Réquiem para un entrenador

Partido de básquet en el Club Almagro de Villa MAría, años 80. Gentileza Archivo de Ligri Suárez

A mediados de los sesenta, el “Nino” era uno de los mejores basquetbolistas del pueblo. Jugaba de “ala” para Tiro y Gimnasia y era el más temible encestador “de afuera de la bocha”, para utilizar la terminología de la época. Pero a comienzos de los setenta, el básquet había desaparecido de la faz del pueblo; había pasado como una de esas películas que traían a la Sociedad Italiana y que, a fuerza de estar demasiado tiempo en cartel, se había desteñido y pasado de moda. Y de aquel viejo film sólo quedaban, a modo de afiches, unas viejas fotos en cajas de zapatos. Y a modo de ruinas hollywoodenses, la cancha de Tiro y Gimnasia con sus baldosas rotas, sus tableros podridos y un devaluado reparto; aquel puñado de ex jugadores convertidos en obreros silenciosos.

Y el “Nino”, el gran encestador de Tiro y Gimnasia, no escapaba en absoluto a esta regla del destino.

Corría el gris año de 1988 y yo, que cursaba el último año del secundario viajando todos los días a Villa María, lo veía al “Nino” cada día de mi vida. Siempre estaba al otro lado de la ruta, esperando colectivos a Bell Ville. Y la instantánea de su figura era siempre la misma; un hombre bajo y de barba canosa en candado que pisa los cincuenta vestido con un ancho vaquero y pulóver anudado al cuello. Llevaba, además, un bolso deportivo al hombro, el mismo con el que seguramente se cambiaba en los vestuarios del Bell o del San Vicente (las potencias basquetbolísticas de su época) y en el que ahora guardaba su ropa de fajina. Nunca se sacaba los anteojos de sol, quizás para ocultar una leve bizquera en uno de sus ojos; una desviación casi imperceptible que sólo se notaba al hablar con él de cerca. Y aunque se iba a trabajar cada día en las máquinas de una plegadora, su figura en la ruta me transmitía otra imagen; la de un excéntrico turista árabe que, a causa de alguna sagrada chifladura, se paseaba en la desvencijada flota de los Coata-Córdoba por la llanura. Y si digo turista árabe es porque además de su estampa, su sangre y su apellido provenían de aquellas latitudes.

Y bien, con este ex jugador, con este cansado obrero fabril, con esta leyenda desgastada por la vida tenía yo que entrevistarme aquella tarde del ochenta y ocho para hacerle una singular proposición.

Por aquellas épocas mi padre, a quien casi no veía, me había comprado una pelota de básquet. Y yo tiraba al aro en las desoladas instalaciones de Talleres (club que jamás había tenido equipo de básquet) más de tres horas por día. Aún recuerdo el crujir del tinglado en la siesta recalcitrante y un hueco en la pared por el que entraban y salían los gorriones. Luego, tomaba la leche en mi casa y al llegar la noche me dejaba caer otra vez, pelota en mano, por el gimnasio. A esas horas, solían venir a tirar algunos otros muchachos, los que alguna vez habían jugado en la Escuela del Trabajo de Villa María. Pero el básquet (se veía en la indiferencia de sus ojos ante una pelota anaranjada) nunca había sido la verdadera pasión de aquel pelotón desganado. Habían aprendido la técnica a fuerza de estar internos durante años y practicar durante el tiempo libre. Pero en este grupo había una notable excepción. Se trataba de un muchacho que no siempre venía a entrenar y a quien yo admiraba en secreto; Fabián, el mejor jugador del pueblo.

Por mi parte, yo no sabía si el básquet era mi pasión. Yo creo más bien que era mi manera de estar solo. Pero debo reconocer que la primera vez que agarré una pelota, la sentí inmediatamente incorporada a mi anatomía; como si fuera un juguete por el que había esperado toda la vida. A partir de entonces, no pensé en otra cosa que en perforar defensas. A la culpa de esto la tenía un yugoslavo; Drazen Pétrovic.

Yo lo había “visto jugar” a Drazen; es decir que le había visto hacer un par de “drilings” en un informativo. Y había sentido un temblor inmediato en todo el cuerpo; algo así como un “amor a primera vista”. Y es que aquellas fintas venidas de Croacia parecían hablar mi idioma; ese que yo apenas balbuceaba pero (estaba seguro) era mi lengua materna. Además de aquella identificación cuasi-familiar con Drazen, yo guardaba una entrevista suya que me había terminado de enloquecer: “Sólo con entrenamiento llegarás a ser alguien en el básquet”, decía. Y yo me había tomado aquel consejo como el primer mandamiento.

