La caída de la Casa Crespo

El primer domingo de septiembre de 2010, fue encontrado en su casa de Nueva Córdoba el cuerpo sin vida del pintor Carlos Crespo. Había nacido en 1940, se había formado de manera autodidacta y, aunque contemporáneo de Antonio Seguí y Carlos Alonso, su muerte pasó casi desapercibida. Y si se habló de él durante algunos días, mucho más tuvo que ver el suicidio que su obra.Como periodista de un diario del interior, tuvo oportunidad de entrevistar a Crespo en diciembre de 2009. Lo hice a instancias de un amigo en común, Pablo Peisino. Estaba claro que algunos artistas jóvenes como Pablo valoraban mucho más el trabajo de Carlos que los viejos colegas o los nuevos galeristas.El día de aquella entrevista nos quedamos charlando con Crespo hasta muy tarde. Y pocos días después, cuando le llevé el diario con el artículo, se puso contento, me invitó un café y charlamos hasta tarde otra vez. Pero la breve felicidad de aquella tarde no pudo disipar la nube oscura que cubría su mirada. Por eso, cuando nueve meses después me enteré que se había quitado la vida, no me sorprendí. Al contrario, me pareció horriblemente natural que así pasara. Y cuando releí aquella nota (acaso la última que le hicieran) noté que todo estaba ahí; la incomunicación, la tristeza, la soledad insalvable, la pulsión del final. La nota sigue teniendo una actualidad demoledora, al menos para mí. No sólo acerca de lo que significa la honestidad brutal de un artista a la hora de crear, sino sobre el desafío (cada vez más demencial) de “habitar poéticamente la Tierra”. Hela aquí.

VISITA AL MAESTRO

En pleno corazón de Nueva Córdoba y desafiando toda idea de progreso, se levanta una vivienda de ladrillos con zaguán y patio. Rodeada por torres de quince pisos para estudiantes, la casa se empeña en seguir en pie muy a pesar de las inmobiliarias que ya le echaron el ojo; lo que equivale a decir que la mafia se la tiene jurada a un pobre hombre indefenso. Y es bajo los techos de chapa de esa vivienda donde habita, como el último ejemplar de una especie ya extinguida, el pintor cordobés Carlos Crespo.Toco el timbre y entre los ruidos de la construcción una voz me contesta desde la ventana del primer piso: “¡Ahí bajo!”. Pocos segundos después, la puerta de calle se abre y la figura del artista se recorta contra el alargado fondo de un pasillo.

“Pasá y subamos a mi estudio que vamos a estar más tranquilos”. “¿Lo dice por los ruidos?” le pregunto. “Lo digo por todo”, me contesta lacónico. Y sin mediar palabras, Crespo me guía por una escalerita de caracol de fierro esquivando macetas regadas por los diluvios.

EN PRIMERA PERSONA

“Nací y crecí en esta casa” dice Crespo, como la declaración de principios de Roderick Usher en aquel cuento de Poe, antes que todo se derrumbe con él adentro. “Muchos amigos me dicen que por qué no me mudo, que en este lugar ya no se puede vivir. Pero no sé si a esta altura tendré fuerzas”. Y en su voz hay una vieja resignación que no tiene que ver exactamente con la debilidad.

El atelier de Crespo consta de dos salones con piso de cemento. El primero es oscuro y tiene un escritorio que, a juzgar por una veintena de pinceles alineados, le sirve también de tablero. El segundo, aunque más claro, es amplio y vacío con un caballete al medio, grandes bastidores apoyados en la pared y las pinturas de su última muestra apiladas; una veintena de cartones del tamaño de una pequeña ventana que expuso en el Museo Genaro Pérez en compañía de dos jóvenes artistas: Pablo Peisino y Gustavo Piñero. Y es en torno a esa pila de cartones como alrededor de un fogón del vacío donde empieza esta charla.“Uno trabaja para evitar la angustia que produce el no saber qué significa esto de estar vivo. Uno pinta porque tiene la sensación de que el tiempo pasa y uno se va poniendo más grande y después viene lo peor, la muerte… O tal vez sea lo mejor…”.

Y Crespo se ríe por única vez en todo el reportaje. El hombre habla con voz agriada y profunda pero con las inflexiones de un niño. Y la definición de su voz bien que podría servir también para toda su pintura. Porque la angustia existencial que se revela en sus figuras no parecen las de un señor de setenta años sino las de un niño que hace setenta años se pregunta las mismas cosas mediante colores y símbolos. Entonces Crespo me hace señas para que pasemos al escritorio.

