La vi en aquella vereda gris, como si un nuevo color hubiese caído en el barrio. Era una mujer que no conocía de ninguna parte y menos del vecindario. Tenía un vestido rojo sangre como el sol de aquella tarde. O, mejor aún, como si acabara de teñirlo en la pileta de algún sacrificio y aún goteara al contraluz. Sus piernas, por el contrario, eran blancas como las de una muerta; dos botellas de leche que nunca contuvieron vino alguno. Y calzaba unos zapatos verdes que, aún sobre la vereda, hacían parecer que pisara un pasto salvaje. Rojo, blanco y verde en líneas horizontales era esa mujer. Como la bandera de Hungría, me dije. Y entonces pensé automáticamente en Erszébet Bathory, la condesa que reclutaba chicas por las aldeas con la excusa de darles trabajo. Pero una vez en el castillo, las desangraba hasta llenar su tina y darse baños de eternidad, su vampírico modo de conservar la juventud.
Por cierto que su pelo era pelirrojo también, como el de las grandes vírgenes y las grandes pecadoras. Y casi se confundía con su vestido igual que una llamarada se confunde con un sol agonizante.
¿De dónde había salido esa mujer? ¿Quién la había puesto en medio de aquel barrio gris donde yo me había mudado? ¿Por qué nunca la había visto antes? ¿Era de carne y hueso o era evanescente como el rebote de un espejismo? Parecía cuidar, en silencio, a dos chicos pálidos que no hablaban. De dónde había salido esa mujer… No me animaba a preguntar y ni siquiera con la imaginación me lo supe responder.
Era cierto que yo no era muy sociable con los vecinos; aunque ellos me ignoraban hasta una antipatía apenas concebible; como si no terminaban de aceptar a ese muchacho que iba siempre de negro y, además de ser inquilino, parecía no tener más familia que su perro. Pero también era cierto que, aunque yo no sabía sus nombres, los conocía a todos de vista y ubicaba sus casas. Y la mayoría,revocadas de arena o de gris, se parecían horriblemente a sus dueños. Pero aquella mujer, estaba seguro, no pertenecía al vecindario ni al mundo. Y cuando pasé a su lado con mi perro, escuché algún fonema que emitió para que los nenes entraran. Su voz resonó sin que fuera idioma, pero en cambio decodifiqué la emoción de aquella garganta. Y esa voz me produjo una súbita excitación. Acaso por acoplarse al póstumo chillido de los teros.
Aunque hacía poco que estábamos en primavera, el otoño no se iba. Y hasta uno podía pensar que se empecinaba en quedarse, mimetizándose con el color del barrio. Pero hete aquí que esa mujer se había aparecido como un fabuloso anticipo del reino de las flores. Y, junto a ella, el ceibo de la vereda asomaba sus primeros brotes escarlata. Sin embargo parecían desteñidos a su lado; como si la condesa también les hubiera chupado la sangre.
Algunas leyendas dicen que cuando la sangre de un muerto toca el suelo, brota un hada. ¿Y si esa mujer fuese la gota de un vampiro?
Cuando volvimos del paseo con mi perro, la chica ya no estaba. Y fue “Gorki” quién me marcó su ausencia o el último vestigio de su rastro. Se había quedado olfateando un baldecito en la arena, como si hubiera descubierto un hueso o el orín de una perra en celo.
Desde entonces, pasé todas las veces que pude por ahí. Pero no volví a ver a la mujer pelirroja ni a mujer alguna en la casa sin revocar. Tan sólo una vez avisté, desde lejos,a los chicos pálidos jugando en la arena. Entonces pensé que quizás esa aparición fuera un sueño; tal vez una prima extranjera de la familia que había venido de visitas o una fugaz niñera. Pero descarté enseguida todas las variantes. Aquella mujer tenía algo inexplicablemente materno; y su aura era de noble y no de empleada ¿Quién era, entonces? Me lo pregunté incluso, cuando meses más tarde vi a otra mujer de pelo negro en la misma casa; una que me recordó tremendamente a Erszébet por su altura y su peinado. Pero no era ella. No podía ser ella. Además, esta nueva chica estaba embarazada. ¿Sería,acaso, su hermana? La mujer entraba en el garaje y tras ella, una camioneta gris. Y tras la camioneta, el portón mecánico se bajó clausurando mis ansias.
Pasó un año, yo renové el contrato y seguí en el barrio con la misma ropa y el mismo perro. Y entonces pasé de nuevo frente a la casa; como un planeta puntual por la gris constelación de la indiferencia. La escenografía era la misma;el montículo de arena, el balde plástico, el ceibo apenas estrellado… Sólo que en los últimos días de aquel otoño, la casa había sido revocada de arena fina y sus paredes brillaba como el pelaje de un topo. Esta vez no había sol ni teros. Y cuando los perros del vecino ladraron, toda la pampa se estremeció como los Cárpatos. Era una tarde glacial, más cercana al invierno en Budapest que a la primavera de Córdoba. Y fue entonces cuando se levantó aquel viento. Las ramas de los árboles se sacudieron como saludando al frío con sus brazos muertos. Y entonces, aquella mujer morena de unos meses atrás, salió a la vereda. Llevaba un bebé en brazos y tenía un vestido rojo parecido al de la condesa, aunque visiblemente desteñido; como un viejo sol pintado con fibras en el cuaderno olvidado de un niño. Así de antiguo y deslavado era, y por eso no brillaba en el barrio. Parecía haberse ensuciado en la misma paleta ocre conque la vida pintaba el aura de los vecinos. Las piernas seguían tan blancas como antes y sus zapatos ahora eran blancos; como si pisara las baldosas asépticas de aquella vida gris. Negro, rojo y blanco a franjas horizontales, así era aquella mujer, me dije. Como una bandera del Partido Intransigente y sus moderadas pancartas en un acto sin gente. No; aquella no podía ser Erszébet, “mi” Erszébet. “Siempre dejan las cosas tiradas”, les gritó a los chicos pálidos que la esperaban en el umbral y que apenas reconocí. “¡Entren que se viene la tormenta!” les dijo. Y su voz me volvió a causar, sólo por un segundo, aquel efecto del pasado. Luego, volviéndose con el baldecito a su casa, cubrió a la criatura con una manta y cerró la puerta. Cuando mi perro husmeó las huellas que había dejado, yo descubrí las últimas señales de mi condesa; unas flores de ceibo como gotas de sangre que estrellaban la arena. Era su adiós definitivo. Su modo de decirme que no volvería jamás.
Por Iván Wielikosielek