El sueño de Dostoievski

El sueño de Dostoievski (Esperando a Sonia)

Volví a leer “Crimen y castigo” después de mucho tiempo. Y fue como haberme rencontrado con un montón de amigos que extrañaba hasta el delirio. Los acompañé por las calles insoportables de San Petersburgo en el verano. Fui con ellos por la Plaza del Heno y a la Avenida Nevski entre peregrinaciones existenciales y vía crucis de dolor. Entré con ellos en tabernas cuyo tufo era insoportable y me saqué “la gorra sebosa” para dejarla en la mesa mientras escuchaba a Raskólnikov y a Marmeládov.

Remonté calles oscuras en medio de noches blancas, casi como una metáfora del laberinto de la conciencia y (sobre todo) de esa luz insoportable que son las obsesiones que no se apagan. Subí al cuchitril de la pensión con Rodia y me quedé mirando el techo con él, ese techo “bajo y opresivo en donde (y Dostovievski ya lo había dicho en “Humillados y ofendidos”) las almas y las ideas se comprimen”. Y fui testigo de todo. Del asesinato de Rodia a la vieja usurera con el hacha, de la sangre en las paredes y la culpa en el alma; del mordisco gangrenado de la muerte en el cuello de las ganas de vivir.

Luego asistí a las caminatas desesperadas de Raskólnikov bajo la luna, casi delirando. Y en una pieza oscura y deprimente (con cáscaras de naranjas en las escaleras) me arrojé con él a los pies de Sonia, esa adolescente prostituida (“suicidada”, diría Artaud) “por la sociedad” y beata por ontología, la única figura de todo el libro que es absolutamente pura; la única Beatriz que puede salvar a los condenados más allá de los libros en este infierno que es el mundo. “Leéme el pasaje de Lázaro”, le pide el ateo Raskólnikov a la cristiana a Sonia; a caso porque siente unas tremendas ansias de resucitar. “Leéme el pasaje de Lázaro”, le pide una vez más el muchacho a la chica en aquellas penumbras.

I had a dream (U mieniá iést míshta)

Sin embargo, fuera de todo lo trillado que yo pueda decir sobre Dostoievski y sobre un libro que ya tiene 156 años, lo que más me llamó la atención de esta relectura fue un párrafo que había olvidado por completo. Es un pasaje que pertenece al “Epílogo” y que hoy, a la luz de los últimos acontecimientos planetarios, me pareció una verdadera profecía. Incluso me sorprendió no haberlo escuchado citar por la radio, cuando en 2020 el mundo parecía ávido de noticias sobre el fin. Y se citaba cada día a San Malaquías, Nostradamus y Parravicini más que a cualquier médico o virólogo.

Helo aquí.

“Raskólnikov permaneció en el hospital del presidio y, ya convaleciente recordó los sueños que había tenido mientras deliraba. Había creído ver, en su desvarío, que todo el mundo era víctima de una terrible peste que arrancaba de las profundidades del Asia y se extendía hacia Europa. Los seres humanos estaban condenados a perecer, excepto un número muy reducido de elegidos. Habían aparecido unos parásitos de un tipo nuevo, seres microscópicos que se introducían en el cuerpo de las personas. Pero esos parásitos estaban dotados de inteligencia y voluntad. Las personas en cuyos cuerpos se infiltraban, se volvían endemoniadas y locas. Pero nunca los hombres se habían considerado tan lúcidos y seguros de poseer la verdad como los apestados. Nunca habían tenido tanta confianza en la infalibilidad de sus sentencias. Poblados enteros se contagiaban de aquella locura. Estaban alarmados y nadie comprendía a los demás, cada uno pensaba que él poseía la verdad. Y no sabían a quién juzgar ni cómo juzgarle; no podían ponerse de acuerdo sobre lo que era el mal y lo que era el bien”.

Seguramente la “pandemia” del 2020 ya estaba latiendo en aquel sueño. Sin embargo, lo que más me conmovió (“lo que más me alarmó”, debiera decir) fue “el otro” diagnóstico de Dostoievski. No el sanitario sino el “moral”, el de esa humanidad atacada por la locura pero que se cree lúcida; esa humanidad que se ha vuelto imbécil a base de mentiras pero que se siente portadora de “la verdad” absoluta. Esa humanidad que (y esto es lo más aterrador) no puede ponerse de acuerdo sobre “lo que es el bien y lo que es el mal”.

El apocalipsis de Isaías

Y entonces, volvió a mi cabeza aquel versículo del profeta Isaías (5,20) que dice (que grita): “¡Ay de los que llamen al mal bien y al bien mal; que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!”.

Dostoievski vio estos tiempos a través de un sueño de Raskolnikov, como el apóstol Juan vio el final de los tiempos desde su destierro en la Isla de Patmos. Y ambos podrían haber cantado, parafraseando a Leonard Cohen, “He visto el futuro, hermano; es un asesinato”.

Bajo ese diagnóstico moral estamos los “personajes” de esta novela infinitamente inferior a las de Dostoievski que es la vida; discutiendo desde “la propia verdad inamovible” y sin ninguna humildad para aceptar la verdad ajena. Y casi que, junto al fariseo del Evangelio de Lucas (18,9), estamos a punto de gritar: “¡Oh, Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano”.

