Un músico inquieto que no deja de bucear en todas las zonas posibles. Investigando, hurgando, explorando, alimentando procesos. Matías Bonavitta recorre la escena dejando huella con su charango, un instrumento vinculado históricamente con otras regiones del país, pero que ha logrado instalarse para revalidar su posicionamiento, conectando y reflejando con su sonido distintos sentires por los que emergen las más variadas melodías. Tiempo atrás, Bonavitta presentó un texto de su autoría, llamado Tejido de cuerdas y pájaros. Se trató del primer libro-cancionero de música pampeana para charango y ronroco, publicado por la editorial 7 Sellos. En el mismo, aparecen piezas musicales que originalmente nacieron sin dichos instrumentos, pero que, tras un proceso de adaptación, composición, creación de arreglos y grabación, fueron ejecutadas por esas pequeñas guitarras que poseen cinco pares de cuerdas.
Ahora, un nuevo fruto de esa constante indagación musical lo constituye el libro-álbum Los sonidos del bichito, editado recientemente. A través del mismo se pueden explorar historias, relatos, partituras, cifrados (incluye Musicografía Braille), un álbum de canciones (a través de un código QR) y una serie de recursos técnicos en torno al instrumento creado por el luthier Homero Zambrano. Colaboraron La Hoguera Records, Hernán Baravaglio, Paola Canova, Mauro Bernardo De Giovanni, Nicolás Giorgis, Marcelo Escudero Pidal, Luján Carneiro, Pablo Ardovino, Lucio Carnicer, Fer Romero, Matías Ombroni, Facundo Amuchástegui, Ternerito Records, Secretaría de Cultura de La Pampa e INAMU. El texto puede conseguirse a través de la editorial 7 Sellos o escribiendo a matiasbonavitta@yahoo.com.ar.
En la sinopsis, se puede leer: «La historia revela que los instrumentos musicales abrevan de la tierra que los desarrolla. Se nutren del amor, el juego, la cultura y abrazan las luchas de un pueblo. Rizomas de sonidos brotan de las memorias que sus identidades relatan, a la vez, que, germinan más rizomas que con el tiempo nutren más sonidos. En Latinoamérica, es notable el devenir de los instrumentos de cuerda pulsada y diapasón: “desde el arribo de la vihuela durante la conquista española en el siglo XV a hoy, nunca se dejó de parirlos”. El ojo eurocéntrico les llamó “guitarritas americanas”: charangos, cuatros, tres, etc. Pues el inicio es afín: «nacieron de soslayo frente a instrumentos instalados por la cultura dominante; sus primeros intérpretes los tocaron conforme a lo que sintieron y les salía; esa actitud no ortodoxa inauguró sonidos”. Al respecto, hace 4 décadas, nació -y no para de crecer- un ser entrañable, chiquito, que curiosea los sonidos disponibles y por venir. Se trata del “Bichito cordobés”, un cordófono creado por el Luthier Homero Zambrano. Sus 70 centímetros de largo y su híbrido encordado, producen algo lúdico. Como dijo Lucio Carnicer en clave de locutor radial: “aunque adquirió su edad adulta en el reconocimiento de destacados artistas de todo el mundo, nunca se la creyó ni se alejó de los juegos de la infancia”. En fin, Los sonidos del bichito, habla de un instrumento. No es un método, sino que, una mirada tejida en vivencias, escuchas y sentires».
