Recurriendo al arte para mostrar que todas las barreras que enfrentan las personas con discapacidad para vivir con autonomía no son inherentes a sus cuerpos ni a sus mentes, sino que son generadas, sostenidas y profundizadas por sus entornos, la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) y la Asociación Azul, convocaron recientemente a un concurso para promover la creación de obras artísticas que visibilicen la importancia de garantizar a las personas con discapacidad el derecho a la vida independiente.
El concurso se llamó Sin barreras, y concentró tres categorías: Artes visuales, Letras y una denominada En primera persona. Esta última admitió diferentes formatos, pero se dirigió solo a personas con discapacidad. La recepción de los trabajos cerró el 21 de marzo pasado, logrando la participación de más de 300 personas de todo el país. En el marco de cada categoría se entregaron premios en efectivo, y una serie de menciones especiales. A su vez, las obras ganadoras son exhibidas en una galería virtual, agrupadas en tres salas (concursosinbarreras.org). El jurado estuvo conformado por referentes de las distintas disciplinas artísticas, por especialistas en derechos de las personas con discapacidad y por integrantes de las dos asociaciones.
El músico y docente Matías Bonavitta participó en dicho concurso con un cuento titulado Fulbito, manicure, pelucas, Hola Susana, siendo merecedor de una mención en la sección Literatura. Nacido en Pellegrini en 1983, y viviendo actualmente en General Pico, ciudad que lo cobijó desde niño, Bonavitta, además de cultivar la música, es Licenciado y Profesor en Psicología, Especialista en Psicología Clínica y Acompañante Terapéutico. Es Tesista de la Maestría en Antropología de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNC, y también docente, volcando sus conocimientos en diferentes Centros, Escuelas y Espacios.
«Mi presentación a este concurso fue vivido con motivación, llevo casi 18 años de labor con personas con discapacidad, en tanto, el trabajo con y mediante el arte siempre estuvo presente. A veces estuvo ligado a trabajar cuestiones como la accesibilidad, mediante por ejemplo, softwares musicales para que personas con parálisis cerebral puedan tocar moviendo sólo los ojos; también he construido instrumentos como “guantes panderetas”, teclados con teclas iluminadas.También recuerdo una obra en la que traducimos una poesía de Alejandra Pizarnik en distintas lenguas, incluida, la de señas, y en el último año, a través del libro/cancionero “Tejido de cuerdas y pájaros” publicaciones de partituras de charango/ronroco en sistema Braille«, contó Bonavitta, entrevistado por El Lobo Estepario.
La Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ) es una organización apartidaria, sin fines de lucro, fundada en 2002 y dedicada a la defensa de los derechos de grupos vulnerabilizados, y tiene por objetivo defender la efectiva vigencia de la Constitución Nacional y los principios del Estado de derecho. En tanto, la Asociación Azul es una organización civil sin fines de lucro, fundada en 2007 y radicada en La Plata, cuya misión es apoyar, propiciar y contribuir a la vida independiente de las personas con discapacidad, sin distinción alguna, y a su inclusión en la comunidad, según sus propias ideas, opiniones, preferencias, deseos y necesidades. Está formada por personas con distintos tipos de discapacidad, incluidas aquellas con altas necesidades de apoyo, y por familiares.
Bonavitta continuó diciendo, en lo que respecta a su participación durante los últimos años, que «otras tantas veces estuvieron ligadas a coordinar talleres mediante la palabra/escritura, grabación de discos, creación de canciones y operación técnica de programas de radios en distintas instituciones ligadas a la discapacidad y/o Salud Mental. Toda esa actividad artística y experiencial en distintos organismos e instituciones, inevitablemente, fue coloreando mi búsqueda artística más personal, de allí es que surgió el cuento que fue seleccionado. A través de distintos personajes aborda un escenario que he transitado y que está sujeto al poder de normalización capilarizado a lo largo y a lo ancho de nuestra sociedad, lo que se traduce en una continua dificultad de las personas con discapacidad de “ser como se desea ser”, entre otros obstáculos diarios».
