Beatriz Baudracco alcanza con el siguiente relato su primera publicación, luego de producir el texto y someterlo al trabajo de «editing» del Taller de literatura que se desarrolla en la Biblioteca «Estrada» de General Pico. Autora de diversas obras teatrales, Baudracco marca en cada uno de sus textos una profunda inclinación ante las problemáticas sociales y en este caso, a un pasado ominoso de nuestro país. «Calle veintisiete» responde a ese sentido clásico de la escritora por presentar cuadros realistas. Para mitigar el dolor el relato tiene la curiosa forma de fotografías superpuestas y sucesivas, está vestido de flores y pájaros y olores.

«Calle veintisiete»
Por Beatriz Baudracco

«Una ingenua y blanca flor de gardenia fue elegida para vos María del Carmen, para mi Mariela Morettini».

El aroma a tilo define que es noviembre, puerta de chapa celeste en la vereda y un pasillo con largura entre murales de disímiles hojas, intrépidas e inhibidas, enredaderas y alguna flor, siempre invitan a caminar hasta llegar a la casa.
Cuando la ciudad amanece, el canillita arroja puntual los diarios. Allí todos lo conocen como “tripero”, en ocasiones más de uno promete goles y le saludan entonando sus propios cánticos, los de la hinchada. Azul y blancas son las cintas que coronan su bicicleta. Arraigos y costumbres pintan el cuadro y el diariero es una fuerte pincelada que transita éste lugar.
Ella entra y sale de su casa, recorre el pasillo tantas veces sea necesario. Cabello blanco, ojos azules y manos hacedoras, tanto cosen como amasan y en sus charlas nunca faltan los humores de Niní y “Yo quiero ser bataclana”, o las escenas de la taberna, desafiantes apuestas, la guerra y el amor de aquel “Don Juan Tenorio”.
Vive un mundo generoso, así cuentan los jóvenes que frecuentan su hogar, mate y alguna torta nunca les faltan, tampoco los naipes para un partido de generala, o dos, o más. Ellos discuten muy seguido, también los partidos del domingo; sucede que remontados por altos promedios lograron ingresar al Colegio Nacional, luego dejaron de ser compañeros para ser grandes amigos. Hacen sonar inquietante música, como ésta: “Oh que será que será… que andan suspirando sus versos y trovas, que cantan los poetas más delirantes, que anda en las cabezas y anda en las bocas, lo sueñan de mañana las meretrices…”
Dice de su esposo “es bueno como el pan casero”, siempre invoca frases de Arturo Illia: “la palabra convence, el ejemplo moviliza”. Trabaja duro en la cámara frigorífica.
Él tiene muchos hermanos, pero todos piensan diferente. Uno es anarquista y conoce la vida de los crotos del ferrocarril, la rebeldía de los campesinos y el Grito de Alcorta. El último de ellos, no se sabe, solo le llaman Tonejín, vive frente al río de La Plata y estremece cuando de noche los helicópteros sobrevuelan el lugar. Se distrae haciendo de artesano y regala al mayor de los hermanos un tablero de ajedrez tallado en madera. Hablaron poco, constante alerta entre los dientes, deja a un lado el temor y orgulloso subrayó: “nunca dejes este deporte”.
Se criaron vecinos a la casa de Almafuerte, siempre dicen: “el patio del poeta huele a jazmín del aire”. No olvidan sus versos: “Ten el tesón del clavo enmohecido que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo… Seas el que tu seas, ya lo sabes, a escrutar las rendijas de tu jaula”.
Ella es muy rápida y convierte su cocina en atelier de costura, libreta de notas, papel de molde, lápiz negro y el bicolor, reglas y tijeras, tizas de sastre, bobinas de hilos de colores, agujas y alfiletero, dedal, centímetro, espejo y el maniquí.
Sobre la mesa, aparta el diario del día y extiende telas para su corte, luego cubren la máquina de coser. Llamó su atención una clienta por la insistencia y el tiempo usado frente al espejo. Se mira más que mucho, posa como para la foto y poco le inquieta el devenir. Siempre intenta un diálogo, esta vez la señora contesta: “solo me atrae la voz de Roberto Escalada ¡qué locutor!”, pero no deja de mirarse. Ahora es actor, le cuenta mientras arregla el hilván en la seda del vestido y la charla quedó en el intento. Sonríe y solo piensa: “me lastima que su ego supere este espejo, sería mejor cortar arpillera en lugar de tan finas sedas.”
En el pequeño patio una inmensa pajarera con diamantes, que vuelan entre otras aves. Diferentes cantos y colores de plumaje, también caminan codornices. Fuera, un delicado colibrí se acerca siempre a la misma flor. A veces son dos, entonces recuerda:”a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”, ya lo dijo el escritor.
Su esposo, entre mate y mate habló con ella. Al atardecer buscó una pala y al lado de la pajarera cavó un gran pozo. Ella se acercó con decenas de libros envueltos en fuertes bolsas. Ambos dudan, molestos, tal vez falte alguno, abrió el paquete y clavó sus ojos en “Quien mató a Rosendo”. Transpira mientras tapa, rastrillaje trémulo entre las paladas. Hay dolor en sus rostros. Un libro quedó en manos de ella, no les puede molestar: es “El cuadro de Narciso”. Tanto se miró al espejo, enamorándose de sí mismo, y su figura se convirtió en fresca rosa. Mucho me recuerda a mi clienta.
Tiñe las mateadas de la tarde con estúpidas anécdotas hasta lograr la sonrisa del compañero: “Siempre me dicen por qué te casaste con ése ¡tan ordinario! ¿Su apellido empieza con Q, como el actor?” No, con C, les repito. Bueno serán familiares, me contestan. Benévolas estupideces no pueden con las horas.
Estruendos y descargas polvorientas, esculpen la oscuridad de la noche. Ella pega su rostro en la ventana, su mirada se alinea entre los espacios de la cortina, el terror no le permite dormir. Solo piensa, esta noche alguien vendrá y se convierte en centinela hasta que salga el sol.
Otra vez noviembre. En la calle siete se mezclan los tilos con el perfume a pachuli, ése que usan los que caminan de a dos, visten túnicas blancas hasta el piso y pregonan la paz. Cerca de allí, manos sucias y torpes revuelven un bolsito rojo y verde, buscan palabras escritas en los libros, la data que le dan, y también un apellido en el documento. Luego siguen con otros. Detrás de su espalda se asoma un fusil.
Día de aniversario. ¡Balacera feroz! Disparos que no conocen tregua cruzan en todas direcciones, calles, plazas y diagonales como figuras geométricas, las mismas que usó la masonería en el trazado de la ciudad. Los fundadores dijeron que en noviembre, cuando florezcan los tilos será el día de la ciudad.
Esa mañana, ella cruzó corriendo el camino. Volvió a su casa. Ojos mojados, rostro enrojecido: ¡esta vez mataron al canillita! … el de la calle veintisiete…y alguien tararea: “muy bien, voy a preguntar, por ti, por ti, por aquél, por ti que quedaste solo y el que murió sin saber, le acribillaban el pecho luchando por el derecho de un suelo para vivir…”
Trago a trago ella termina el té, luego lee la carta que encontró: “El bolso rojo y verde atravesará noches de años petrificados, lo verás caer al río, simplemente lleno de flores. El perfume de gardenias hoy y mañana, siempre estará. No te preocupe esta carta, solo déjala donde la encontraste, debajo de la misma flor, ésa donde bebe su dulce néctar
el colibrí”.

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Autor

Eduardo Senac