Por Iván Wielikosielek
“Es el primer libro que publico en lo que va del siglo ¿me entendés? Estuve mucho tiempo alejado de la poesía; mejor dicho de las editoriales… Veintitrés años, para ser más exactos. Pero había una voz interior, un mandamiento que me empujaba a volver -me dice Alfredo Lemon al otro lado del teléfono- ¿Me entendés?”
Su voz me suena familiar y distante. Como si fuera un pariente perdido y recuperado hablándome desde algún cráter de la luna. No sé a qué se debe exactamente este sentimiento de familiaridad. Hace mil años que ando como aturdido por el mundo, sin leer ni escribir poesía; y hace dos mil años que ya no vivo en Córdoba. Pero acaso el sedimento del que fui alguna vez, se despierta ante su tonada (la misma que tengo yo) o ante palabras como “primer libro”, “siglo”, “voz interior” (las mismas que me marcaron en aquella ciudad desapacible).
“Perdón que te moleste, pero me tomé el atrevimiento de pedirle tu número a un amigo. Me dijo que vos reseñabas libros, que trabajabas en un diario, que te interesabas por la poesía cordobesa, y que si me podías dar una mano me la ibas a dar…”
Y tras la pausa vuelve aquel silencio; aquel audio lunar. (¿Desde dónde me habla Alfredo? -me pregunto- ¿Desde un sótano? ¿Desde un refugio atómico? ¿Desde la cabina blindada de un submarino?) Le digo un “no” tajante a sus tres primeras premisas, pero me conmueve profundamente la cuarta y le digo un “sí” absoluto, que “para eso estamos los amigos y los familiares de la poesía” (y no sé de dónde saco las comillas de esta idiotez); que si lo puedo ayudar, claro que lo haré. Y aunque me siento tan poeta como un hombre puede sentirse Neanderthal (y tan hombre como un muerto puede sentirse humano), eso no quita que algunos de mis sueños o instintos más profundos no estén marcados por ese que alguna vez fui; ese “otro” tan distante como la luna pero infinitamente más vital y más luminoso que el actual, marcado (“brillado”, debiera decir) por la muerte y la inmortalidad, en vez de grismente opacado por el mandamiento de sobrevivir.
“Bueno, perdón… Yo no sabía que ya no trabajabas en los diarios, que ya no hacías comentarios de libros, que ya no escribías poemas… Pero me gustaría mandarte el libro, si no te es molestia… Mirá, hace 23 años que no publico nada, que…”
Pero entonces, como susurrado por otra voz en mi cabeza, vuelve a sonar su apellido a mis oídos. Y le pregunto (ya sin saber de dónde me viene esa súbita información) si es pariente de Ana Lemon.
“Ana María Lemon era mi madre –me dice, visiblemente conmovido- Falleció el año pasado, a los 86 años… Ella fue la que siempre me impulsó a escribir… De hecho y como te decía antes, a veces siento una voz interior y sé que es ella… Te parecerá una pavada, pero después de los 60, esas cosas empiezan a ser las más importantes. Y yo ya tengo 63…”
Le digo que, maravillosamente (que “fatalmente”, debiera corregir) su madre me había presentado un libro. Fue en la feria de Córdoba en 1995. Yo tenía 24 años. Y aunque no sé si a los 52 estoy en la edad de escuchar a los fantasmas, la voz de aquella mujer nunca se me fue de la cabeza. Yo acababa de publicar mi primer poemario, una colección de ocho textos más horribles de lo que me puedo acordar. Pero como todo joven miope creí, que eran dignos; incluso buenos. Y como todo joven autómata que olvidó que alguna vez fue un Neanderthal (y que seguramente aulló y gruñó en el pasado de manera mucho más honesta de lo que versificaba en el presente) fui con mi libro a los despachos de Cultura. Me atendió una mujer madura y preciosa, con campera de cuero y labios de coral. Cuando me dijo que se llamaba Reyna, lo acepté como una tautología ineludible y necesaria; como si una diosa me dijera que se llama diosa. “Volvé la semana que viene” me dijo. Y entonces me comentó que ya tenía una presentadora para mi libro: “Ana María Lemon, una amiga”.