Garantizar la vida independiente y tratando de brindar a cada una los apoyos que necesita. Asegurar este derecho es condición esencial para crear sociedades más plurales y diversas. Bonavitta agregó que «en relación al arte, estoy convencido de que opera como brújula. Lo siento algo así como si se tratase de un sistema de coordenadas o un mapa compuesto por flechas que nos indican algo en relación al deseo, tanto singular como colectivo. Una de las cuestiones que más potente me parece del arte, es que permite derivar y divagar. Cuando alguien se mete en una creación, ya sea un dibujo, una canción o una historia, hay algo que se deja llevar por el vagabundeo, la sorpresa y el juego, se producen instantes de auténtica salida de los sentidos hegemónicos, posiblemente por ello, el arte tiende a ser una vía clave para la transformación social, porque puede crear otros universos de sentidos posibles. Hay algo que se desanuda de las convenciones normativas más naturalizadas y sale a explorar otros horizontes. Como decía Pichón Riviere, ofrece un sentido que no existía antes. El arte comunica lo propio y lo colectivo, trasmitiendo muchas veces, aquello indecible por otros canales de comunicación. Desde esta lectura, la Galería de Sin barreras pone en juego otros mundos de sentidos posibles, comunica estéticamente lo que en otros espacios sociales puede estar cercado por significaciones que obturan en vez de abrir».
«Sin dudas, una iniciativa artística como esta, que fogonea la creación a través de la necesidad de visibilizar un derecho obstaculizado (la vida independiente), resulta crucial. Luego del encuentro para conocernos que tuvimos con las y los artistas que participaron pude notar que si bien todas y todos habíamos realizado cosas distintas, con lenguajes y técnicas disímiles, coincidíamos en el deseo de querer alejarnos de una lectura de la realidad patologizante. Lo cual no resulta sencillo, tradicionalmente la discapacidad ha sido considerada fruto de las deficiencias biológicas de algunos cuerpos estimados anormales, lo que responde a un proceso de patologización social realizado entre el siglo XVIII y XIX, en donde los cuerpos que no se ajustaban al patrón hegemónico que se quería imponer fueron atravesados por una serie de categorías ligadas a la anormalidad, de allí que se ordenaron destinos de apartamiento y exclusión. Recién en los 60´ brotó un movimiento de personas con discapacidades llamado Movimiento de Vida Independiente (MVI), que denunció que las limitaciones individuales no son el problema sino el entorno discapacitante, reclamando los derechos adquiridos por otros grupos humanos. Su lema “¡Nada sobre nosotros sin nosotros! ” avanzó logrando distintas conquistas sociales, como la ratificación de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad en el 2006, cuyos cincuenta artículos recogen derechos civiles, políticos, sociales, económicos y culturales, adoptando una definición social de discapacidad. Si bien este salto de paradigma permitió que muchas condiciones de vida mejoren, es cierto que aún los discursos y prácticas que estigmatizan y frenan los derechos aún operan con muchísima fuerza. En este sentido, creo que las y los artistas presentes en la galería, con ideas artísticas y biografías distintas, creamos obras conducidas por una episteme artística opuesta a la dominante. Acá el reconocimiento de nuestra inherente y humana inter-dependencia se puso en juego, a la vez que la envión ontológica que plantea que la fragilidad es tan universal como el derecho a una vida independiente», concluyó Bonavitta.
Fulbito, manicure, pelucas, Hola Susana
Tras haber caminado quinientos metros aproximadamente, llegué a la cancha de fútbol que yacía situada sobre un monumental terreno que ocupaba casi toda una manzana. No hacía falta ser un experto ingeniero urbano para darse cuenta cómo la robusta arbolada de Plátanos y Ciruelos que había allí integraba una planificada línea recta con otros de su especie emplazados por detrás del altísimo alambrado que hacía de frontera entre el predio institucional y las viviendas que conformaban el asentamiento humano del barrio contiguo. En efecto, si por un instante uno se abstraía de aquella urbanización resultaba posible imaginarse aquel paisaje en otras épocas. Evocándome la anécdota que una de las mujeres del servicio de limpieza del Centro de Día me compartió una vez cuando entrapaba las goteras de las añejas persianas de una de las salas de dicho establecimiento, asegurándome que originariamente éste era una casa de campo y que por allí sólo había frutas que de niña recogía, pues junto a su familia ella había sido una de las primeras habitantes de la zona.
