Entrevista realizada por Rolando Revagliatti
Osvaldo Spoltore nació el 10 de agosto de 1956 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, República Argentina. Integró el consejo de redacción de la Revista “Tamaño Oficio”. Fue incluido en la antología “Mar azul. Cielo azul. Blanca Vela – Homenaje a Arturo Cuadrado” (Ediciones Botella al Mar, 1999). Junto a Jorge Montesano, Emmanuel Muleiro, Haidé Daiban y Julio Aranda integra el volumen colectivo de poesía “Memoria del olvido” (Ediciones Botella al Mar, 2000). Poemario publicado: “Punto de furia” (Ediciones Febra, 2004).
1 — ¿Qué podría ser de interés a los efectos de ir conociéndote?…
OS — ¿Qué puede ser de interés a nadie la vida de uno? ¿Qué puede haber de genuina novedad que el Otro, de una forma u otra, no haya vivido? No es falsa modestia. Obligan las circunstancias a tener una actitud honesta desde el principio y evitar la vergüenza de soltar una andanada de palabras que sólo alimentan el ego. Es que, aunque quien escriba, en su quehacer, se proponga aumentar las riquezas del mundo, mejor es que reconozca esto como un desafío, especialmente cuando escribe sobre su poca o mucha historia. Aun así, dejaré llevarme como al escribir un poema. Y ojalá que estas notas sean una extrañeza. Un recorte de un viaje errático hacia lo supuestamente conocido para que aparezca al menos alguna sorpresa.
Nací en el invierno, en una clínica del barrio de Belgrano. Me contaron que llegué al mundo en un parto difícil, esos en los que al bebé se lo forzaba a salir, usando los fórceps. En definitiva, arrojado —como cualquiera— al exterior desconocido, ése que está determinado por factores que no manejamos, pero que nos conforman, ya sea los antecedentes genéticos, la vida familiar, el contexto político, económico, social y cultural. Además, siempre aparecerá lo contingente. ¿Quién escapa del albur? Luego siguieron los años de la infancia: penumbras.
Nada sorprendente, pero si se ve la perspectiva global, desde el origen así ha ido apareciendo la rica y abigarrada variedad de lo humano, aunque nadie sea un “humano en general”. Somos particulares dentro de una formidable complejidad. Pero no hay que dar por supuesto cómodamente, mientras ejercemos alguna actividad, en este caso la escritura, que nuestra peculiaridad aportará alguna novedad al mundo.
Ernesto Sábato definió el compromiso de un escritor: “Ser testigo insobornable de la época que le toca vivir”. Cierta filosofía, ya no tan en boga, pero aún vigente, la que ha decretado la muerte del Hombre, afirmará que ese desafío es imposible de cumplir. Sobredeterminados, totalmente carentes de autonomía y libertad para tener experiencias auténticas —según ella—, como sufrientes de un estado de miserabilidad casi absoluta. Entonces, ¿cómo podría alguno ser testigo “real” de su época? Pero a mi juicio, ese desencanto es fruto de enormes exageraciones.
Existe un abatimiento que ha embotado a muchos intelectuales cuando evalúan las barbaries sufridas desde la segunda década del Siglo XX. Hasta el principio de esa década se suponía, con un optimismo irracional, un progreso continuo y sin fin. Pero llegó la gran sorpresa de las dos grandes guerras, y de allí la desilusión. Y también la frase de Theodor Adorno: “Después de Auschwitz no se puede escribir poesía”, como si en La Historia, los colectivos humanos nunca hubieran perpetrado vilezas contra los cuerpos y conciencias de otros. Por lo que ya hubo mucho antes, millones que afrontaron graves sufrimientos y se pudo seguir escribiendoPoesía y haciendoArte.
2 — Tu infancia, entonces, tu adolescencia, y tu relación con la palabra.
OS — Provengo de una familia de ascendientes todos italianos. Muy trabajadores, de economía media, alegres y vivaces. Ni progresistas ni conservadores. Algunos, peronistas de los suaves. Otros, antiperonistas consuetudinarios. Militante, apenas uno; un pariente lejano, radical. Católicos de comuniones y casamientos. Ningún cura, ninguna monja. Nada de ir a misa los domingos. Tampoco interesados en leer y mucho menos en escribir. Bibliotecas mínimas. Y a diferencia de lo que he visto en familias de otros orígenes, no recuerdo en las charlas familiares gran elocuencia de nadie. Creo que, como familia de italianos, trasladados a Argentina a fines del Siglo XIX, cambiar de lengua debió ser un problema. También eso pudo provocar la brecha entre padres europeos e hijos nacidos y criados en Buenos Aires, dado el severo ajuste cultural y lingüístico que debían sobrellevar.