“Vamos a estar más cómodos si nos sentamos”, en lo que es su segunda invitación al descanso.Una vez allí, el pintor enciende la pantalla de un velador que arroja sobre su rostro una luz de cuartel para arrancar confesiones. Y es que se ha propuesto exactamente eso, arrancarse una confesión estética y vital; ética y existencial de sí mismo. Y las pupilas de sus ojos profundamente azules se dilatan como globos de vértigo en la noche. “Te decía de la muerte. Yo personalmente creo que ahí se acaba todo. Que uno no siente más nada. Ni bueno ni malo. Pero yo no pinto sólo por eso, sino para dejar una especie de testimonio de lo que he tenido que vivir. Así como cada cultura ha dejado lo suyo como los romanos. O cada movimiento, como los impresionistas o los cubistas.

Pero yo no creo en los movimientos. Esos son cajoncitos donde ponemos las tendencias del arte de cada época. Pero en realidad cada obra es única. El artista no se puede repetir, aunque a veces lo haga. Yo pienso que mientras más cambia el artista, más importante es su obra”.

-¿Y eso cómo se consigue?

-Entrando en ese mundo que está entre la realidad y el sueño, esos mundos apenas separados por una pared muy finita. En esos momentos vos pintás y tu espíritu trabaja solo, como en los sueños. Cuando estás muy metido en la obra, tu cabeza ya no pertenece a tu cuerpo sino que está elaborando un objeto que es real e irreal a la vez. La creación de un mundo nuevo. Algo que te crea confusión y a la vez te despierta. Eso es lo máximo que puede lograr un artista.

OBRA ATÍPICA

-En una ciudad de paisajistas y de vanguardia ¿la obra de Carlos Crespo es atípica?

-Sí, pero eso es algo totalmente voluntario. Yo nunca quise parecerme a nadie ni quise ir a ninguna academia para poder mantener mi independencia artística. Yo veía que todos los alumnos que salían de la academia hacían algo parecido a su profesor. Y yo no quería ser un hijito de una línea de pintura. Traté de buscar mi línea pero no sabía para dónde iba a salir. Sólo sabía que el resultado sería mío.

-¿Y cómo es esa línea, Carlos?

-Trabajo mucho sobre mi vida interior y a lo que veo lo transformo enseguida, pero metafóricamente. Mi mente trabaja así. Soy muy observador y hasta molesto a la gente con eso. La gente no quiere que la observen y a mí me gusta la belleza, ya sea la de una mujer o la de un objeto.

-¿O sea que hay distintos tipos de belleza?

-Sí. Existe “lo lindo” pero eso a mí no me interesa. Digamos que me siento atraído por “lo singular”. Y yo quiero que lo que pinto no se parezca a nada. Te cuento algo. Yo cursaba arquitectura por imposición de mi vieja. Hice tres años y me iba muy bien. Pero a los veinte años, vos necesitás hacer cosas. Y yo veía que nunca iba a poder construir los edificios que me imaginaba. Yo tenía ideas bastante estrafalarias en esa época; y ahora también… Así que dejé arquitectura y empecé a pintar casi sin ningún conocimiento técnico. En el fondo, me arrepiento un poco de no haber pasado por ninguna escuela de arte. Porque si bien ese era mi deseo, a la vez perdí mucho tiempo. Hay cosas elementales de la técnica que son pavadas cuando alguien te las explica, pero cuando partís de cero son dificilísimas. Fui aprendiendo poco a poco y sin maestros; y miraba mucha pintura.

-¿Y a dónde iba a ver pintura?

-A todos los museos. A veces me hacía viajes a Buenos Aires nada más que para ver muestras. Luego tuve un compañero de taller; un estudiante de filosofía que pintaba. Ese muchacho sabía de técnica y lo observaba. Fue mi único profesor sin quererlo. Se llamaba Oscar Curtino y era un gran artista. Lamentablemente ya murió. Era un muchacho con mucha alegría de vivir. Nada que ver conmigo. Yo soy todo lo contrario. Soy muy pesimista.

-¿Y a qué se debe ese pesimismo, Carlos?