Al igual que muchas canchas de fútbol ésta yacía envuelta por dos grandes tribunas de cemento. Detrás de una de ellas se encontraban unas aulas ocupadas por el sector de Orientación Laboral, de ahí que siempre que se iba para allí uno se topaba con adolescentes, Terapistas Ocupacionales y Profesoras en Educación Especial. Mientras que colindante a la otra estaba el galpón del personal de mantenimiento de la institución, quienes ese viernes soldaban al aire libre unos caños de un porte considerable, a la vez que patrullaban las brasas que ardían entre los dos ladrillos de base que soportaban una vieja parrilla de una heladera; la suave brisa de esa jornada arrimaba a la cancha un humito espectacular con olor a faldeado, personalmente, podía sentir en mi paladar la sal gruesa armonizando con la carne y el pan. Qué, cómo expresó el profe Humberto, motivaba más “a echarse a la sombra a morfar que andar trotando la pelota”. No obstante, la muchachada que poco a poco comenzaba a reunirse allí no lo hacía con el propósito de comer, sino que de jugar.
Pronto, veinte concurrentes con discapacidad intelectual del Centro de Día comenzaron a calentar la cancha. Varios lucían camisetas de cuadros conocidos, aunque luego simplemente se pusieron la que el profe asignó para armar los dos equipos contrincantes, rojo y naranja. Al cabo de unos minutos, comenzó el partido. Por lo que la no muy inflada pelota empezó a rodar pese a que los jugadores se notaban lentos, posiblemente achacados por la medicación, los años y la digestión del almuerzo. El profe Humberto, abrigado con su clásica campera desire gris, los alentaba para que troten más, en tanto, Jaime apuraba a un distraído volante que detuvo el fulbito: “¡sacudila!, ¡tenés menos patada que una pila!». En esa, Claudio, un veinteañero que continuamente se jactaba de ser el Lionel Messi del lugar, disparó cómo galgo arrebatando el esférico. Corrió y corrió, para después hacerle un muy buen pase a Sandro, quien lamentablemente flaqueó para agarrarla; un compañero le gritó con saña: “¡dale lenteja, dale!”, pero fue inútil porque finalmente Chucho tomó la pelota para desfachatadamente patearla con toda su fuerza y clavarla magistralmente adentro del arco rival, “¡gol, gol!”, exclamó mientras besaba su camiseta 10 de la Selección Argentina puesta por debajo de la roja que tenía encima.
De un momento para otro me descubrí profundamente metido en la dinámica del partido, fue entonces que logré apreciar que tanto sobre la tribuna donde estaba sentado cómo por debajo de ella predominaba una agitada sensación de entretenimiento que se hacía carne mediante expresiones corporales de todo tipo: frentes que se frotaban; cejas fruncidas; sonrisas; ojos estáticos sobre la pelota; dedos mayores extendidos; entre otras. Advirtiendo, además, que el fulbito, como le decían los muchachos del Centro de Día, no solamente parecía definirse por usar las piernas en detrimento de las manos, sino que, por rodearse exclusivamente de varones. Lo cual, no parecía deberse a una prohibición femenina verbalizada de modo explícito, pues en reiteradas ocasiones algunas concurrentes mujeres habían sabido participar del juego, aunque era cierto también que no tardaban en abandonarlo. Tal cómo Alejandra, quien durante un tiempo frecuentó los partidos, hasta que de repente, de un día para otro, no fue a jugar nunca más.