Como novedoso, recuerdo un regalo de cumpleaños de una tía abuela (maestra jubilada ya en los sesenta) que aún conservo: el grueso “Pequeño” Larousse Ilustrado con sus tres secciones: la primera, de índole general; la intermedia, con sus decenas de páginas rosadas de locuciones latinas traducidas, que me parecían pura hermosura; la última, dedicada a Historia, Geografía, Biografías, etc… Otro recuerdo de esta índole: la aparición sorpresiva en la casa de mis primas de una gran enciclopedia de muchos tomos en inglés (creo que era la Collier), repleta de láminas maravillosas.
Pero si hubo pocos libros, mucho hubo de música. Cantábamos en grupo la música de nuestro país. Y con ella, pude tener el disfrute de la poesía. Quedó escrita en mi memoria la experiencia de escuchar, a mis tías y tíos abuelos, cantar: zambas, valses, tangos, tonadas cuyanas y otras melodías. Parientes directos de italianos, de las regiones de Abruzzo y Campobasso, amantes de la música local y que poco sabían de la lengua y nada de la música de su sangre.
Debo suponer que mi afecto por la poesía procede de ese origen. Mi padre cantaba tangos, y acompañado con la guitarra: zambas. Luego, cuando crecí, cantábamos a dos voces. Y hubo versos cantados en los labios de él, al cantar con su vocecita fina y elegante (parecida a la voz de Fiorentino, el vocalista de Aníbal Troilo), que debieron labrar mi alma de niño como si con un buril cincelara fulgores estéticos:
“Ilusorio jardín del recuerdo, / pobre página triste de ayer…”
“Perfuman el patio / guitarras y estrellas…”
“Partiré canturreando / mi poema más triste…”
Y puede que fuera por eso que en cuarto grado (hoy, quinto), luego de terminar unas composiciones sobre “El afilador”, ése que andaba por las calles anunciándose con el silbido del caramillo (palabra que me sonó preciosa), que, en el aula, mientras el maestro revisaba las tareas, levantó la vista hacia mí, y dijo: “¡Qué lindo esto!” Era una frase mínima referida a las chispas que se sueltan al aire, desde la piedra, cuando el afilador pasa el metal de tijeras o cuchillos contra ella. Las había imaginado: “Chispas que sueñan en no apagarse nunca”.
Además, por esos tiempos escuché en clase el poema “El grillo”, de Conrado Nalé Roxlo. Ni bien llegué a casa, una fuerza incontenible me llevó a querer hacer algo parecido. Llené hojas y hojas hasta que surgió algo que creí digno.
Y aunque mi perfil se orientó a lo técnico, siempre me asombraron las enciclopedias y bibliotecas. Las visitaba, me hacía socio y pedía libros, pero con intereses diversos, sin ninguna preferencia, y me dispersaba. Un día, Fotografía. Otro, Astronomía, o lo que el bibliotecario recomendaba: alguna novela menor, porque suponía que me debía dar algo fácil para niños. Nada de la buena Literatura Universal. Probablemente no la hubiera entendido, pero tampoco entendía algunos libros que yo elegía.
Además, como cursé el colegio industrial, mis lecturas y hasta obsesiones estaban más bien referidas a Matemáticas, Mecánica, Hidráulica, Cálculo. Como a los quince años no podía captar el concepto de “derivada” o “integral”, pasaba horas completando cuadernos, hasta en las noches de verano, para tratar de inteligir por algún método, el porqué de esas operaciones que yo sabía resolver bien. Deseaba aprehender la idea detrás del Cálculo, que además era imprescindible para asimilar las materias que estudiaba. Pero en medio de tanta técnica prosaica, una excepción notable fue el impacto que tuve al leer en el libro de Castellano, la “Oda a la flor de Gnido”, de Garcilaso de la Vega, la cual intenté aprender de memoria.
También en mi adolescencia, se fueron “filtrando” con alguna frecuencia y disfrute, páginas de “El gaucho Martín Fierro”, “Don Quijote de la Mancha” y algunos cuentos de Edgar A. Poe. Además, le dedicaba tiempo a la lectura de La Biblia.
En la casa de una tía querida encontré una,la tomé “prestada para siempre”, pero no pasaba de los primeros libros y algo de los Evangelios. Me emocionaban su historia, la vida y enseñanzas de Jesús, también la esperanza de algo trascendente. Esa fe la mantengo, y para mí esa convicción es tal como la de que mañana saldrá el sol. Eso derivó, pasando el tiempo, en un interés mayor y un estudio detallado que lleva años.
