Por Luis Matías González
Disney no creó a Peter Pan. Lo masificó. Lo que no es poco, pero tampoco mucho como para regalarles semejantes laureles a Walt & cía.
La creación del niño de Neverland, o del país del Nunca Jamás (según la criolla traducción), se la debemos al bueno de James Barrie.
Y mas allá de ese pequeño entrañable personaje, de sus amigos y enemigos, hay una frase que le pertenece también y que no aparece en ese libro, sino en una biografía.
Barrie alguna vez dijo que el horror de su infancia, lo que siempre lo atormentaba, era la certeza de que se acercaba el tiempo de renunciar a sus juegos de niño. Por eso resolvió seguir jugando de adulto, pero hacerlo en secreto.
Y es extraordinario.
Porque muchos nos adivinamos a cada instante de nuestras vidas, peleando contra la resignación, contra la mirada gris que plantea la adultez tal como se la mira socialmente.
Nos aferramos al marco de la puerta del ingreso a ese penoso período de la vida, como justamente los niños lo hacen para que no los saquen de una juguetería.
Entonces en secreto, en lo más íntimo, jugamos.
Y no debemos ser pocos.
En la calle corremos carreras inexistentes con un flaco que se nos adelanta a llegar al final de la cuadra. Y lo hacemos por lo bajo, pero buscando siempre la gloria de ganarle.
Si lo logramos incluso, con puño cerrado festejamos la victoria ante la mirada de una vieja extrañada que puede estar pensando lo duras que pueden ser algunas drogas.
O nos duele en el alma tener que pisar las líneas que demarcan las baldosas que integran una vereda, caminando como bordeando un precipicio, con ese cuidado.
E incluso puteando si algo nos hace perder el equilibrio o el paso y arruinar nuestra performance.
Jugamos. En secreto, jugamos.
Y reímos de pavadas.
Le escupimos en la cara a esa mediocre resignación a la que algunos llaman adultez, como dijo alguna vez Dolina.
Corremos, aún siendo escribanos, albañiles, repuesteros o jueces de paz, luego de tocar un timbre en la penumbra de la noche mas oscura, a escondernos en una esquina cercana desde donde espiaremos quien sale a atender a nadie. Y trataremos de escuchar los insultos para desternillarnos de risa, mientras intentamos recuperar la respiración agitada por la corrida de veinte metros.
Miramos la luna y las infinitas estrellas siempre. Y cada una de las veces que lo hacemos, es con la perplejidad de la primera vez.
Hay seres despreciables que se ríen de todo esto. Está bien.
Cierto es que el goce del mundo adulto de la televisión, del progreso personal y del consumo, es muy bien publicitado y nos lleva a todos de las narices.
Pero muchos, en secreto, le sacaremos alguna que otra vez la lengua a toda esa porquería y, disimulando, de madrugada nos hamacaremos fuerte, bien fuerte, mas fuerte, hasta saltar a tocar el cielo, como cuando éramos chicos.
Pero en estas oportunidades lo lograremos y palmearemos allá, en lo alto, aquellas manos que hoy nos son esquivas.
Ojalá así sea.
Mientras tanto, el mundo seguirá dando vueltas por los carriles normales en la superficie, aunque en las profundidades del alma, nosotros retrasaremos un poco el reloj.
Es que para ser un zopenco, no hay apuro.