A lo mejor, tras aquel paisaje futbolero no era necesario brindar detalles o explicar muchas cosas que digamos. Al igual que las publicidades, los relatos y los programas televisivos sobre fútbol, aquella canchita latía al ritmo de una constelación de normas culturales que reflejaban una fragmentación lúdica, en la que el fútbol, lisa y llanamente, apuntaba a varones y no a mujeres. En otras palabras, del mismo modo en el que la canchita poseía pintadas sobre sí líneas y curvas que enmarcaban el área de saque, meta y penal, también parecían existir allí otro tipo de demarcaciones. Las cuales, a diferencia de las primeras no estaban a la vista por medio de una pintura de color blanco, sino que, mediante elementos genéricos e identitarios latentes. Ciertamente, en aquel sitio no se desplegaba únicamente una competencia deportiva, sino que, un tipo particular de identidad masculina, una que, muchas veces, hallaba en la genitalidad un símbolo insoslayable. A esto, Jaime lo graficaba muy bien cuando su equipo no lograba tomar la pelota y dominar el partido: “¡son pechos fríos!, ¡pongan huevo papá!, ¿¡para que tienen huevos?!”.
Pero, regresando al partido, a medida que pasaba el tiempo, éste asumía un clima triunfal simultáneamente que, de abatimiento. Los rostros del equipo rojo gesticulaban sonrisas al ver que la pelota incesablemente besaba la red imaginaria que envolvía el arco de su rival naranja, lo que contrastaba con las irritaciones traducidas en algunos gritos de calentura: “¡agarrá alguna tallarín!”. Provocando, conjuntamente, comentarios paródicos por parte de los profesionales que estaban mirando el partido desde arriba de la tribuna: “que comilón sos Sandro”.
Tras cerca de una hora el profe Humberto dio por terminado el juego, al instante, los vencedores se saludaron contentamente mientras que las cansadas siluetas perdedoras se acercaron rápidamente al extremo izquierdo de una de las tribunas en donde estaba sentado yo; allí cuidadosamente puesto a la sombra yacía el bidón con la milagrosa agua que arrancó la sed de sus transpirados cuerpos. Se la necesitaba tanto que por poco se peleaban por ella mientras esquivaban las gastadas de los profesionales, cuya exclusiva presencia masculina no me dejaba de sorprender, dado que, generalmente, la vida cotidiana del Centro de Día fluía entre un recurso humano compuesto mayoritariamente por mujeres.
Al respecto, recuerdo una conversación que tuve con Fede, un concurrente de 46 años diagnosticado con Síndrome de Williams, que me hizo pensar en ello cuando sentidamente saludó a una mujer de más o menos su edad, quién pasó caminando hacia el sector de Orientación Laboral contiguo a las tribunas que envolvían a la cancha.
Yo: ¿Quién es? (le curioseé abusando de nuestra confianza).
Fede: Es Vanina.
Yo: Nunca la había visto por acá.
Fede: Hacía mucho que no la veía.
Yo: ¿Y de dónde la conocés?
Fede: La conocí en la época en la que mi mamá me mandaba a hacer apoyo de matemática y eso. Hace mucho ya.
Yo: ¿Era profe tuya?
Fede: Sí. Vanina estudiaba para ser Maestra Especial. Iba con otras profes a enseñarnos los días martes y jueves. Todavía me acuerdo
Yo: ¿Todas mujeres eran las profes?
Fede: Sí.
Yo: ¿No había varones?
Fede: No, eran chicas. Con mi amigo Gerardo nos encantaba. No sé qué andará haciendo por acá.
Yo: ¿Vendrá por trabajo?
Fede: Ojalá que sí, ojalá.
Yo: Capaz, si anda por acá.
Fede: Me gustaría mucho que se quedara a trabajar con nosotros en el Centro de Día.
Tras aquel encontronazo casual con Vanina, Fede dejó entrever una especie de tendencia femenina por poblar los ámbitos de discapacidad. Ciertamente, la canchita de fútbol aledaña al sitio al que su ex profe se dirigía producía un marcado contraste frente a un mundo que continuamente reflejaba que los roles de cuidado, educación y asistencia de las personas con discapacidad fueron reservadas al mundo femenino, a la vez que, exceptuadas del masculino.