-Estuve yendo mucho tiempo al médico y he llegado a la conclusión que todo viene de la infancia. Mi padre se murió cuando yo era chico y prácticamente no lo conocí. Por eso siempre fui muy inseguro; porque nunca tuve un guía o alguien que me dijera cómo son las cosas. Y yo me fui criando en un autismo casi total, donde prácticamente no hablaba. Mi madre tenía un carácter muy fuerte y cuando murió mi padre, ella nos trataba mal a mis hermanos y a mí. Yo siempre le tuve miedo a mi madre y eso me hizo tener miedo de la gente. A veces me despierto bien, pero en general me gana el pesimismo. La idea de la muerte y de que todo va a terminar, pesa más en mí que las cosas lindas que hay en la vida. Yo tengo mucho miedo de vivir.

-Pero el arte lo sociabilizó…

-Uhhh… El arte me cambió muchísimo. Pero en este país nunca hubo estímulo para el arte. Nunca se valoró la creación ni el trabajo intelectual. La gente no sabe todo lo que cuesta crear, la cantidad de energía que hay que poner. Sin embargo, vender no tiene nada que ver con el arte. Hay tipos como Bottero o Seguí que se merecen lo que tienen porque se han esforzado. Bottero tuvo la capacidad de irse metiendo en el mercado del arte, que no tiene nada que ver con el arte. Pero si te va bien en ese mercado, tenés la cabeza más tranquila para crear. Aunque a lo mejor el tiempo empieza a degradar el valor de esa obra.

“SER” A TRAVÉS DE UN CUADRO

-¿Y lo suyo, Carlos?

-A mí lo que me dio la vida es la pintura. Si después lo mío desaparece y a la gente no le interesa, yo no tengo la culpa. Yo crecí creyendo en el arte de la pintura. No lo hice para ganar plata. Lo hice admirando a los grandes artistas; a Van Gogh, a Picasso… Yo quería ser como ellos. Por supuesto que con el paso del tiempo me fui dando cuenta que viviendo en Córdoba nunca lo iba a lograr. Esos grandes artistas tuvieron la gran virtud de irse a los lugares donde se podía realizar una carrera y le daban valor a lo intelectual…

-Más precisamente en Francia…

-Sí. Yo también fui varias veces a Francia, pero siempre por lapsos pequeños de tiempo. Lo que sí te digo es que en Córdoba no hay cultura. Acá la gente, salvo poquísimas excepciones, se toma la pintura como algo decorativo. Y eso no es arte. A mí muchos “marchands” me han criticado por pensar así. Me han dicho “loco, vos estás pateando el tablero de los que vendemos”. Pero yo no pateaba ningún tablero. Yo sólo decía lo que pensaba. Esta ciudad es muy cholula. Siempre admiramos a los que venden, a los extranjeros. Y yo siempre pensé que debemos pintar sin que nos importe lo que va a decir Francia o Estados Unidos.

-¿Qué es lo que viene en la pintura de Carlos Crespo?

-Esa es una pregunta muy difícil para mí. Después de hacer esta muestra me he desinflado mucho. Hasta la inauguración vine pintando sin parar; pero el desinterés de la gente me ha quitado muchísima energía y ahora viene la resaca…

Y entonces el hombre traga saliva y hace una pausa, la primera de toda la charla. Luego, las palabras vuelven a fluir con la quietud de un tranquilo arroyo.“Esta vez no vendí nada pero el problema no es vender. Además, yo nunca fui de vender mucho. Lo que me duele es la falta de respuesta, la falta de interés, poner tanto en los cuadros y luego descolgar la muestra sin ninguna devolución, sin nada…”

Y Crespo mira las láminas que ha ido poniendo una al lado de la otra; esas fabulosas ejecuciones donde su estilo inconfundible homenajea a Chagall y Gauguin pero siguen formulando las mismas viejas preguntas. Las que se hace este niño de setenta años al agarrar los pinceles. Las que se hace este hijo que creció sin un padre. Las que atormentan a este hombre que no se irá nunca de su casa porque es metáfora de su propia alma. De esa casa que al igual que todo su arte se empeña en levantarse en medio de la indiferencia. O en medio de la mirada de arquitectos que sólo ven una futura demolición sin saber que ahí adentro, un ser humano, dialoga con su espíritu y con todos los misterios del universo.

Iván Wielikosielek

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