A la hora de recordar cómo se produjo el encuentro con el instrumento, Bonavitta contó: «Tras caminar con ansiedad llegué al entonces taller de la familia Zambrano, ubicado en el barrio Observatorio de la ciudad de Córdoba, muy cerquita de la Plaza Sarmiento y a no más de 10 cuadras del notable “calicanto”, ese que entre cantos rodados y cal envuelve el encauzamiento parcial del arroyo La Cañada. Evoco con felicidad aquella caminata del mes de julio del año 2008, puesto que Homero Zambrano terminó de construir el “bichito” que le había encargado. El tiempo de espera había acabado y el momento de acariciar su encordado se abría paso. La primera vez que escuché sonar su voz fue justamente en su taller, cuando llevé a arreglar la caja de mi guitarra, casi dos años antes de aquel julio que acabo de rememorar. Al abrir la puerta del lugar sentí la atmósfera de aserrín y madera conmovida por un timbre que nunca había oído. Al mirar bien pude advertir a un muchachito sosteniendo entre sus manos un pequeño instrumento de cuerda. El carácter travieso con el que se desprendía música de su cuerpito me impactó. Pese a no haberlo tocado y sin saber cómo se llamaba, en ese instante mi relación con el bichito comenzó. Sentí que podía estar horas parado de manera estática escuchando las diversas texturas de su sonido. Pero no fue hasta un año después, cuando volví al taller por un arreglo a mi charango, que lo toqué por primera vez. Ese día lo tomé con timidez. No obstante, él me respondió con un gesto de generosidad, sacarle melodías parecía uno de esos juegos en los que solía sumergirme cuando era niño. Con los años comprendí que aquel lúdico efecto producido sobre quienes se encuentran con el bichito guardaba relación con el símbolo que Homero tallaba sobre su cabeza: “la espiga”. Pues, así como la cáscara de la semilla se rompe haciendo nacer una espiga, jugar a través del acto creativo sugerido por el híbrido encordado del bichito también acarrea un rompimiento por donde brota algo nuevo. En clave simbólica, me gusta pensar en una espiguilla musical, que con no más de setenta centímetros de largo, hace vibrar un orden temporal libre, símil al de la infancia. Su pequeñez mezcla sonidos de varios cordófonos latinoamericanos, a la vez que con ternura inaugura otros. Este parentesco con respecto al universo sonoro de las cuerdas de esta región inscribe al bichito dentro de la tradición latinoamericana de instrumentos de cuerda pulsada y diapasón. La historia lo manifiesta: desde el arribo de la vihuela durante la conquista española en el siglo XV hasta hoy, estas tierras jamás dejaron de parir cordófonos pulsados. Esto es el origen colonial de las usualmente llamadas “guitarritas americanas”: charangos, cuatros, tres, etc. En todas ellas, incluido el bichito, hay un denominador simbólico-musical afín: el inicio de un nuevo instrumento surge de soslayo frente a otros ya instalados en la cultura; sus primeros ejecutantes lo pulsan como lo sienten y les sale; pero es justamente esa actitud no ortodoxa la que, poco a poco, crea una nueva espiga de sonidos sobre las cuerdas. No tengo dudas, el bichito surca ese rumbo. Sus 4 décadas de vida diariamente nutren distintas expresiones».
El músico y docente manifestó que su principal deseo es que este trabajo «no sólo suscite la difusión del bichito, sino que motive la producción de otros materiales sobre él. Pues, hasta la fecha y a excepción del presente, no existen publicaciones exclusivas tal como si las hay para el cuatro o el charango entre otros instrumentos de cuerda de la región. Estoy seguro de que la pluralidad de miradas enriquece al bichito: al oírlo sonar bajo distintas manos queda claro que su naturaleza es heterogénea, se expresa de modo singular de acuerdo a las necesidades expresivas de cada ser. Por ello, en relación a esta labor, prefiero hablar de “mirada” y no de “método”. En primer lugar, porque no desarrollo un orden sistemático de ejercicios y estudios. Y, en segundo lugar, porque considero que la vitalidad del bichito transcurre en torno al no sometimiento a ninguna normatividad ni monopolio del saber. Entonces, se puede decir que, Los sonidos del bichito, simplemente, comparte un punto de vista entre tantos otros posibles».
Además, Bonavitta reflexionó sobre el luthier y el tiempo de la infancia. Al respecto, señaló que «el arte de convertir la madera en música es algo que acompaña a Homero Zambrano desde pequeño. Su encuentro a los doce años con Ramón Mansilla, su maestro en Conchalí, Santiago de Chile, marcó significativamente su vida. No únicamente debido a la importante peripecia de haber aprendido a utilizar herramientas como el formón y el spauser, e incluso a encolar. Sino que también, en relación a iniciarse en un tipo de escucha sensible e intensa, necesaria para traducir tanto las resonancias de las vetas de la madera como las de sus posibles intérpretes. Ciertamente, Homero, como buen instrumentero, término que usa desde niño y que prefiere a la de luthier, oye las manos con el mismo ímpetu que pone sobre los anillos de crecimiento de un tronco. Pues ambos, árbol y humano, devienen en armónicos. Su historia de vida deja entrever de qué manera el tiempo de la infancia le brindó una vivencia fundante. El hecho de no haber podido tener nunca un instrumento regalado por sus padres, aunque sí tiempo para crearlo, lo impulsó a andar construyendo instrumentos junto al entusiasmo de niños y niñas, cuyas situaciones no permiten comprarlo. Su sentir resulta claro: pese a que no haya recursos materiales podemos tener tiempo para jugar una experiencia creativa. “Todo ha sido un juego en realidad”, expresó Homero mientras entre sonrisas describía las reiteradas veces en las que padres y madres se acercaron a su taller para preguntarle lo mismo: “¿no tiene una guitarrita chiquita para mi chico?… rústica porque de seguro la va a romper”. Pero lejos de dar una respuesta pragmática tupida de sentido común, dicha repetitiva consulta encendió ese fueguito de curiosidad propio de la infancia. Ese que en vez de plegar, despliega: “¿porque las cosas para niños y niñas tienen que ser ordinarias o feas?, ¿qué pasa si esa guitarrita tiene un súper sonido?”, se preguntó el instrumentero. Fue entonces que, con la certeza de que las niñeces no siempre cuentan con un instrumento capaz de traducir lo que se siente por dentro, comenzó a jugar con materiales e ideas, que de a poquito, fueron transformándose en una guitarrita muy chiquita. Su travesura partió desde el traste número doce de la guitarra. Desde aquel paraje métrico-musical apeló a la usanza presente en los cordófonos latinoamericanos, para disponer así, órdenes dobles de cuerdas. Casi que como si se tratase de un charango, situó un par octavado entre otros al unísono. Inicialmente se valió de todas cuerditas de nylon: algunas de charango, otras de guitarra; luego agregaría bordonas. En relación a la afinación, jugueteó con varias, aunque priorizó los intervalos de cuarta usados por la guitarra. Eso sí, bajo un influjo tímbrico distinto, mediado por un carácter chirriante a la vez que tierno.