A Ana María la vi esa sola vez en mi vida; un sábado de septiembre de hace 28 años ya. Y todo lo que dijo de mis poemas, sobrepasaron ampliamente lo que yo esperaba o esos textos merecían. Se lo cuento a Alfredo por teléfono y ya no parece un astronauta en el Mar de la Tranquilidad sino un hombre en el Mar de la Melancolía, ese que sólo existe acá en la tierra. (Sus brazos desaguan ríos que corren en la noche y sólo se divisan desde las ventanas silenciosas, desesperadas, tenuemente iluminadas cuando los demás duermen).
“…No te puedo creer lo que me estás diciendo… ¿te das cuenta que las casualidades no existen? Vos entendés que… ¿Vos sos consciente de lo que me estás diciendo, de lo que yo estoy descubriendo esta noche? ¿Te das cuenta que las casualidades no existen?” me vuelve a repetir.
Le digo que sí, pero que de todos modos eso no tiene ninguna importancia. Que hay una numerología para cada insignificancia e incluso una cábala secreta para cada hombre a orillas de cualquier mar; las vocales no escritas que ponen en funcionamiento ese gólem que somos, soplados por el espíritu y puestos a vivir en el mundo de la materia. Le digo, también, que fuera de eso, me mande por favor su libro, que lo voy a leer con muchísima atención. Y a la noche, lo recibo por mail.
“Ojalá puedas escribir algo… La gente de Barnacle se ha portado muy bien conmigo… Creo que le gustaría que saliera algo publicado… Ya ves, no es por mí sino por la editorial… Después que cumplís los 60, ya no te importan demasiado la difusión o las gacetillas… Pero ellos… Bueno, yo les quisiera agradecer el esfuerzo… Estuve mucho tiempo alejado de la poesía… Ya te dije ¿no? Fueron 23 años y por eso el libro se llama “veintitrés”… Ahora, de a poco, estoy volviendo… Eso, estoy volviendo… Creo que mi madre me habló para que te llamara… No me lo dijo con palabras como las que estamos usando ahora… Creo que me lo dijo en el mismo idioma en que alguien te dicta los poemas… No es fácil traducir ese idioma en palabras, pero sangre adentro lo entendés perfectamente… Sobre todo después de los 60, cuando esas palabras se vuelven lengua materna… Cuando dejás de vivir en la superficie de las cosas o aplastado en el fondo y estás en la orilla, todo se vuelve más claro… Todo empieza a ser como si…”
En la orilla del Mar de la Melancolía, me gustaría decirle a Alfredo; acaso escribiendo poemas y tirándolos al agua hechos un bollo, como hacía Li Po junto a su vaso de vino; o diciendo como Alberto E. Mazzocchi que “este mar guarda el secreto/ no dirá a nadie que he muerto” (pero tampoco dirá a nadie que ha resucitado para escribirlo). Y estoy seguro que Mazzocchi se refería al mismo mar desde el cual me habla Alfredo en la noche; la misma noche en que abro el archivo en la computadora y leo sus poemas, escritos a la orilla del siglo. El primero se llama, precisa o paradójicamente, “Primero de enero en San Marcos Sierra”.
“Atrás quedó el bullicio del año viejo/ Respiro alzo los brazos/ veo el paisaje encajonado entre los cerros/ fluye el río ante mis ojos/ el pulso existencial en el agua/ Cobijo de la hora/ concédeme un milagro/ La poesía es un alma cargada de futuro…”
El poema sigue pero yo lo dejo, inexplicablemente. Y pienso que después de los 60 o “cuando no importa el después”, como dice esa otra lengua materna que es el tango, los milagros dejan de pertenecer a la esfera de lo extraordinario y las “armas” se vuelven “almas”, victoria implacable del espíritu sobre la muerte.
Sigo leyendo otros poemas y otros títulos: “Ante la tumba de Gandhi en Nueva Delhi”, “A la mujer de la India” y sobre todo “A orillas del Ganges, Benarés”, aquel lugar en donde el Buda dio su primera enseñanza, su “sermón de la montaña”.