Aclaro que estas actividades siempre me ocuparon intensa y, diría, poéticamente. Y eso fue anterior a recibir influencias propiamente literarias. Creo que el quehacer artístico exige que se viva poéticamente. Sólo si ocurre así, se siente la extrañeza del mundo, antes de poderla expresar literariamente. Esa mirada inhabitual descubre auténticas novedades y cuando uno ya puede expresarlas, “el arte sucede”.
Estos hechos de mi infancia y adolescencia supongo que influyeron en mí. Ya en la adultez, elegí otras ocupaciones que me condujeron a formidables compromisos alejados de la literatura, pero la sensibilidad poética estuvo allí siempre latente.
3 — “Influencias propiamente literarias”, anticipaste.
OS — Se sabe y conozco personas que de muy jóvenes leen y escriben a diario por necesidad, no pueden dejar de hacerlo. Como en “Un artista del hambre”, de Franz Kafka, cuando el ayunador-artista confiesa —a quien lo alaba irónicamente— tener una vocación ineludible.
“─También quería que admirarais mi ayuno ─dijo el ayunador.
─También lo admiramos ─dijo el inspector con amabilidad.
─Pero no debéis admirarlo ─dijo el ayunador.
─Bueno, entonces no lo admiramos ─dijo el inspector─, pero, ¿por qué no íbamos a admirarlo?
─Porque estoy obligado a ayunar, no puedo hacer otra cosa ─dijo el ayunador.
─Pues mira qué bien, y ¿por qué no puedes hacer otra cosa? ─preguntó el inspector.
─Porque ─dijo el ayunador, levantó un poco la cabeza y habló con los labios ligeramente fruncidos, como para dar un beso, junto al oído del inspector, para que no se escapase nada, ─porque yo no he podido encontrar una comida que me guste. Si la hubiera encontrado, créeme, no habría tenido el más mínimo miramiento y me hubiera puesto morados como tú y todos.
Ésas fueron sus últimas palabras…”
Ése no es mi caso.
Quizás mi obsesión se relaciona con experimentar la sorpresa del fruto de la indagación. Si leo, estudio o escribo y evalúo que el texto no derivará en una experiencia auténtica, no pierdo más tiempo en ello. Mi momento llega cuando me sorprende algo profundo y genuino. Y lo genuino para mí es lo que produce el silencio literario: la audacia del escritor que intenta decir lo que no se puede decir, o que al decir muestra algo no visto, y eso sucede al descubrir lo escondido entre líneas. Es verdad que esa lectura lleva más tiempo, y algunos lo conciben como una pérdida (la vida es corta, ¿no?), pero es que a mí no me apura el paso del tiempo.
Tengo el convencimiento de que la vida es para siempre, aunque sufra la ansiedad de lo fugaz, la falta de sentido de lo que nos rodea. Mi fe reconoce lo que dijo el apóstol Pablo: “La creación fue sujetada a futilidad, no de su propia voluntad, sino por aquel que la sujetó, sobre la base de la esperanza de que la creación misma también será libertada de la esclavitud a la corrupción y tendrá la gloriosa libertad de los hijos de Dios”. (Romanos 8:20, 21)
Y en eso creo. Es parte de mi fe e incluso de mi escritura. Pero no escribo poesía comprometida con doctrinas, confesiones o ideología alguna. Si uno constriñe la escritura a mandatos o dogmas —aunque no sean reprobables— surge pura pedagogía o panfleto. En la creación literaria mejor que aparezca la imagen y la metáfora como sorpresas insólitas, eso que brota de un manantial íntimo y misterioso, eso que no controlamos y que alude, en silencio, a otras cosas.
Un ejemplo. En una ocasión, almorzando en un señorial restaurante porteño, junto a Ana María, mi esposa, leí en el menú de postres, un nombre altisonante para ofrecer una simple fruta. Mi imaginación de un tirón soltó allí un poema con el mismo título de la carta. No recuerdo haberle corregido nada. Eso es evidencia —como ocurre en el caso de tantas personas— que en el hacer poético hay algo que no manejamos. Lo reconoce Atahualpa Yupanqui, en una canción: “Me gusta, de vez en cuando, / perderme en un bordoneo, / porque bordoneando veo, / que ni yo mismo me mando.”
