Muñecas rotas y sin brazos. Fotos abolladas o gastadas de gente muerta o simplemente desaparecida que ya no pertenece al staff de este mundo. Un pulóver destrozado por la intemperie de cien lluvias intensas. Un cajón de botellas que se pudre cada día, madera de gaseosas de los años setenta que se pudre como fruta embotellada. El autito viejo de una infancia. Figuritas rotas de álbumes sin niños. Juguetitos de plástico destrozados y descoloridos. Todos estos regalos deposita el mar en una playa, los contéiners en los barrios o las bolsas de consorcio en las veredas. Y de la recuperación y segunda vida de estos objetos está hecha casi toda la obra de Cecilia Mandrile. Como una sublevación contra la entropía del mundo y el fin de la niñez. O como una reivindicación del verso más famoso de Dylan Thomas que dice que “la muerte no tendrá dominio”. Pero por encima de todo, como un modo de reconstruir y reconstruirse en el planeta; de agarrarse al embrión de sus días cosiéndose un cordón de plata de hilo sisal a los días de infancia; o pegando con “pegamento universal” los bracitos y piernitas de quien debiera haber corrido y abrazado a otros niños.
La obra de Cecilia es mucho más que simple “arte conceptual” o “intervención”. Es pura reconstrucción subjetiva y material de una identidad. Pura costura ontológica de un descosido desgarro interno. Autobiografía y escritura de los días de la vida. Y si no, leamos el títulos de algunos de sus proyectos: “El perfume de la ausencia”, “Lluvias privadas”, “Quitapenas”, “Juguetes nocturnos”, “El desierto en mí”…
Podrían ser nombres de fabulosos poemas confesionales o novelas minimalistas del siglo 21. Porque en cada título y en cada muestra hay algo escrito y por escribirse. Y ese “futuro imperfecto” es el que termina biografiando el derrotero de cada objeto; describiendo el destino de cada pieza rescatada del olvido y puesta a funcionar como un reloj condenado a detenerse por muerte o por olvido. Una vez más y tras haber tenido una segunda oportunidad de “ser” y de “existir”, como ella misma. O como toda identidad que va errante por el mundo portando “frágiles fragmentos” de viejas existencias para hacerse una nueva. Y así hasta que la muerte haga lo mismo con nosotros.
ABOUT A GIRL
Me encuentro con Cecilia en un bar céntrico y toda su estampa me es conocida y a la vez desconocida. Una chica que es de acá y que a la vez podría no haberlo sido nunca. Una muchacha punk y pacifista. “About a girl”, me digo, y pienso en la canción de Nirvana. Una chica vestida de negro y con anteojos de sol que se saca. Y entonces sonríe con toda la luz del sol y de sus ojos. Una artista vestida de olvido que en cada muestra se desnuda de recuerdos. De todos estos contrarios también está hecha su obra pero también su más honda ontología. Y entonces, sin más, le pregunto si alguna vez fue una artista “más clásica” o si siempre se dedicó a juntar objetos de la calle para intervenirlos. Y Cecilia se vuelve a reír porque le causa gracia la expresión, y por eso la repite.
“… Más clásica… Sí, tuve un período más formal, quizás, pero convivió con el otro. Porque desde que vivía en Villa María o en Córdoba siempre trabajé con objetos y deshechos. Nunca fui pintora o escultora sino con los objetos encontrados que transformé. Esa es la traducción de lo que encuentro; recrear la vida de ese objeto. Siempre fui muy basurera. Me parecía que ciertas cosas no podían estar tiradas, que me estaban pidiendo otra vida. Algo así como rescatar su memoria anterior al olvido”.
-Hasta que vinieron los viajes…
-Sí. Primero me fui de Villa María a Córdoba y en el ´95 me fui del país. Pero cuando empecé a viajar, no me pude llevar toda esa materialidad conmigo. Así que empecé a trabajar en otros países de una forma mucho más efímera; con fotos encontradas, pedacitos pegados y la digitalización de todo eso. Era otra forma de leer la realidad y seguir juntando lo que el azar me ponía en el camino para reconstituirlo. El “perfume de la ausencia” tiene que ver con eso, con lo que podés percibir con otros sentidos y traducir a otro lenguaje.