Desde lo personal, alguna vez pude experimentar algo que ahora entiendo como una especie de disposición tácita a no poblar estos espacios, en la que no se me hacía sencillo encarar cosas que colegas mujeres encaraban con mayor espontaneidad. Es decir, cuando entré a trabajar por primera vez al ámbito de la discapacidad intelectual y debí asear las evacuaciones humanas o alimentar con mis dedos a alguien que no podía hacerlo por sí mismo, sentí molestias que me empujaban a repensar qué hacía yo metido allí. Vivenciando posiblemente un retraimiento por ocupar un rol no acostumbrado por mí, en el que al ser realizado casi exclusivamente por mujeres costaba identificarse a él. Probablemente, debido a dicha disposición naturalizada en torno a la forma de pensar y sentir, la minoría masculina que trabajaba dentro del establecimiento en donde yacía aquella canchita, una y otra vez, se arrimaba a tareas no tan masculinamente desamparadas en términos de roles tradicionales: huerta, panadería, carpintería, y por supuesto, fútbol.
Sin embargo, a pesar de que los lugares podían comulgar roles específicos en términos binarios, también era cierto que conductas asociadas históricamente a la mujer podían ser jugadas por el varón, y viceversa. En otras palabras, también sucedía que un ferviente futbolero podía engancharse y descubrir apego hacia un taller de costura dirigido por una profesora que ofrecía telas e hilos multicolores, o que simplemente, como me pasó a mí, uno comenzara a sentir agrado por asistir a alguien que se hizo caca en forma completa: en términos generales, esto implica para quien se ensució, entregar su confianza e intimidad para ser ayudado en la ducha y cambiarse de ropa, en tanto que, asistir, invita a resignar el júbilo burgués (de momento) para alzar ropajes salpicados, arremangándose bien para aplicar el jabón y la toalla. Ahora bien, lo que he sentido es que cuando se forja un vínculo afectivo, ¿acaso materno o femenino en términos patriarcales?, dicha labor se alivia, haciendo que el asco que produce la materia fecal decaiga notablemente.
Pero, vale indicar que no todo resulta flexible. Dado que profanar ciertos roles puede acarrear algunas complicaciones. En este sentido, aún recuerdo una tarde de fulbito en la que cómo todos los viernes la muchachada transpiraba la canchita, en tanto yo mateaba en la tribuna junto a Pablo, a quien la sacra pasión con la que se gruñían los goles le era indiferente. Él no jugaba, a la vez que, tampoco lucía los apreciados ornamentos del clásico montaje futbolero. De hecho, jamás frecuentaba la canchita del Centro de Día, aunque ese día me dijo: “te acompaño a fútbol, ¿sí?”, “dale, vamos” le dije con sorpresa mientras vertía agua caliente en el termo para así poder disfrutar unos mates desde la tribuna. A Pablo, hacía un considerable tiempo que lo conocía, aunque francamente, era la primera vez que lo veía marchando hacía aquel folclórico encuentro de varones alrededor del fulbito.
Ya los dos sentados en una de las tribunas que rodeaban la cancha, para sacarle charla futbolera, de modo predecible le pregunté: “¿de qué equipo eras vos?”, “de Boca” contestó, aunque sin apelar a aquella usual necesidad de expresar que Boca Juniors es lo mejor que existe, que es el equipo con mayor trascendencia de Argentina, que son mejores que River Plate, y todos esos clichés que generalmente se suelen escuchar por parte de quien es hincha de dicho cuadro. Es más, el nombre de dicho club fue enunciado bajo una apática entonación. Digamos que sonó notablemente frío. Lo que me llevó a percibir que tras Boca Juniors no había lo que suele llamarse fanatismo o pasión. Menos que menos, una ruta identificatoria o afectiva hacia Diego Maradona o algún otro jugador o ex jugador de aquel equipo; dejando entrever que los colores del azul y oro, no representaban en él un sentimiento dador de identidad y sentido.
