Memorias de “Ganso Verde”

Ecos de Malvinas en una moneda de cobre

A raíz de los objetos expuestos por los excombatientes de Villa María (“Muestra de Maquetismo 2022” de esa ciudad cordobesa) el periodista Iván Wielikosielek escribe sobre una pieza de 2 peniques; símbolo de la batalla de “Goose Green” y de ciertos gritos y fogatas que no se apagan.

Ahí están, brillando opacas y distantes al fondo de una caja, siete monedas de Malvinas. Sin embargo, me basta con ese pálido fulgor para que mi atención las enfoque mientras los demás objetos (los gorros y los cascos, las balas y los pasamontañas) se vuelven más borrosos. Son piezas de distintos tamaños y valores. Y todas son de aluminio apagado menos una, la más grande que es de cobre. Me acerco y examino su efigie. Un gran pájaro vuela dentro de aquel círculo como si un inglés lo hubiera congelado en su mira telescópica infrarroja. Hay un número “dos” entre sus alas y abajo la leyenda “Falkland Islands”. Sin embargo, no alcanzo a entender qué ave es aquella. Pienso en una gaviota o en un albatros, pero su diseño no es tan aerodinámico como el de estas dos. Además, y debido a su buche de pavo o gallina, aquellas alas se han visto obligadas a trabajar en lo alto, formando una suerte de “ve corta”, en cuyo vértice cabe el número.

Reliquias de soldados

Me doy vueltas, y no sé si lo hago buscando una explicación o un olvido momentáneo, porque algo horrible (algo que no alcanzo a entender) se ha activado en mi memoria. Y entonces veo los muchachos charlando en el “stand”. A Elio, con Rubén y Guillermo. Y el mero hecho de estar entre ellos, me da una tranquilidad inexplicable. Como si el ángel de la guarda de cada uno se extendiera hasta mí. Les pregunto, entonces, si las monedas son de alguno de ellos.

-No, del Érik -me dice Elio- Yo aporté los aerogramas y las cartas.

-Y yo el pasamontaña y la boina -dice Guillermo.

Luego me señalan los cordones de borceguíes que trajo Horacio, y el gorro del cabo muerto en el Crucero Belgrano.

-El Erik también trajo el duvet y la turba… -me dice Elio.

Y entonces, automáticamente, viene a mi memoria la única vez que charlé con Érik. Fue para un lejano dos de abril, cuando yo aún trabajaba en el diario de la ciudad. Esa tarde lo entrevisté en su casa y pronunció un nombre que me quedaría grabado para siempre: “Ganso Verde”.

Goose Green –me lo dijo después en inglés- es una pradera cerca de Darwin. Y fue donde se produjo el primer enfrentamiento en tierra de Malvinas”.

Pensé que aquella ave de buche abultado de esa moneda no podía ser otra que un ganso; del mismo modo que aquellos “dos peniques” no podían simbolizar otra cosa que aquella efeméride. Acaso sea el valor que los ingleses le dieron a esa guerra, me dije. Y lo acuñaron en su país, en una pieza que ahora circulaba de manera “éticamente ilegal” en el mío, donde la unidad monetaria es el “peso” y no la “libra”.

-¿Eran las monedas con las que compraban allá? –les pregunto a los muchachos.

-No, allá no comprábamos nada… -me dice Elio.

-¿No había un supermercado?

-Sí, había uno en Puerto Argentino pero sólo iban los “kelpers”… Si los soldados queríamos algo, se lo teníamos que encargar a un superior…

-¿Y pagaban con esas monedas?

-No, a esas monedas las trajo el Érik la segunda vez que fue a Malvinas –me dice Guillermo- Las encontró en un pozo de zorro… Fue en el 2009 y doy fe porque yo fui con él… A otras las consiguió después…

-¿Pero no está prohibido traer cosas de allá?

-Sí, pero él se las escondió en la suela… No podías tocar nada pero igual nos trajimos cosas… Para que te des una idea, un cura se trajo tierra de las islas en un termo ¿Quién le iba a revisar el termo a un cura? Ahora, todo esto será para nuestro museo…

Constelación de peniques

Me doy vueltas por segunda vez. Y a pesar de esos maravillosos (de esos dolorosos) objetos expuestos, percibo con el rabillo del ojo el brillo de las monedas. Y tengo un nuevo recuerdo. Porque de chico, un aficionado a la astronomía me enseñó que las constelaciones se veían mejor con la visión periférica que mediante el foco directo. “Probá con Las Pléyades”, me dijo. Y entonces hice uno de los grandes descubrimientos de mi vida; porque los “siete cabritos” (que para mí siempre fueron seis) brillaron con una luz única. Y frente a ellos, la cobriza Aldebarán, como el ojo rojo de un toro.

Me dije entonces que, aquellas monedas me llamaban desde el fondo de una caja como Las Pléyades. También eran seis estrellas opacas y una “gigante roja”, esa en donde cabía toda la cólera de Tauro. Y por asociación inmediata pensé en Antares, la roja estrella de Escorpio cuya pronunciación y etimología se parece tanto a “Antártida”. Antares era justamente su revés, el “anti Ares”. O sea que competía en brillo y color con el dios griego de la guerra, el Marte de los romanos devenido en planeta. Así que Escorpio y Tauro, dos constelaciones zodiacales estaban contenidas allí, en una insignificante cajita de madera de una exposición. Un pedazo de cielo brillando opaco y a lejano, en una ciudad lejana y opaca también.

