El Teatro Cine Bar Centenario marcó una época a lo que el arte aquí se refiere. Benjamín Schapochnik fue su propietario inquieto e innovador. No solo firmó un convenio con una importante distribuidora porteña de películas, lo que permitía que llegaran en las décadas del ’10 y del ’20 novedades del celuloide antes de que a las capitales de las distintas provincias, sino que impulsó el arribo de compañías líricas, interpretando óperas como Rigoletto y La Traviata de Verdi, Tosca y La Boheme de Puccini, o Fausto de Gounod. Además se presentó allí el Morocho, un tal Carlos Gardel…
En el álbum gráfico editado en 1915 por el maestro Ludovico Brudaglio puede leerse: «entre los lugares de diversión que son verdaderos exponentes de este emporio de lucha y de trabajo, mencionaremos el Teatro Cine-Bar Centenario, cuyo interior resalta la elegancia y confort de sus instalaciones debido a la acertada dirección de su nuevo propietario señor B.Schapochnik, secundado eficazmente por el gerente y apoderado, señor P.Galter. Este cine es el punto obligado y de preferencia para las reuniones de nuestra sociedad la que concurre diariamente llenando totalmente los numerosos palcos que rodean el salón. En efecto, la exhibición de importantes films, y el variado programa de «varietés», hacen que el público concurra sin que la empresa haga mayormente abuso de propaganda. Las novedades que semanalmente se estrenan en la Capital Federal, llegan a este salón antes de exhibirse en las capitales de provincias por un contrato que el señor Schapochnik tiene firmado con la Casa Lepage. Cuenta este establecimiento con un espacioso y bien decorado escenario, en cuyas tablas actúan con frecuencia compañías teatrales líricas (…)».
Un habitante de la otrora aldea escribía en el suplemento publicado por el diario La Reforma en ocasión del cincuentenario de la fundación de General Pico: «Un 12 de octubre, en la Escuela de Garro (la 64), nos dieron las entradas gratis y nos llevó la maestra con la obligación de que veríamos mover en la pantalla los animales, las personas. Lo que tendríamos que ver era «Cristóbal Colón, el descubrimiento de América». Apagaron la luz y con una bocina en la mano, el intérprete comentaba, haciendo vibrar la lata. «En el puerto de Palos, y seguía, y seguía…» Sentado al piano, la parte musical estaba a cargo de un bohemio, Gregorio Vicario, mas también me dijeron que había allí otro pianista, Carlitos Pedrerol, que a fuerza de bueno, fue ganando laureles por la capital, y paseó su arte por la Argentina…La película era un «dramón» bárbaro, los actores con esos reboques descomunales, esos bigotazos, esos gestos aparatosos y bruscos, nos asustaba un poco; cuando terminó la película repartieron caramelos que tonificaron bastante, ya comenzaba a gustarnos el séptimo arte. El cine Centenario tenía combinación con el bar y en los entreactos servían cerveza o helados al público, que en una forma portátil, similar a la mesa que se ve en los trenes, tenían las mismas finalidades y el público veía, tomaba y disfrutaba del espectáculo vibrante y sonoro de este siglo de la luz eléctrica, del cine y de la atómica».
Domingo Filippini, autor de esta imagen (la fotografía es de 1913), filmó Carlitos en La Pampa, una parodia de las primeras películas del genial Chaplin. Manuel Novo encarnó ese personaje y la novia fue interpretada, obviamente con adecuado maquillaje, por Fabián García. Actuaron también Justo Monteagudo, Casani y Burugorri. El cortometraje fue muy festejado y aplaudido en este reducto. Eran actores del Grupo Filodramático, del movimiento anarquista, que hacía teatro con intención educativa. Tristemente, a la mayoría de estos sitios emblemáticos de la ciudad, reductos que cobijaron tertulias inolvidables, les fue llegando su hora, para transformarse o para desaparecer. Descuidados por distintos gobiernos que nunca priorizaron la cuestión histórica, buscando preservarlos de alguna manera, han pasado a mejor vida producto de la desidia. Pero siempre se conservará su alma.
«¡Mozo, lo de siempre..!»; «Shhh, que empieza la película!»
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