El encuentro con Mollo
«A fines de 1980, aquella guitarrita, cuenta Homero, fue llevada por él a una feria de instrumentos en Santiago de Chile. En ese marco conoció al músico y compositor Ricardo Mollo, quien con curiosidad se arrimó al puesto del instrumentero. Tras mirar y mirar, sus manos se sintieron atraídas. Encantado, el entonces guitarrista de la banda de rock argentina Sumo, la compró. Pronto se convirtió en su escapulario, por años estuvo siempre consigo. Grandes canciones creó jugando con aquel encordado. Incluso, la anécdota narrada por él mismo lo manifiesta: “era mi compañera de viaje, y un día, se la regalé a un Ingeniero de Sonido porque cada vez que parábamos iba y la agarraba, y me decía: “¡no puedo creer lo que suena esta guitarrita!”, le dije: “tomá te la regalo”, pero después me arrepentí. Dicha sensación de pérdida no quedó ahí, porque el actual cantante de Divididos intentó subsanarla yendo a Chile por otra guitarrita. Pero Homero ya no vivía allí. Sólo muchos años después logró ubicarlo viviendo en Córdoba. La trama que envolvió a Mollo y luego al ingeniero de sonido revela algo que el Instrumentero no previó: “el bichito nace pensando en los niños pero encantó a los grandes”. Su carácter recreativo cautiva de una forma poco frecuente. Probablemente, se trate de una experiencia ligada a eso que ha reflexionado Homero: “revive al niño que llevamos adentro…mira cuantos niños grandes juegan con el bichito: Manu Chao, el Indio Solari, Mex Urtisberea, Roxana Carabajal, León Gieco, Verónica Condomí…” Es notable, pero quien se arrima al bichito parece hacerlo desde una impresión enclavada en la hermosa alteración de la conciencia que produce el juego. Su temperamento de experimentación invade. Es justo ahí donde cabe pensar que, tras la experiencia estética y artística del bichito, vibra un orden temporal símil al de la infancia. Es decir, liberado al asombro y la necesaria expresión desprendida del utilitarismo. Afirmemos entonces: ¡el bichito nació para la niñez pero devino para la infancia! Hablamos aquí de “infancia” del modo en el que Carlos Skliar (2012) lo hace mediante los aportes de Walter Kohan (2011), en el sentido de que esta no se reduce a un ciclo como la niñez. Más bien, implica una condición ligada a la invención y a la chance de habitar un paisaje y un tiempo sin tantas rasuras. Al respecto, si consideramos que el mundo se ha convertido en un territorio en donde la prisa se promueve, el bichito hace un guiño para tomar un respiro. Pues más que someterse al tiempo de Cronos, el Dios Griego que se va devorando todo a su paso, parece darle lugar al Aión. El cual, en la mitología griega, designa una temporalidad no sucesiva ni numerable sino intensiva, cuya fugaz duración supone la capacidad de jugar y de crear. Lo que desde la filosofía suele llamarse la “potencia del instante”. Sin dudas, Zambrano, niño o adulto, sin importar su edad, rueda y pone a sonar una condición de infancia que hace del mundo un lugar más agradable, en favor de una humanidad menos oprimida y más poética. El estado mental que contagia su bichito traza un rumbo hacia la experiencia del instante. En sus cuerdas no está todo dicho, tampoco hecho. Porque para el Instrumentero no precisamos reglas que corten la imaginación, nunca se juega bajo mandato. Hay algo que en vez de cerrar posibilidades las deja abiertas. Es más, sus sonidos ponen a vibrar una atmósfera propicia para que esas divagaciones en donde no hay nada concreto se pronuncien y expresen. Vivirlas bajo un presente espontáneo, en clave lúdica, en clave de infancia, involucra un tipo de intensidad que abre universos».