EL PERFUME FUGAZ DE LO IRRECUPERABLE
-Sin embargo, “El perfume de la ausencia” es un título más melancólico que técnico y que subraya la pérdida…
-Es la pérdida de la que a veces sólo podés recuperar un perfume fugaz. Y sí, coincido con eso que decís, que es un título más melancólico que técnico. Es muy difícil irse a otro país y empezar de la nada, con ese cubo blanco que tenés en tu cabeza y en tu departamento. Entonces te preguntás “¿cómo rehabito un lugar en el que no tengo nada de lo que mis sentidos pueden reconocer?”. Eso fue lo que me planteé en el `95 en los Estados Unidos, pero después también en Inglaterra y en Jordania, países donde viví.
-¿Y cómo los rehabitaste?
-Cada espacio fue una recreación de lo que yo llevaba adentro y una traducción de lo que encontraba en ese espacio. La documentación fotográfica de esas obras da cuenta de piezas efímeras; condenadas a envejecer, perderse y morir. Incluso la foto de esas obras es efímera también. Porque con el tiempo la tinta se va desvaneciendo y el perfume de la foto se va tiñendo del olor de otro espacio o los pedacitos se van cayendo. Yo creo que la obra de arte tiene un nacimiento, una juventud, una enfermedad, un decaimiento y finalmente la muerte.
-¿O sea que no hay obras inmortales?
-No; sencillamente porque nada en el mundo lo es. Pero puede que esa obra desaparezca y luego su materialidad se convierta en otra cosa; en otra obra de arte, tal vez. Por eso, para mí, los museos son como “hogares de ancianos”. Cuando a una obra la adopta un museo, está cuidada y la gente la va a visitar. Pero ha perdido el potencial de un ser vivo que todavía no se anquilosó. Cuando la obra está en el taller o está viajando está mucho más expuesta y por eso vive.
-Juntabas objetos en Nueva York y en Jordania pero también en Villa María ¿Te sentías extranjera acá?
-Totalmente. Nunca me terminé de encontrar en Villa María. De chica era miope y muy retraída, muy tímida y solitaria. Y sentía que no tenía mucho que ver con el lugar que me rodeaba. Eso me sigue pasando hasta hoy. Siempre fui extranjera en el arte y en las ciudades, por eso no me costó adaptarme a otros países y otros formatos artísticos.
LA MEMORIA EN LOS OBJETOS
-¿El arte te salvó de la incomunicación?
-Sí. Y no sólo el arte plástico sino también la literatura. Porque cuando yo era chica, leía y escribía mucho más que lo que dibujaba. Pero tanto la poesía como el dibujo me generaban un mundo aparte.
-¿Y qué leías por ese entonces?
-Novelas de Emilio Salgari y de Julio Verne. Pero después vino Cortázar que me hizo un “crack” y fue mi ídolo. Hubo un cuento suyo que me marcó y fue “Axolotl”; ese hombre que mira un anfibio en un acuario y al final no sabés si quien escribe es el hombre que mira al pez o el pez que mira al hombre. También me encantaba “La metamorfosis” de Kafka y el “Orlando” de Virginia Woolf, la poesía de Alejandra Pizarnik y de César Pavese. Todos escritores oscuros que describen la transformación que se opera en una misma persona. Y no sólo la transformación interior sino también exterior, en género o en especie.
-Y ese tiempo coincide con el de tus estudios de Bellas Artes y tu propia metamorfosis…
-Claro. A los 16 años empecé en la Emiliano Gómez Clara. De día estudiaba para rendir libre el secundario y de noche me iba allá y hacía grabado. Era una forma de conocer gente afín y trabajar con ella. Yo siempre me sentí casi un paria en Villa María. Pero a los 17 me fui a Córdoba y me anoté en Bellas Artes y en Psicología. A Psicología la dejé a los dos años, pero seguí la licenciatura en grabado. Tuve la suerte de encontrar grandes maestros, de lo más abierto que había en la carrera. Por eso siempre me interesó la expresión de los colores de la tinta en el papel, el modo de plasmar algo que está flotando en otra sustancia. De ahí viene también la memoria de los objetos.