Y jamás se nos pasa por la cabeza que ese “publicano” puede estar más cerca de la luz que nosotros. Mucho menos que “ese publicano” es (exactamente) “el prójimo”. Eso le faltó escribir a Dostoievski para que su profecía fuese declaradamente estremecedora: “¡Ay de los que llamen “publicano” al prójimo y den gracias por no ser como su hermano!”.

El Evangelio de la Siberia

A imagen y semejanza de Raskólnikov, Dostoievski era ateo en su primera juventud. Inclusive coqueteó con el “Círculo Petrashevski”, una organización desde donde se propagaba el socialismo utópico, semilla del futuro comunismo que el autor deploraría hasta el desprecio (y ese “desprecio” sería el germen de su próxima gran novela, “Los Endemoniados”, de 1871).

Lo cierto es que Dostoievski, atrapado en una reunión clandestina (que en mucho recuerda al secuestro express de “Operación masacre” de Rodolgo Walsh, publicada un siglo después) fue condenado a muerte por conspirar contra el zar. Pero meses después y ante el pelotón de fusilamiento, la ejecución le fue conmutada por diez años de trabajos forzados en Siberia.

Y Dostoievski, que esa noche y con apenas 27 años supo lo que era morir, se tomó aquella deportación como una resurrección. (“Léeme el pasaje de Lázaro, Sonia”) En el presidio aprendió, como en ninguna universidad de la tierra, sobre el alma humana en general y la rusa en particular. Y como el único libro permitido allí era La Biblia, se hizo cristiano devoto; casi un exégeta del evangelio. Y si creemos a su maravillosa biografía novelada, que son sus “Memorias de la casa de los muertos”, con ese evangelio “ajado y seboso” alfabetizó a varios presidiarios que, sin saberlo, tuvieron por maestro al mejor escritor ruso de todos los tiempos (con Chejov y Nabokov a la cabeza, o al menos ese es mi podio).

Lo cierto es que Dostoievski no parafraseó al profeta Isaías en su novela; pero en cambio se dio cuenta de “la otra pandemia” que atacaría a los hombres; la de creerse imbécilmente el “portador de la verdad”. Y, por cierto, de creerse “mejor” que esos otros hombres a los que hay que matar o adoctrinar, pero que no pueden vivir mientras piensen distinto. Porque si algo no permiten estos tiempos, es la libertad de la conciencia. Sólo se existe (sólo se percibe) a través del pensamiento único. Y todo “pensamiento personal” no existe hasta que no se “despersonalizan”; hasta que no se alinea con alguna ideología social preponderante; que no son muchas y que se parecen demasiado. Sobre todo en la no-aceptación a cualquier otra cosmovisión del mundo.   

Así, lejos de “atrasar” caminando solo por la San Petersburgo del siglo diecinueve y presa de un “problema moral” (no económico ni social, como quisieran los actuales tiempos prosaicos), Raskólnikov fue el primer personaje “del siglo veintiuno” en la literatura.

Esperando a Sonia

Cuando Raskólnikov se entrega finalmente a la policía, confiesa su crimen y acepta su castigo. Y toma el tren de los condenados a Siberia como a un círculo del infierno. Y a pesar de que Sonia deja todo para seguirlo, Raskólnikov no termina de arrepentirse de su crimen. La chica lo visita cada tarde radiante, como esperando que la oscuridad se evapore de sus ojos. Y no sólo se ocupa de él, sino de todos los demás presidiarios del pabellón. A todos les zurce la ropa, les trae bollos de las panaderías o les redacta cartas para sus familiares. Y así, con apenas 18 años, esa chica flaquita y demacrada, esa chica empujada (“suicidada”, vuelve a gritar Artaud) a la prostitución en las ciudades, se ha convertido en una especie de “santa” de la estepa.

Sin embargo, Raskólnikov la desprecia. La maltrata cada vez que la ve y que puede; acaso en la misma medida en que la necesita. Hasta que un día, Sonia ya no viene. Ha caído gravemente enferma y Raskólnikov se desespera hasta la angustia. Teme que, con la muerte de Sonia, muera él también. (“Léeme aquel pasaje de Lázaro, por favor…”) Y así pasa los días, mucho más amargado que cuando cometió el asesinato.

Hasta que una tarde y cuando Raskólnikov descansa de los trabajos forzados con la mirada perdida en el abismo, siente que una mano pequeña ha tomado la suya. Es ella. Es Sonia que ha vuelto. “No fue más que una fiebre”, le dice.

Y entonces, por primera vez en toda la novela, Raskólnikov siente amor en su pecho. Siente que Dios o Cristo o la misericordia del mundo lo han perdonado sólo porque le da la mano esa chica; la más luminosa, la más necesaria de toda la literatura.

Quiero creer que hoy, 156 años después de abrir el sueño de Raskólnikov y enunciar aquella profecía, Dostoievski cerró la caja de pandora. Y que nos dejó en el fondo la esperanza. La posibilidad de que, en este otro presidio que es el mundo, Sonia vuelva desde sus páginas y nos de la mano también. Y nos diga que el amor salva. Y nos diga que Cristo vive en nosotros. Y nos diga que aún no estamos muertos.

Iván Wielikosielek

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