El profe Humberto sopló el agudo silbato que le daba comienzo al partido. Los jugadores comenzaron a correr detrás de la pelota. En tanto, yo veía que Pablo yacía distante al juego. Poco parecía importarle aquellas sudorosas piernas coreografiando el afán de un gol sobre el pasto no falto de alguna que otra punzante roseta. El sol brillaba sobre nuestras cabezas, entretanto, los almendrados ojos de Síndrome de Down de Pablo se advertían cristalinos, casi tan claros como las franjas celestes del uniforme de la Selección de Fútbol de Argentina. Los cuales se hicieron voz al narrar algo que lo preocupaba, o más bien, lo estremecía: “mi hermano me prohibió pintarme las uñas porque dice que eso es de mujeres y putos, le dije: ¡qué te metés en lo que no te importa!, pero me empujó gritándome: ¡cállate inútil vos estás fuera de la ley!”.
Las palabras enunciadas por Pablo me desorbitaron. “¿Qué significa fuera de la ley?”, repetía sin cesar mientras conservaba en la sequedad cutánea de sus manos a sus uñas despintadas y al mate a medio tomar que yo le había cebado. “No sé Pablo”, le contesté. “¿Te lo dijo tu hermano el Fiscal?”, le pregunté sabiendo que tenía uno con ese oficio y que de allí podría haber provenido el uso de la palabra “ley”. “Sí, el Fiscal”, contestó Pablo. Inmediatamente después, tras una pausa en la que sorbió el líquido que le restaba a la amarga yerba de la calabacita, relató que tuvo que dejar de ponerse una peluca tipo Susana Giménez que tenía en su casa. Debido a que, su hermano lo había puesto bajo amenaza en torno a que, si no dejaba de utilizar aquella larga peluca que recordaba aquel tan característico color rubio casi platinado del pelo lucido por la mencionada diva argentina, sería internado. No cabían dudas, lo que hacía Pablo resultaba inadmisible para su hermano. Por ello, es que continuamente lo reprimía queriéndole dar a la manicura y a la peluca, un sentido de ilegalidad, tiñéndolo bajo una significación de infracción que por incumplirse se debía pagar.
A pocos días de aquel día en la canchita, me anoticié por medio de una reunión del Centro de Día que su hermano se arrimó al establecimiento para comunicarle al equipo técnico una advertencia: “si Pablo sigue sin cambiar, así como viene, voy a tomar las medidas necesarias para corregirlo”. Sin aceptar sugerencias y puntos de vistas alternos al suyo, con certezas aclaró: “¡es enfermito no comprende lo que hace!”, a lo que agregó: “si es necesario lo voy a internar en una Clínica Psiquiátrica”.
Ciertamente, luego de aquella visita, Pablo comenzó a marchitar su estado de ánimo cada vez más. Era usual verlo somnoliento y con quejas de dolor de panza. Curiosamente, solamente parecía juntar fuerzas cuando intentaba autoconvencerse de que se pintaba las uñas del mismo modo que el “Guasón de Batman”, por lo que el violento guascazo de amenazas propiciado por su hermano estaba errado: “soy loco como el Guasón, no puto como no quiere mi hermano”, expresó un día a toda voz mientras aguantaba sus lágrimas. Empero, dichos argumentos, al igual que un charco de agua que desaparece de una cancha de fútbol tras cesar la lluvia, fueron evaporándose. La coerción fraterna lo venció, dejando de colorearse las uñas y usar su peluca.
La situación mencionada estaba perturbadoramente clara: la manicurafobia y pelucofobia de su hermano colisionó con algo válido y significativo para Pablo, pero ilícito para su entorno. Todo indicaba que, para conservarse libre y no ser internado, debía renunciar a ser como deseaba ser. Allí no había opciones, Pablo, por experiencia sabía bien que su hermano se comportaba cómo un padre dedicado a hacer cumplir su ley sobre su torcido hijo. O más bien, estaba al tanto de que sabía desempeñarse cómo el Fiscal que era, investigando en términos de criminalidad y ejerciendo una acción punitiva. Cuya aplicación fue exitosa, puesto que tras muy poco tiempo, ya no quedaban rastros visibles de aquella persona que con regocijo se pintaba las uñas luciendo su peluca rubia casi platinado.