Así es que, de a poco, empezamos a ser un grupo que dos noches por semana jugaba anárquicos partidos en el gimnasio. Hasta que un día el presidente del club, vaso de whisky en mano (aún escucho su voz mezclada al entrechocar del hielo en el cristal) vino a pedirme que buscara un entrenador. “¿Y por qué yo?”, le dije. “Porque vos amás el básquet, Iván… Y porque Talleres, por su historia e idiosincrasia, se merece un equipo. Yo, que soy un visionario, ya lo veo a ese equipo… Veo las gradas y la multitud, los tableros de cristal, las cabinas de radio…” Y como un reflejo condicionado, miré hacia el escenario descascarado (lo que serían las futuras “gradas”), después el hueco de los gorriones (lo que sería “la futura cabina”) y luego bajé hasta mis zapatillas destrozadas, que inconscientemente cotejé con sus mocasines de cinco mil de australes. Y entonces, algo parecido a la conciencia de clase me hizo reír.

Campeonato de básquet senior en Bell Ville en los 80. El Nino es el último de los jugadores agachados

“En vez de reírte, andá a verlo al Nino –me dijo- El ama el básquet tanto como vos. Y si acepta el cargo de entrenador, mañana mismo empezamos. Porque yo al equipo ya lo visualizo… Están en el polideportivo de Atenas, juegan la semifinal del provincial contra Banco de Córdoba y no quedan más localidades en venta… Los de Crónica Diez me preguntan cómo es que se hizo posible esta utopía… Y yo les respondo que… Bueno, que modestamente…”

Así que, como un manso borrego de su excelencia, me encaminé a la casa de la leyenda.

Una nenita me atendió cuando llamé a la puerta. Era Noelia, la hija menor del “Nino”.

“Pa, te buscan los del básquet”, dijo. Y me reí por el uso fantasmal de aquel plural. Luego me sonrió con ojitos pícaros y volvió a meterse en la casa. El “Nino” salió con un vaso de gancia y charlamos en la vereda. Me acuerdo que aún tenía su pulóver atado al cuello y que aceptó inmediatamente el cargo “como un honor”; seguramente por saber de antemano que nunca cobraría una moneda de parte de “su majestad” el visionario.

Antes de volver a la cancha, el “Nino” me dijo: “Entonces hasta mañana, jugador…” Y me acarició la cabeza a modo de despedida, con ese sentimiento casi paterno que mucha gente del pueblo tiene para con aquellos que vio crecer.

Empezamos a entrenar a razón de tres veces por semana. El “Nino” sólo se ocupaba de “colocarnos” en posición de acuerdo al tamaño de cada uno. Sus mandatos técnicos eran dos: “muevan la pelota antes de tirar” y “saquen el contragolpe apenas bajen el rebote”. Nada de cortinas, nada de atrapes, nada de jugadas preparadas de ataque fijo, nada de “pick and roll”, nada de ayudas y bloqueos… Y es que nuestro técnico había jugado en una época en que el básquet se parecía bastante a un “fútbol cinco” pero de mano. Si hubiese existido la posibilidad de “tirarse a los pies”, ese hubiera sido su tercer mandamiento. Porque si había algo que el “Nino” no podía soportar, era un jugador sin carácter. Creo que esa era la razón por la cual siempre lo retaba al Fabián. “¡Defendé, Fabián, que ese hombre es tuyo!”… Pero el amigo Fabián “no sentía” la marca. Lo suyo era el arte del ataque. Y en ese rubro, no tenía competencia alguna. Cuando volaba rumbo al aro con pelota dominada, sencillamente era imparable. Y en esos momentos, yo “desaparecía” del partido para admirarlo con devoción.

En cuanto a mí, siempre me parecía que podía jugar mucho mejor. Y sobre todo, que podía convertir muchos más puntos. Por eso me volvía angustiado a mi casa tras la práctica; porque tiraba menos de lo que mi efectividad me lo autorizaba. Un día me dije: “hoy voy a jugar para mí”. Y lo hice. Metí cuarenta y ocho puntos en un partido a cien y estaba orgulloso. Pero cuando nos íbamos, el “Nino” se me acerca y me dice: “Así, nunca te voy a poner, Iván… El equipo son cinco y vos sos el base… Tenés la obligación de hacer jugar a los otros cuatro”. Yo sentí un duro golpe en mi moral que se multiplicó por diez cuando nuestro gurú nos hizo el siguiente anunció: se había confirmado nuestro primer partido… Luego de un mes de entrenamiento, el domingo viajábamos a Cintra para enfrentar a Luro.

