«Me contentaría con ser un buen hijo de la Patria «
— Manuel Belgrano.
Un salon de actos .o un patio de escuela, o un monumento.
La bandera ondea como si recordara lo que fuimos y lo que aún no sabemos ser.
Los chicos de cuarto grado —tan chicos, tan grandes— levantan la mano derecha, con más nervios que certezas, más inocencia que doctrina.
Con brillos en sus ojos emocionados .
El frío cala hondo, pero el acto abriga.
Se escucha la voz de una directora, o de un funcionario , o de una maestra, aquí y en todo el país preguntando:
—¿Prometen defenderla, respetarla, amarla?
La familia emocionada, porque la patria es lo único que no nos diferencia, no hay grietas .
Y resuena una respuesta coral, firme y conmovedora:
—Sí, prometo.
No es obediencia. No es deber.
Es un soplo de futuro, de esperanza.
Un murmullo colectivo que dice: estamos acá, aunque no sepamos del todo qué es esto que juramos. Pero lo sentimos.
Y eso basta.
Porque sentir es la forma primera del compromiso.
Y la patria, cuando se dice con ternura, también es un gesto.
Un guardapolvo blanco, un uniforme,
Una mano alzada.
Una voz que tiembla pero grita
Una bandera que flamea sin saber si habrá viento mañana.
Belgrano imaginó esta escena sin verla.
Sembró ideas, no estatuas.
Inventó la bandera como quien deja una herida abierta para que la suturen los que vengan.
Y aquí están: jurando con el corazón antes que con la razón.
Hoy no se canta victoria.
Hoy se canta promesa.
Y eso —a veces— es más revolucionario que una batalla.
Por Virginia Figal. Una abuela
emocionada.