La eterna congelación de Kolymá

Leer a Varlam Shalamov es encontrarse con un testimonio del infierno. Leer, por ejemplo, «Relatos de Kolymá», es toparse con la pluma de alguien que fue capaz de decir lo indecible, de representar lo irrepresentable. Los relatos de Shalamov son un auténtico descenso al horror, pero también una reflexión profunda sobre la manera de burilar alguna forma de belleza en medio de las situaciones más degradantes. Estoy seguro que después de leer a Shalamov pocos se aventurarían a utilizar la palabra «infierno» de manera gratuita.
Camus esboza en “El hombre rebelde” que el siglo pasado reemplazó al crimen de pasión por la lógica siniestra del asesinato en masa. En ese escenario turbulento llamado Kolymá, bajo el poder stalinista, esta lógica operó implacable. Un ambiente subhumano. Shalamov transcurrió dieciseis años de su vida confinado allí. Lo acusaron de ser agente trozkista. Millones de hombres padecieron los rigores de una arbitrariedad sin límites, tan cínica como metodológica. Se estima que alrededor de tres millones de ellos no regresaron. A decir de Kapuscinski, el nombre de Kolymá debe incorporarse a la lista de pesadillas del siglo veinte, junto con Auschwitz y Treblinka. Porque aquellos que sobrevivieron nunca volvieron a ser los mismos de antes.
Shalamov no sólo no claudicó, sino que escribió lo que escribió. Retratando la maldad humana. Lo hace con impavidez. Dice que es imposible transmitirlo en el papel. Estos relatos de Shalamov cayeron en mis manos hace dos años. En «Sentencia», recapacita: “El amor no me volvió. Qué lejos queda el amor de la envidia, del miedo, de la furia. Qué poco necesitan del amor los hombres. El amor regresa cuando ya han renacido los demás sentimientos humanos. El amor llega último, es el último en regresar, aunque ¿de verdad regresa? Pero no sólo la indiferencia, la envidia, el miedo fueron testigos de mi retorno a la vida. La piedad de los animales regresó antes que la piedad de los hombres”.
Shalamov se definía como «un cronista de mi propia alma». Como un entomólogo apunta con la obsesión de un orfebre cada instante en ese campo de concentración, donde el salvajismo primario sacudía las horas. «Cada relato, cada una de sus frases, previamente, los grité en mi habitación vacía. Siempre hablo conmigo mismo cuando escribo. Grito, amenazo, lloro. No puedo detener el llanto. Y sólo después, cuando terminé, me seco las lágrimas”. En «La cuarentena de tifus», escribe: “Muchos compañeros habían muerto. Pero algo más peligroso no le dejaba morirse. ¿El amor? ¿El odio? No. El hombre vive por la misma razón que vive el árbol, la piedra, el perro. Y todo eso lo había comprendido, o más que comprenderlo, lo percibía muy bien justamente aquí, en este campo de tránsito, durante la cuarentena de tifus”.
Kafka escribe el castigo en el cuerpo en «La colonia penitenciaria». Shalamov busca recuperarlo. No se abandona a la tentación del suicidio. Pareciera concordar con Dostoievsky: «Se puede amar al prójimo sólo a la distancia». El ruso reinvindica al hombre mediante la búsqueda de belleza. Lo entiende como sinónimo de sabiduría. Con estos relatos trasciende la literatura carcelaria con un estilo pulcro, directo. Describe lo que ve, pero lo describe como si lo viera por vez primera. Mirada descarnada de los hechos que fluye con una transparencia que lastima.

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Autor

Raúl Bertone