Los de la Escuela del Trabajo (“Tico”, “Matraca” y “Pocho”) más Fabián y “Batata” (que era el jugador más alto del equipo, con un metro noventa y dos) parecían número puesto para arrancar. Al menos, eso fue lo que me pareció a mí la noche del viernes cuando repartimos las camisetas. O, mejor dicho, cuando repartimos “los números”, ya que ante la falta de indumentaria se habían comprado unos números rojos del 4 al 15, que cada jugador cosería en el pecho y la espalda de su camiseta de dormir. Como mi abuelo tenía una tienda de ropas, yo le había robado al viejo una media docena de aquellas camisetas y las repartí entre los jugadores más carenciados. Aún me acuerdo con qué avidez el “Matraca” se abalanzó sobre el “diez” de Maradona y el “Pato” sobre el “nueve” de Milanesio. Pero yo, muy tranquilo, agarré la “cuatro”, número que en el fútbol y en la Liga Nacional de Básquet no significaba nada, pero que Drazen utilizaba para la selección de su país.

“Mañana a las dos de la tarde, todos acá… -nos había dicho el Nino– Vamos a Cintra en la camioneta de Mendina”.

Apretados como un grupo de refugiados croatas, llegamos cantando cantitos futboleros en honor al “viejo y glorioso Talleres/ de corazón sin igual”. El poblado de Cintra, con sus silos polvorientos, sus veredas vacías y su silenciosa cancha al aire libre, dormía la siesta. Pronto empezaron a jugar las categorías infantiles y perdieron. Los nenes no habían estado mal, pero los locales les llevaban cinco años de básquet. Lo mismo pasó en el segundo partido con la categoría “cadetes menores”. Entre tanto, empezó a caer la noche y la cancha se pobló de gente. Chicas perfumadas tomando helados que venían a ver a sus novios y hermanos. Pero también había padres y madres, tíos y tías, hombres del fútbol y borrachos del bar, banqueros y bochófilos. Nadie se quería perder el juego. Entonces se prendieron las luces, Luro salió a la cancha y el recibimiento fue estremecedor: gritos, papelitos y ruidos de latas. Después entramos nosotros y los locales tuvieron la delicadeza de no silbarnos. Entonces, el “Nino” nos reunió en nuestra “bocha” y dio el equipo. Para mi sorpresa, empezó con mi nombre. “Bueno, salimos, así: Iván y Matraca en la base, Tico y Pocho de alas y Batata de pivote”. “¿Y el Fabián? ¿Por qué no  juega el Fabián?”, quise decir a los gritos. Pero al Fabián le daba igual jugar o no. Siempre estaba como en otra parte.

“Vamos a mover la pelota… Iván, oíme bien… No te metás tanto… ¡Y no tirés de tres, a menos que no tengas la marca encima! Y ahora escuchen todos, les tengo que decir algo muy importante… Como no hay árbitro oficial, va a dirigir el técnico de ellos… Por favor, no le protesten los foules ¿estamos? Se va a jugar a tiempo corrido porque no hay reloj. Van a ser dos tiempos de veinte minutos… Y ya saben, atentos a la marca y…” De pronto se escucha el estampido de un silbato. “¡Y vamos con fuerza y garra, carajo!”, cerró el discurso nuestro guía espiritual y deportivo.

Los jugadores de Luro eran mucho más altos y corpulentos que nosotros, pero ese detalle, lejos de amedrentarme, a mí me daba más coraje. Cuando la naranja estuvo en el aire, yo pensé: “Estoy jugando el primer partido de mi vida”. Pero la primera pelota fue de Cintra, tiraron de tres, y con la ayuda del tablero se metió. Gritos estridentes de todo el pueblo como en un comité. La respuesta fue un doble de “Batata” y luego, tras una recuperación, la bola que me llega a la altura del triple. Quiero tirar pero la orden del “Nino” retumba en mi cabeza. Entonces amago el lanzamiento, penetro y lanzo bastante incómodo; haciendo algo parecido a una bandeja de larga distancia entre dos grandotes. La pelota da en el aro, en el tablero y se mete. Habíamos pasado a ganar cuatro a tres y era el primer doble de mi vida. “¡La hora, referí! ¡La hora!”, gritó el padre de uno de los chicos. Y todos nos reímos en la cancha.

