canción: Tres agujas, de Fito Páez.
«Era plena adolescencia. Llega a mis oídos esta canción tan triste como esperanzadora y bella en su melodía “No creo que nunca es tarde/una válvula de escape/se transforma en acorde…» Recuerdo que a mediados de los 90’, en pleno furor del más comercial El amor después del amor (y también buen disco del rosarino), yo había formado en Santa Rosa un grupo de rock llamado Marcia, con Rodrigo Pérez en guitarra, Sergio Bongovanni en saxo, Miguel Tissera en batería, Martín Kin en teclados y Sandra Alarcón en bajo. Con Rodri -ahora reconocido reportero gráfico-, escuchábamos mucho Del 63, y ese tema en particular nos daba un mensaje alentador, en pleno debacle económico y social del país: “quiero vivir aquí, más quiero cambiar; cambiar para sentirme vivo!!! Y te daré una flor, antes que un decadrón, oh, mi amor, estoy tranquilo pero herido! Muchos años después el Flaco Spinetta grabó una versión sublime.»
Un disco: Dynamo, de Soda Stereo.
«Es muy difícil pensar en un disco, pero me inclino otra vez por mi etapa adolescente y el rock argentino. En ese año también salió Serú ’92, y era increíble escuchar ambos trabajos: mientras Charly decía en No puedo parar “la gente que te viene a ver, sólo te destruye”, Gustavo proponía: “sal del camino, toma la ruta y será diferente”. Me llamó mucho la atención la cantidad de sonidos, texturas ambientales, máquinas y efectos que usó la banda en un material que -si bien no fue uno de los más comerciales-, marcó un antes y un después. De la mano de esta nueva tendencia surgieron nuevas bandas como Martes Menta, Babasónicos o Los Brujos. Una de las canciones más logradas es Nuestra fe«.
Una película: Crossroads, de Walter Hill.
«No soy de ir mucho al cine a ver películas comerciales, aunque sigo a las producciones argentinas. Me gustan las biográficas o basadas en hechos reales acción-drama-policial, pero si tengo que elegir una me inclino por una musical. Muchas me han emocionado, como Los Coristas, Amadeus, August Rush o la más contemporánea Whiplash. La que recuerdo más es Crossroads (o Encrucijada), basada en la leyenda del mítico guitarrista de blues Robert Johnson que vende su alma al diablo para ser el mejor del mundo. Me llamó mucho la atención la trama de la historia que me llevó a escuchar mucho blues y rock, no así tratar de tocarlo con mi guitarra por que no me salía una escala. La escena del duelo entre el protagonista Ralph Macchio (el mismo de Karate Kid) y Steve Vai es insuperable».
Un poema: El adiós, de Juan Carlos Bustriazo Ortiz.
Mi paisaje de piedra del pago puelche!
Ya me voy y no quiero cantarte olvidos.
Tus calientes rojas piedras sin tiempo
han dejado salobres los ojos míos.
Tajamares del sueño, siestas de arrope!
El Salado los lleva corriente abajo
como sangre de jume o aire de chilca,
como un hondo y callado llanto de cuarzo.
Voy sintiendo que me anda mordiendo adentro
una espina salada y un gusto amargo:
ha de ser que me quiere marcar ausencias
el espíritu bravo del alpataco.
Yo me llevo las tardes de la cantera,
y el aroma embrujado de las jarillas
cuando andaba la bruma tejiendo un cielo
por la sal lagunera, Saldo arriba.
Yo me llevo el rocío, el sol, la niebla,
con las lunas quemadas de los recuerdos,
y aquel trino escondido como una queja
que salía del alba, puro misterio.
Y me llevo unos ojos ya tinajeras
guardadoras del canto, dulces y negros:
como un vino de sueños siempre quemando
los beberé mil años, solo y sediento.
Yo me llevo todo esto, hondo y sangrando,
hasta el día enterrado de mi regreso;
si quisiera llevarme todas esas cosas,
no podría: son tantas como los tiempos.
Aquí supe que el cobre, cuando lo arrancan,
se hace verdes si el aire lo va tocando.
Viento puelche, yo hice coplas de cobre…
Cuando soples no olvides que aquí quedaron!
«Podría elegir también varios escritores, poetas, hay tanto… Cuando estuve trabajando en Puelches como profesor de música, tuve una gran conexión con la naturaleza, el retorno al pueblo (los que descubrí cuando era chico en el norte del país, Basavilbaso, Entre Ríos: Aimogasta, La Rioja: Belén, Catamarca; Zapala, Neuquén: Choele Choel, Río Negro), y conocer en primera persona el grave problema del agua, nuestra herida salada del Río Atuel. Allí me sumergí en conocer la obra de Bustriazo, y realmente el “Penca” pintaba con sus palabras toda esa soledad, dolor, inmensidad y belleza del oeste pampeano. En Canto Quetral figuran los Poemas Puelches. Todos son bellísimos. Comparto El adiós, que sin dudas debe haber sido para Juan Carlos uno de los más dolorosos, el que cuenta su despedida de aquel lugar».