-¿Y qué pasó con esos objetos?
– A mí me han robado obra de muchas exposiciones, se me han roto piezas y otras se me han perdido. A las demás las he reconstituido o las tiré. Eso es parte de mi poética también. Cuando vivía en Córdoba, tenía un departamento grande y lo había convertido en un basurero. Ahora en Nueva York estoy en un departamento chiquito y tengo que ver muy bien a quién adopto… (risas) Lo que sí te puedo decir es que mi obra enmarcada y colgada nunca me cerró. Porque la obra abierta tiene posibilidades infinitas.
-¿Las mudanzas cambiaron tu concepción del arte?
-No. Lo que me cambiaron fue la materialidad y la forma de plasmarlo. Porque una cosa es encontrar desperdicios urbanos en Villa María y otra en Nueva York o en Jordania. Trabajar con la arena del desierto y la luz de la tarde es pura química. Uno lleva lo que no tiene y se encuentra lo que se encuentra. ¿Y cómo dialogás con eso? ¿Cómo traducís tu vida en ese espacio a partir de lo que llevás y a partir de lo que encontrás? Una vez me preguntaron “a dónde está tu casa” y yo respondí “a donde está mi impresora”, que es donde plasmo mi visión del mundo.
EL DESIERTO EN ELLA
-El jueves inauguraste “El desierto adentro”. ¿De qué va?
-Se trata de un ensayo sobre la soledad que trabajé en los últimos años. Tiene que ver con el modo en que se percibe uno y cómo se percibe la obra. Esta muestra es una reflexión sobre ese diálogo entre obra y público. ¿Qué pasa cuando la obra no está en el museo y el público tiene que ir a buscarla a otra parte? Obra, museo y artista son tres puntos ineludibles en la comunicación estética. Por eso propuse cambiar el museo por la “solo exhibition”, como le dicen en inglés a la exposición que se hace sola y en sitios aislados.
-¿Y cuál fue el lugar que elegiste?
-El desierto de Jordania. Cuando estuve viviendo allá, me fui a trabajar con objetos perdidos y encontrados, con fotos y moldes para la arena que al poco tiempo el viento borró. Incluso hice unas cartas con moldes para jugar al solitario; gofrados en la arena como sellos estampados. Una partida de cartas con la nada. Pero cada mano se iba borrando. Jugué con el sol y con el aire, con la luz y con el viento. Y esa obra quedó ahí; como el instante. Yo sólo tomé algunas fotos del momento y algo de eso expondré en Córdoba.
-Pero esas fotos estarán en el museo, no en el desierto…
– Sí. Y por eso esta muestra no es una exposición sino el registro de lo que alguna vez fue una exposición a la que nadie fue. El modo en que dialogás con el espacio es la mitad de la obra.
DIÁLOGO CON EL SER EN EL MURAL
Cuando llega el momento de las fotos, le digo a Cecilia que descubrí una pared de fondo que quizás le guste. Se trata de la que pintaron los chicos y maestras de la escuela José Ingenieros frente a la plaza. Cuando llegamos, no parece muy convencida. Hasta que encuentra una figura que la atrae. Yo le digo que es un hombrecito y ella que es un perro. De todos modos y sin importar el sexo o especie del “ser en el mural”, Cecilia lo mira levantándose los anteojos. Como iniciando un diálogo visual. Y el perro o el hombrecito parece interactuar con ella desde su estatismo.
Me pregunto si con el paso del tiempo esa figura se convertirá en parte de su obra; si la llevará consigo como a esa foto descolorida de sí misma con la que ha compuesto miles de muñecas “quitapenas” y desgarradores autorretratos; escenas fotografiadas en los muelles del Hudson o la arena por la que alguna vez caminó Jesús. Imágenes que recuerdan a los retratos deformes de Bacon o al tren subterráneo de Pink Floyd en “The Wall”. Siento que estas dos fotos, las únicas que les tomo a Cecilia, más que un retrato son el registro de un encuentro. Una presentación con un nuevo ser que, desde su materialidad efímera le pide en conmovedor silencio, el favor de una nueva vida.
Iván Wielikosielek
(Nota aparecida en Puntal Villa María, domingo 25 de marzo de 2018)