Vuelvo a enfocar aquel pájaro entonces. Su “ve” de victoria sobrevuela una tierra devastada por Ares. Y también a un grupo de muchachos heridos y derrotados, más muertos que vivos pero indefectiblemente congelados, tan cerca de la Antártida. Y como si el silencio de aquellas monedas se volviera palabra (o acaso el eco lejano de los chicos), escucho la voz de Erik hablándome aquella tarde.

Goose Green, 28 de mayo de 1982

“El teniente Estévez nos dijo que los ingleses iban a desembarcar en cualquier momento y que había que estar preparados para tomar posiciones. Hacía dos meses que estábamos en las islas y el cielo era siempre oscuro. Pero el 27 de mayo empezaron los asaltos luminosos y las bengalas. Nos tiraban todo el tiempo y veíamos las balas que nos pasaban de un lado a otro. Las de los ingleses y las nuestras… Era un cielo de navidad, pero de una navidad horrible… La peor navidad que te puedas imaginar… El teniente nos dijo: preparen el armamento que en cualquier momento vamos al frente. Y a las siete de la mañana del 28 nos llaman a la formación y nos dicen: muchachos, llegó el momento esperado… Así que nos encolumnamos hasta el Cerro de Darwin y de ahí vimos, a unos cuatrocientos metros, cómo se bajaban los ingleses en la playa y empezaban a tirar. Nos fuimos corriendo a las posiciones entre las balas. Y ahí lo escucho gritar a mi amigo Fabricio: ¡Me dieron! ¡Me dieron! Yo que le grito: ¡Vení! ¡Arrástrate hasta el pozo! Pero él me dice: ¡No puedo! Al rato nos tiran con morteros y a Fabricio ya no se lo escucha… El que ahora había empezado a gritar era Horacio… El combate duró cuatro horas y me acuerdo que en un momento prendimos un cigarrillo entre las balas. Dijimos: es el último que fumamos. Unos días atrás, yo le había escrito una carta a mi hermana diciéndole que no se hiciera problemas, que a fin de año iba a estar bailando el vals con ella… Y me sentí un mentiroso porque supe que eso ya no sería posible…”

Por segunda vez en pocos minutos dejo de mirar aquella constelación de peniques. Necesito que el cielo vuelva a ser negro como lo necesitó Erik y sus compañeros la noche de las bengalas. Y entonces vuelvo con los muchachos en el preciso instante en que llega mi mujer.

-Parece que te vienen a buscar para el almuerzo –me dice Guillermo.

-¿Y ustedes a dónde comen?

-Nosotros ya comimos… -me dice Elio.

Yo no comí pero no importa, porque algo se ha quedado suspendido en las alas de aquel pájaro, en aquel círculo infrarrojo de cobre hecho memoria.

-¿Charlaron mucho ustedes? –pregunta ella…

-Bastante… No parece que el muchacho ya no sea periodista… -le dice Rubén a Fabiana, señalándome con la cabeza. Y los demás se ríen.

Yo también me río como si fuéramos amigos. Desde que Fabiana trabaja con ellos en el armado del museo, los veo más seguido. Y pese a mi timidez (que se vuelve casi “mala educación” cuando no tengo el grabador conmigo) les pregunto cosas todo el tiempo. Tengo miedo de molestarlos con mi curiosidad pero siempre me responden de la mejor manera, aceptando mi inofensiva indiscreción.

-¿Nos vamos? –me dice mi mujer.

Y volviéndome repentinamente a las monedas, escucho las últimas palabras de Erik en el eco de aquella tarde.

Cementerio de Darwin, 2009

“Cuando nos rendimos, los ingleses nos hicieron tirar cuerpo a tierra para desarmarnos. Y cada vez que escuchábamos un compañero gritar y nos dábamos vuelta, nos pegaban patadas en la cabeza o nos hundían la cara en el barro. Después, vimos que los médicos se ocupaban de los heridos y nos quedamos más tranquilos. Los llevaban en chapas o en camillas a orillas del mar, para curarlos. Pero Horacio estaba muy grave. Estuvimos toda la noche con él, haciendo fuego con unos arbustos para que se calentara, pero lamentablemente falleció… Estuvimos prisioneros hasta que nos llevaron a Punta Carrasco, en Uruguay. Desembarcamos el 12 de junio y fuimos a La Plata, y de ahí en colectivo a Campo de Mayo, donde estuvimos una semana en plan engorde. Pero la guerra ya se había terminado… En 2009 volvimos a Malvinas con mi mujer y dos excombatientes, Guillermo y Walter… No sé qué me agarró, pero de pronto necesité ir allá porque nunca me había podido despedir… Apenas bajamos del avión fuimos a Darwin, cerca de Ganso Verde, donde está el cementerio. Y ahí me desarmé… No paré de llorar y fue como si de pronto hubiera encontrado la paz… Lo sentí cuando miré el mar…”

Y entonces me imaginé esa playa oscura tras el bombardeo, apenas iluminada por las fogatas con los soldados muertos. Y pensé en Erik, viendo desde un barco inglés esa constelación de pálidos fuegos en la orilla. Acaso la más próximo a Horacio, haya brillado para él como esa moneda de dos peniques. Memoria a fuego de “Goose Green”, mientras un ganso salvaje se vuela para siempre del olvido.

Por Iván Wielikosielek

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