En el cortometraje The boat, Buster ha terminado de armar -por su propia mano, como de costumbre- un pequeño barco de madera, y se apresta a cumplir el viaje inaugural, junto con su mujer e hijos. Pero no ha previsto un detalle: para poder botarlo, primero es necesario sacarlo del garaje. Para ello, el barco debe pasar por la puerta. Ocurre que el navío es demasiado ancho, o la puerta demasiado estrecha: la única manera de sacarlo es tirar abajo el muro.
No es más que el primero de una larga serie de imprevistos, obstáculos y accidentes que terminarán por hundir barco y tripulantes, en medio de una espantosa tormenta, en la noche cerrada. Sobreviven al naufragio gracias al bote/bañadera (con canilla incluida) que Buster, previsor, había añadido al equipaje. Pero a su hijo no se le ocurre mejor idea que abrir la canilla, provocando que el nivel de agua desborde, y que el bote/bañadera se venga también a pique.
El corto, de 1921, es una de las tantas obras maestras pensadas, protagonizadas, y en muchos casos realizadas y también producidas por Joseph Francis Keaton, sin duda uno de los más grandes genios cómicos del cine y del siglo anterior. Keaton realiza por su cuenta una veintena de cortos (entre 1920 y 1923) y una docena de largos (entre 1923 y 1928), la mayoría de ellos capolavoros, hasta que en el ‘28 comete lo que más tarde él mismo reconocería como el gran error de su carrera: firma contrato con la Metro Goldwyn Mayer. Como le sucederá a otros cineastas geniales (Welles, Cassavetes), el arte keatoniano, hecho de alas y de aire y de pura invención, no soporta la mirada vigilante de los productores y las imposiciones de la fabricación en serie. El cepo de la Metro lo dejará sin aire, como más tarde a los hermanos Marx.
Mientras tuvo libertad, Keaton imprimió, como pocos, su genio cómico y narrativo sobre cualquiera de sus filmes. Su primer corto fue One week y es ya una obra maestra; otro tanto podría decirse de The play-house, de Cops o de The electric House. Para no hablar de los largometrajes: La ley de la hospitalidad, Sherlock Jr., El navegante, Go west o El maquinista de la General. Y, por supuesto, la que me parece su obra maestra entre obras maestras: El cameraman, de 1928. The boat expresa acabadamente todas y cada una de las constantes del mundo según Keaton.
Pura imperturbabilidad para que el espectador nunca esté del todo seguro si lo que bulle detrás de la máscara es un anhelo de aceptación y afecto o la furia de un psicótico. El carisma de Keaton siempre emanó de su extraña capacidad para estar aparentemente fuera de este mundo. Fue uno de los pioneros del arte de la actuación moderna en el cine norteamericano. Alguien capaz de expresar más con un arqueo de cejas o un gesto de asentimiento que la mayoría de sus contemporáneos a través de gesticulaciones ampulosas. Pleno subtexto psicológico y el efecto surrealista que elevaron sus películas mudas a la categoría de arte.
Como todos los grandes cómicos, Keaton es, más que un mero personaje, una fuerza, una potencia desencadenada que tiende a producir alguna clase de conmoción en el mundo que lo rodea. Si Chaplin es un marginal tratando de sobrevivir a toda costa, si Laurel y Hardy emprenden una campaña de demolición sistemática, si los Marx desatan el puro caos, subvirtiendo toda lógica, si Jerry Lewis es un niño desorganizando el mundo de los adultos, Buster sale al mundo impelido por un deseo irreductible, huracanado, que lo pone en marcha y lo lleva a remontar todos los obstáculos. Animado por ese deseo de titán, el pequeño físico de Keaton se revela capaz de las más asombrosas proezas, aunque el mundo se convierta, a su paso, en una sucesión de desastres y cataclismos, frecuentemente encadenados con la lógica de una pesadilla.
Ayudado por su implacable capacidad de invención, por su inteligencia aplicada, y apoyado en una voluntad invicta, Buster convierte cada nuevo escollo en instrumento, impulsándose hacia una meta siempre esquiva, a la que el héroe no apunta de antemano sino que va construyendo sobre la marcha. En los filmes de Keaton impera una lógica de las acciones: un acontecimiento da paso a otro, un gag a otro, y así sucesivamente, en una secuencia inexorable. A lo largo de su obra se mide con dos fuerzas superiores, que lo fascinan aunque tienden a expulsarlo, a repelerlo, y a las que terminará por dominar o doblegar. Una es el mundo de la técnica: la locomotora de El maquinista de la General, el trasatlántico a la deriva de El navegante, la cámara filmadora de El cameraman, el hogar amable de One Week.
La otra fuerza es la naturaleza, en su estado más ingobernable y furioso: los rápidos y las cataratas de La ley de la hospitalidad, el Polo Norte de The frozen north, las inmensidades marinas de El navegante, los aludes de Las siete ocasiones. Ninguna de estas fuerzas inhumanas podrá detenerlo en su carrera y es tal vez por eso que el personaje-Keaton, pequeño Ulises, despierta tantas simpatías. Quizás haya que buscar allí la razón de su proverbial impasibilidad: Keaton está demasiado ocupado para reír, pero también demasiado ocupado para sufrir, renunciar o lamentarse, e incluso para festejar sus eventuales triunfos. Tiene una tarea que cumplir, y en ella le va la vida. Al final de todos sus trabajos, el héroe tendrá su recompensa: un beso de su amada. Premio perfecto: nada vale una odisea tanto como un beso.
Demasiado ocupado para reír
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