Un juego con el tiempo. Un regreso desde la vida adulta a la niñez, donde los contrastes van desde un patio desordenado y una casa derruida hasta un día feliz, como los de antes, con globos, con bonetes en la cabeza y a la espera de los amiguitos del barrio y de la escuela, esperando a cortar la torta y salir a jugar otra vez. Esperando también el cariño de los padres, que era lo que siempre queríamos en los cumpleaños. Sólo que aún no lo sabíamos. Un cuento de Iván Wielikosielek.
Hacía mucho que no entraba en la casa; desde la muerte de mi madre, si mal no recuerdo. La puerta seguía pintada de aquel gris de los hospitales pero sus listones ya habían empezado a podrirse, al igual que mis días de infancia. Y es que, en los últimos años, las lluvias se habían intensificado de tal manera en el pueblo que todo decoloraba hasta volverse un manchón cancerígeno, como la última radiografía de mi madre.
El piletón de piedra donde mi abuelo lavaba las botellas, rebalsaba un agua sucia; como una cascada naciendo de una vertiente enferma. Había, además, decenas de tachos y baldes repletos de líquido verdoso, bebederos para horribles animales que pronto vendrían a apagar su sed y que yo desconocía por completo.
Y así, entre ese gorgoteo tragado por una rejilla inmunda, entre el olor a madera podrida y las últimas partículas del perfume de mi madre en el aire intoxicado, volví a preguntarme qué hacía ahí; qué impulso irracional o demencial me había traído, una vez más, a la puerta de mi casa ¿Qué esperaba? ¿Qué abriera su ex marido –ahora dueño del inmueble- y me preguntara qué quería? ¿Esperaba que me hiciera pasar, que me invitara “un cognac” o me hiciera un regalo para el día de mi aniversario?
Miré por el hueco de la cerradura y vi la galería atestada de más tachos. Algunos estaban repletos de maíz y otros, de más agua verdosa. Y el largo banco de mi abuelo estaba resquebrajado y podrido, vacío de toda idea de familia; como si compartiera la ontología de los bancos de las estaciones, esos que solo sirven para que descansen los extraños.
Estaba por marcharme cuando, mezclado al ruido del agua bajando por las canaletas escuché (o tal vez creí escuchar) la voz de un niño.
La voz venía del interior de la casa junto al murmullo de alguien mayor retumbando desde un poco más lejos, desde la pieza de mi madre, para ser más preciso. Pero el repentino e inexplicable silencio del agua en la canaleta me hizo escuchar la voz con mayor nitidez. La conocía demasiado y, acaso también, la recordaba con asombrosa fidelidad; pero no podía identificar de dónde. Volví a mirar por la cerradura y entonces lo vi.
El niño tendría cinco o seis años y estaba en medio de la galería, como si esperara a los invitados en el día de su cumpleaños. Y ya no había tachos ni maíz ni el banco de mi abuelo, sino una larga mesa con vasitos plásticos y botellas de vidrio. Supe, o creí saber por algún extraño instinto (por una extraña situación ya vivida en sueños) que disponía de poco tiempo para hablarle. Entonces, sin pensarlo, abrí la puerta.
El niño me miró como si me reconociera, pero sin demostrar entusiasmo ni aversión hacia mí. Lo alcé para darle un beso y no opuso resistencia. Sus mejillas eran extremadamente suaves.
-¿Sabés quién soy? –le pregunté.
-Sí… -respondió mirando hacia el piso.
-¿Quién?
-Mi papá…
-¡No! –le dije. Y me reí de su ocurrencia- ¡Dios me libre! No soy tu papá, aunque me parezco bastante…
No supe si mi frase lo aliviaba o lo preocupaba. En todo caso, levantó la cabeza y me miró de manera fugaz. Y entonces sentí que era necesario darle una explicación, decirle toda la verdad.
-No lo esperés porque no va a venir… Ya no va a venir nunca más…
El niño puso cara de resignación, como si la noticia no le extrañara demasiado.
-¿Vos lo querés a tu papá? –le pregunté a boca de jarro.
El niño me contestó que “sí”, con la cabeza.
-¿Y él te quiere a vos?
-Antes me quería… –dijo, casi en un susurro. Y su respuesta hizo que mi risa demudara casi en llanto.
-¿Y vos estás solito, con la mamá y el abuelo? –le pregunté, para cambiar de tema.
Volvió a decirme que sí con la cabeza, como si mi certeza no le extrañara pero a la vez ya no quisiera hablar conmigo.
-Bueno, pero no estás solito… Ahora también me tenés a mí ¿Entendés? –le dije.
Pero mi declaración no le arrancó ningún gesto. Parecía que aquel visitante inesperado no le alegraba la vida ni un milímetro.
Entonces, sentí ruidos en la pieza y el patio. Era la inconfundible voz de la madre y el súbito gorgoteo del agua que volvía a correr en las canaletas. Supe que mi tiempo se había terminado.
-Ahora me tengo que ir… Feliz cumpleaños… -le dije- Y acordáte que…
Pero no pude seguir. Las palabras de la mujer se oyeron con una espantosa nitidez, como si hablara ya no en la galería sino adentro de mi cabeza.
-¡Hijo! ¿Con quién estás? –decía.
-Con nadie… -contestó.
Y entonces, dándole un rápido beso de despedida, lo bajé al suelo y me fui corriendo; haciendo coincidir exactamente el ruido de la puerta que la mujer abría con el ruido de la mía, que se cerraba para siempre.