Por Maria Virginia Figal (Profesora y Psicóloga Social. Miembro de SADE)
«El poder no se detiene en prohibir palabras: las disuelve, las vuelve decorado.” Foucault
Una vez leí que si querés esconder algo en este siglo, lo pongas en un libro. Yo agregaría: o en un texto de más de cinco líneas.
Este sábado, mientras esperaba mi café, me crucé con la escena habitual: mesas llenas de gente que no se mira, dedos veloces sobre pantallas, ojos hundidos en la luz azul. Pero no había libros. Ni diarios.
Me acordé de Foucault y su idea de que el lenguaje es un campo de poder: no solo lo que se dice, sino lo que no se dice, lo que ya no se lee, lo que se vuelve ruido de fondo. Vivimos en tiempos de lenguaje empobrecido, de palabras rápidas y vacías como slogans de supermercado. Todo lo que no entra en una story de Instagram parece sobrar.
La lectura se convirtió en un lujo raro, casi en un defecto vintage. “¿Leíste todo eso?” me preguntan, como si confesara una excentricidad. Como si decir “estoy leyendo” fuera sinónimo de “me estoy perdiendo lo importante”.
Lo urgente reemplazó a lo profundo. Lo inmediato aplastó a lo complejo. Y el lenguaje —esa casa común que nos habitaba— ahora se alquila por hora, en cuotas y con emojis.
Los adolescentes ya no escriben cartas, ni tienen carpetas. Sacan fotos a los pizarrones. Graban audios, pero los otros no los escuchan porque “son largos”. En las escuelas, los docentes ruegan que lean media carilla sin dormirse. Y en las casas, los padres dicen que no tienen tiempo para leerles un cuento, pero hacen tiempo para tres capítulos de una serie.
Leer ya no se usa
Pero escribir, tampoco. Lo que hay son textos funcionales, comunicaciones instrumentales, mensajes diseñados para responder, no para pensar. Lo dijo Foucault: el poder también opera a través de lo que creemos elegir. Y hoy elegimos no leer. No detenernos. No demorarnos en una palabra que nos incomode o, peor, nos emocione.
Quizás por eso escribir también se volvió incómodo. ¿Para quién escribimos, si ya nadie lee? ¿Para qué seguir buscando la frase justa, si la velocidad de las redes la va a enterrar en dos minutos?
Escribimos igual. Porque resistimos. Porque todavía creemos en la lentitud de un texto que abriga, en una palabra que no solo nombra, sino que cuida. Porque la lectura, aunque agónica, guarda algo sagrado: nos permite habitar otros cuerpos, otras memorias, otras lenguas.
Leer no será tendencia, pero sigue siendo un acto íntimo de rebeldía. Y mientras quede un solo lobo, una sola loba, que se sienta un poco menos sola al leernos, todo esto habrá valido la pena.