“He llegado hasta aquí río sagrado/ a purgar mis deudas y errores/ He venido a perdonarme/ y poder perdonar/ Abandono mis miedos y miserias,/ vergüenzas y venganzas/ Quita la sombra de mis ojos,/ ilumíname con la verdad que me asusta…”
El poema sigue pero también abandono allí, acaso porque esos versos me asustan también. Los recorro de nuevo pero ahora es la voz de Alfredo la que me los lee en mi cabeza. Me pregunto si esto tendrá que ver con algún tipo de metampsicosis, con un simple fenómeno de la percepción o sencillamente con un desajuste mental, el brote de un retoño psicótico; tal como me explica mi mujer, que es psicóloga. Pero si uno ha estado, es decir “si uno está” a la vera del Ganges del espíritu, si uno empieza el año lunar en las sierras de la percepción o respira, papel en mano, en las orillas del Mar de la Melancolía, ¿se lo puede acusar de alucinado o de psicótico, de lunático o de selénico? El próximo poema en el que me detengo, como no podría ser de otra manera, se llama “60 años”:
“Ahora, cuando el paladar todavía puede gozar de las frutas,/ en un momento en que las dudas parecen aquietarse,/ oportuno resulta intentar un balance./…/ Somos un soplo, una tiza en el viento del tiempo./ La máscara dice la verdad /y el rostro miente./ La muchacha que baila a orillas del mar/ será mañana la anciana que no podrá sostenerse…”
Tampoco lo puedo terminar. Y aunque el último verso diga que “Dios es un poema que no terminaré de escribir”, no es eso en lo que me quedo pensando, sino en “la muchacha que baila a orillas del mar”. Y en que la belleza es eterna, por más que toda muchacha devenga en anciana o en cadáver. Por más que el Buda le diga a la cortesana de Mara (el dios del mal, que quiso tentarlo) “aléjate, carroña”; me digo que en todo caso el mandamiento de todo poeta es contemplar a esa muchacha. Hacer que de alguna manera baile para siempre en la playa de los sentidos, a orillas de la vida y de la muerte, en la arena del Mar de la Melancolía.
“He venido a perdonarme/ y poder perdonar” me dice una voz en mi cabeza. Y ya no sé si es la de Alfredo o la de su madre. Como quiera que sea, a ambos quiero pedirles perdón en la noche: por mi incapacidad de escribir la reseña de un libro (“te juro, Alfredo, que lo voy a intentar”), y por haber dado a luz un libro de poesías tan horrible aquella vez, esperando unas palabras alentadoras (“te juro, Ana María, que no fue mi intención, pero aún agradezco tu bondad desde las orillas).
Antes de cerrar el archivo y terminar mi vino, leo los últimos versos del primer poema:
“Quiero quedarme aquí/ divagando en un poema/ descalzo desnudo/ en estado de gracia”.
Que así sea en la tierra como en el cielo, Alfredo, digo para mis adentros. O quien lo dice es la voz de mi madre; no la que me hablaba en mi idioma de chico si no la que a veces me habla en el idioma de los sueños. Y me quedo mirando pasar la noche, como un río oscuro por mi ventana.
Un poema, una vida
Qué jóvenes morimos aquí, en las grandes urbes,
ciudades sitiadas de tinieblas y agonías,
zoológicos de gente / hogares jaulas / shoppings catedrales
Largos countries donde brilla un bienestar aparente,
fiestas sin feeling,
mímicas sin glamour.
Muy jóvenes morimos aquí,
defraudados pujando por la ganancia injusta
en ambientes saturados de cemento y smog
sin música y sin familia
con la espalda curva y las manos llagadas
asfixiados de angustias y toxinas
Demasiado jóvenes morimos aquí,
apresurados en speedways que no van a ningún lado
saturados de orgías con cocaína y fast food
Muy jóvenes morimos aquí,
en blancos hospitales y anónimas camillas
asistidos con morfina o un revólver
cortinas tristes de una última butaca
Tan desamparado no podrás enfrentar la noche más agria
la noche más gris
la noche más noche
cuando todo tiembla.
Alfredo Lemon, del libro “23”
Alfredo Lemon nació en Córdoba, en 1960. Su obra poética comprende “Cuerpo amanecido”; “Humanidad hecha palabras” (1991) –ambos por Editorial Lerner-; “Sobre el cristal del papel” (Editorial Brujas, 2004); “El pastor que fue amado por la luna” (Antología Personal; e-book de Página de Poesía 2018) y “23”, Editorial Barnacle (Buenos Aires, 1923). Ha sido distinguido con los premios “Romilio Rivero (Municipalidad de Córdoba, 1985); el “Premio José Hernández” (Córdoba, 1987); “Escritores por la paz” (Sociedad Científica Argentina) y “Premios Jóvenes Sobresalientes” (Córdoba), ambos en 1994; y por la “Sociedad Argentina de Letras, Artes y Ciencias” (Córdoba, 1995).