Yo tenía la sensación de que los podíamos golear si nos soltábamos, pero no fue así. El partido “de corrido” se pasaba rapidísimo y en el segundo tiempo, el “Nino” no tuvo mejor idea que hacer rotar el equipo para que jugaran todos. Había puesto a los suplentes menos al Fabián. Y fue cuando ellos sacaron la mayor diferencia. Faltaban pocos minutos y estaba clarísimo que íbamos a perder. Entonces el “Nino”, por fin, lo llamó. Y sus pocos minutos en cancha fueron un torbellino. Metió cinco dobles seguidos ante la mirada confundida de los jugadores locales. Sin embargo y a pesar de la remontada, seguíamos abajo, aunque esta vez, sólo por cuatro puntos. A dicho “scorer” (veintitrés a diecinueve) no lo olvidaré en la vida. Quedaba menos de un minuto (nos avisó el “Nino”) cuando recibo un pase y, a pesar de la marca, pruebo de “tres” por primera vez en el partido “¡Triiiipleeeee!” se escuchó en el trueno de nuestro banco y el estallido de las sillas de lata. Pero yo no lo festejé porque Drazen tampoco festejaba. Nos pusimos a solo un punto y el Fabián robó la última pelota del partido. Cuando iba en el aire, le hicieron un foul tremendo. Había dos tiros libres, pero Fabián tenía los ojos como si estuviera en la luna. Entonces Matraca se le acerca y le pega cachetadas en la cara. “¡Fabián! ¡Boludo, concentráte! ¡Si metés los dos simples, ganamos!”… Fabián convierte el primero como en trance hipnótico. Entonces Matraca se le acerca otra vez y vuelve a repetir la operación de las cachetadas. “¡Vamos, Fabián! ¡Metélo!” Y Fabián, saliendo de su embrujo, pregunta: “¿Cómo vamos?” “¡Veintitrés iguales, boludo! ¡Concentráte que si lo metés ganamos!” le dice “Batata”. Fabián erra el segundo pero “Batata” toma el rebote. Y ante la inminencia del doble de Talleres o de una nueva falta, el árbitro-entrenador termina el juego… Veintitrés iguales… ¡Habrá alargue! Todos nos abrazamos y festejamos en la media cancha… ¡Estábamos vivos!

El “Nino” va la mesa de control y yo lo sigo. Pienso que irá a protestar que el partido se haya terminado así, cuando era clarísimo que íbamos a ganarlo. En ese caso, también a mí me iban a escuchar. Pero me equivoqué de Cintra a la China. El “Nino” está muy lejos de la indignación. Lo escucho hablar, en cambio, con voz entrecortada, diciéndole al técnico de Luro y a los del reloj: “Disculpen muchachos, pero quisiera pedirles que… Bueno, que por favor, no juguemos el alargue porque los chicos no han perdido… Y sería mejor que se vuelvan al pueblo con una alegría…”

Yo tragué saliva de odio y de vergüenza. ¡Qué nos iban a ganar esos gringos amargos!, recuerdo que pensé. Pero los locales aceptaron la propuesta de nuestro técnico con una risa de ironía. Y, como aquella vez en la vereda, el “Nino” me agarró de la cabeza y me dijo: “Vamos, Iván… Otra vez te vas a sacar las ganas… Hoy no es el día…”

Si alguna vez en la historia del básquet hubo un partido que terminó empatado, a no dudarlo, fue el de aquella tarde del ochenta y ocho en el poblado de Cintra. Pocos minutos después, las luces de la cancha se apagaron, las chicas se fueron con sus novios y los nuestros subieron a la chata de Mendina cantando cantitos que decían “Talleres/ te llevo en el alma/ y cada día/ te quiero más”.

Yo, por simple propensión a la melancolía, me subí al final. Como la tarde en el lejano sudeste, aquel equipo se disolvería muy pronto en un elenco de estudiantes y jóvenes obreros, como el de mediados de los sesenta del “Nino” y sus amigos, como tantos grupos de chicos en los pueblos que se juntan y separan para siempre.

El “Nino” moriría pocos años después de un cáncer fulminante, siendo aún trabajador de aquella fábrica. Yo todavía le agradezco aquel gesto suyo, aquel pedido tembloroso de suspender el suplementario sólo para no poner en juego la precaria alegría de sus muchachos; ese equipo que ahora sólo es un par de fotos borrosas, viajando en cajas de zapatos rumbo al olvido.

Por Iván Wielikosielek

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