Hace muchos años, cuando el siglo veinte comenzaba a dar sus primeros pasos, una moléculas hoy fallecidas se pusieron a dibujar un tablero de damas sobre el pastito naciente, bajo el cielo. En un cuadradito ponían la Iglesia, en el otro la Plaza, y así todo. Y plantaban árboles. Buscaban ganarle con el verde a la aridez. Después, cien tipos por cuadradito, mil, cinco mil. De pronto, las moléculas vivían unas sobre otras. La ciudad se fue construyendo y matando.
General Pico, como tantísimas otras ciudades de este país, muchas veces parecen el plano de nuestras humillaciones y fracasos. Se vuelve ajena. La camino y no sé dónde encontrarla. Seguro que no en los lugares típicos o nostálgicos. Están prefabricados. O reprefabricados. Supongo que más allá de los cambios que se producen, las ciudades comienzan a ser pensadas de otra manera. O a no ser pensadas.
De qué sirve que en mi interior sigan presentes, como entramados, tantos lugares, si también están presentes hoy, como son hoy. Y me dicen otras cosas. Una cosa es sentirlo al pueblo, a la ciudad. O no puedo sentirla como antes. No creo que esto sea algo subjetivo. Para unos será un loft, para otros la pieza de una pensión, o un departamentito; para algunos será alguna rutina rumbo al trabajo o al café; para otros será un paseíto dominguero por afuera o por adentro, ordenando la semana, la ropa o el mango. Fragmentos. Retazos. El funeral de la ciudad moderna.
Desconozco qué puede llevar a personas medianamente cultas a destruir edificios o construcciones que tienen que ver con el respirar de un lugar. Que acompañaron el desandar histórico. Deberían protegerse esos sitios, que no dependan de la buena voluntad de la gente. En muchos países se conservan edificios de valor arquitectónico, pero no sé por qué motivo aquí no se respetan la belleza o la estética. Indignante. Y las excusas son siempre las mismas. Con ellas en el discurso se demuelen o se «remodelan» o «modernizan». Muy pocas veces se intenta preservar. Quedan, entonces, trozos de materia inerte que sin embargo se llevan al vertedero parte de la vida de quienes moraron entre ellos. Fueron parte de un día a día que ya nunca volverá, el mañana será distinto, ojalá que sea mejor, pero nunca igual. Con ellos se esfuma ese pasado, con sus penas y sus alegrías. La estética del patrimonio cultural no es lujo, es más bien un derecho.
Algo similar ocurre con los arbolitos. Podemos percibir sus preocupaciones cuando salimos a caminar. Fruncen el ceño. No saben de su suerte. Arbolitos que caen ante el frío filo del hacha, o la dentadura metálica de las motosierras. Caen muchos. Aquí y allá. O son mutilados. Quedan malheridos. No pueden entenderlo. El cemento tapando todo. O siendo parte de las construcciones propias de la especulación edilicia. Lo importante siempre es demostrar una actitud espiritual frente a las cosas.
En una de sus Aguafuertes porteñas, publicada en el diario El Mundo a finales de los años veinte, Roberto Arlt redactaba una suerte de poema baudelaireano sobre la belleza nocturna de un espacio público de culto: la vieja calle Corrientes, previo al ensanche. Ese texto de Arlt tomaba partido sobre la valorización del espacio público como forma de compartir los estilos, las identidades y lo que por entonces solía llamarse «el alma de la ciudad». Uno de los signos de vigor y salud de las ciudades es la aptitud de sus habitantes para expandir y compartir el espacio público, como preservar reductos que transpiran vivencias y sentires del lugar.
Personas menos sentimentales que Arlt parecen empeñadas en convertir a diferentes ciudades, en la mayoría de las provincias de mi país, en un episodio de Mad Max. Esas manos desaprensivas que se encargan del caos. Del deterioro de la identidad. De la desvalorización. Alguien dijo que el hombre mata lo que ama, pero debe ser verdadera la perogrullada que sostiene que mata lo que no ama. El temor cada vez más instalado a parecernos a una naturaleza muerta, la naturaleza de la desidia y el olvido. Todo exhibido en el museo de las ausencias.