Mientras Pablo desmontaba los rastros de sus gustos, ahora era yo quien no podía parar de rumiar la frase “fuera de la ley”. No había dudas, la menesunda de sus interrogantes irresueltos me habían interpelado: ¿qué quiso decir su hermano con “fuera de la ley”?, ¿se refiere a que no tiene derecho a opinar porque además de portar un diagnóstico de discapacidad, de supuestamente no saber pensar, hace mariconadas?, acaso, ¿porque es considerado “enfermito” por su hermano, este no acepta que se adorne las uñas?, ¿cuál es la razón que lo lleva a atropellar la decisión de usar el pelo al estilo Hola Susana? El proceder de aquel hermano parecía ser una extensión de un sentido común ofensivo: “no solo es anormal por su discapacidad, sino porque pintarse las uñas y usar peluca está mal, ser puto no es normal”.
Un tiempo después de acontecidas aquellas circunstancias, nuevamente, Pablo y yo, nos sentamos a matear en las tribunas próximas al partido que el profe Humberto todos los viernes dirigía. Sin decirnos una sola palabra mirábamos la cancha mientras mateábamos. Por mi parte, francamente, todavía no lograba parar de preguntarme cosas en torno a aquel “fuera de la ley” mencionado. Me preguntaba: ¿cuán tolerantes podemos ser en la vida?, ¿por qué cuesta tanto lucir como se desea?, más aún, ¿somos capaces de imaginar a una persona trans con Síndrome de Down o eso ya resulta demasiado?, en definitiva, ¿por qué Pablo no gozaba de las conquistas sociales, como la Ley 26.743 de Identidad de Género, enmarcada en una Legislación Internacional de los Derechos Humanos?, ¿será que las leyes no corren de la misma manera para todas las personas?
Entre aquellos rumiantes interrogantes recordé el revolucionario lema de lucha del Movimiento de Vida Independiente: “¡Nada sobre nosotros sin nosotros!”, el cual, a partir de la década de 1960, comenzó a visibilizar cómo el entorno discapacita y resta derechos sobre la población con discapacidad. Y si bien, desde ese momento a hoy, mucho se avanzó en materia de igualdad, aún, la trama para las personas con discapacidad no resulta sencilla. Es decir, si bien ser quien se desea ser no es fácil para nadie, cuando hay discapacidad aquello resulta mucho más complejo. Cuestiones tales como emanciparse sexualmente, vestirse como se desea, salir solo, entre otros tantos puntos más, todavía no acaecen de modo fluido. Menos aún el hecho de descubrirse con una identidad de género diferente a la socialmente asignada sobre sí.
Mientras me empachaba rumiando todo aquello, puse mi atención en Pablo. Al igual que yo, también yacía meditabundo. Sus ensimismados ojos se posaban sobre el piso de la canchita, como buscando entre el pasto, alguna que otra roseta. Solamente levantó su mirada ante los insistentes gritos de un wing izquierdo: “¡pasala! ¡pasala! ¡pasala!”. Tras aquella gritona y machacada insistencia, el wing recibió el fulbito. Como una liebre corrió hasta el arco, gambeteó al arquero y pateó: “¡gol, gol, goool!”, comenzó a gritar junto a sus compañeros de equipo. Si bien, Pablo, durante ese golístico instante contemplaba un deporte que tradicionalmente había sido dirigido hacia el mundo varonil, él parecía rumiar por dentro algo que excedía la identidad y los roles socialmente establecido sobre él y dicho juego. Aquello que interiormente masticaba permanecía oculto y furtivo. Cuidadosamente resguardado del peligroso alambrado de púas erigido por la opresiva manicurafobia y pelucofobia de su hermano.