Permítanme copiar en esta entrevista, aquel poema nada “frutal”:
Gajos de pomelo pelado a vivo
El Caso:
la herejía de un pomelo
justificando la pomelez de la Tierra
ante un tribunal más filoso que cordero
repleto de sabiondos en
cómo poner a raya a cualquier pomelo
que piense por propio hollejo
La Sentencia:
esta vez, no habrá fuego
pero que sea como en el infierno
“algo a vivo”
(con matar nunca alcanza)
De paso, te comento que intuyo que hay que alejarse de la ficción comprometida, pueril y prosaicamente con ideologías, para poder modestamente influir en la realidad. Y cito sobre este tema a Paul Valery, al decir: “Una sociedad asciende desde la brutalidad hasta el orden. (…) no hay poder capaz de fundar el orden por la sola represión de los cuerpos por los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias.” Y, yo agrego, no puede alcanzar fuerza ficticia la ficción (y obviamente incluyo a la poesía) que sólo informe y, como señaló Ricardo Piglia en una conferencia, que no nos haga vivir la experiencia de leer que nos invite a una mejor percepción de la realidad, una mejor experiencia con el lenguaje.
4 — Habrás concurrido a talleres literarios.
OS — Sigo avanti… A mediados de los noventa quise dedicarme con seriedad a lo literario. Pero mi primer intento se dio en el ámbito de un Taller de Teatro donde me parecían fascinantes las consignas desestructurantes y la búsqueda de una representación genuina. Como se nos pedía que escribiéramos algo corto cada semana, sin muchas pretensiones, esa consigna me hizo ingresar ya de lleno al mundo del poema. En definitiva, me di cuenta de que yo deseaba escribir poemas. Así fue que dejé Teatro y empecé a concurrir a dos talleres literarios. Aunque participé más en el de Lucila Févola [1942-2013], frecuentaba otro, el de Gabriela Yocco. Ambas poetas excelentes y muy dedicadas, artistas en todo el sentido de la palabra. A los pocos meses advertí una mejora notable en mis lecturas.
Al principio —por ejemplo— me parecía una tontería si los versos se escribían todos en minúsculas o dejando grandes espacios entre palabras. Creía que era un capricho, cosa de tilingos. Pero al pasar el tiempo, era yo el que escribía así y no por imitación, sino por íntima necesidad. Hubo otros conceptos que capturé pronto, al menos mientras leía, e intenté asumirlos para que asomaran en mis textos. Entre tantos, lo que dice Octavio Paz en uno de sus ensayos: “El poeta no representa la silla, la crea.” Esta expresión la hice epígrafe del siguiente poema:
sea la imagen
como el gatillo a punto de parir
como un ojo y su hombre
subiendo los médanos hasta la última cima
donde un instante de tanto océano
dispárale el mar
En el taller de Lucila Févola, si uno se comprometía, empezaba pronto a crecer, junto a un grupo de poetas y amigos. Había mucho allí para influir bien, por lo que se enseñaba y por el ejemplo. La dinámica constaba principalmente en analizar detalladamente poemas significativos, algunos de poetas conocidos, otros no, muchos de los mismos talleristas. Cierta severidad, que no es fácil tolerar por mucho tiempo, nos dejaba sin aire cuando se encontraban lapsus o “errores” estéticos o de fondo, ya sea en la composición, en la forma o simplemente por una puntuación incorrecta, una palabra mal escrita o peor usada.
5 — “Si uno se comprometía… nos dejaba sin aire.”
OS — El compromiso del taller era debatir los textos sobre la base de profundos “principios” (no sé qué otro nombre utilizar) relacionados a poética. No sólo era cuestión de corregir obviedades, sino ajustarse a consignas que refieren a la lectura y escritura de excelencia. No es que lo lográramos, debo aclararlo, pues sería pedante y mentiroso afirmar lo contrario, pero sometidos a ese “masajeo” incesante y semanal, por años, si uno aguantaba, era casi imposible que no se encarnasen buenas cualidades de lectura y de escritura. Y en cada uno de forma distinta.
A veces eran únicamente opiniones. Pero la obligación de justificar o señalar la coherencia de la forma con el contenido o el de encontrar el centro del poema, sus logros estéticos, sus fuerzas, tonos, encontrar una palabra, versos enteros o estrofas que sobraban, deparaba en noches edificantes. No era cosa de aceptar algo por ser “bonito”. Tampoco había lugar para ir a leer sólo lo propio y desinteresarse en analizar lo que escribían los demás, ni la búsqueda del preciosismo o la grandilocuencia per se y menos si el contenido no contribuía con algo vital. Nada de hacer nuevos aportes a la confusión general.
En ocasiones, leíamos textos de otros géneros. En Dramaturgia, la gran crítica que la coordinadora le apuntaba a Samuel Beckett era tema de polémica: “¿Cómo podía ser que un artista —por más premio Nobel que fuese— expusiera obras donde se ensalzaba con constancia el sinsentido? Si nada tiene sentido, ¿por qué escribía? ¿Para qué fue a buscar el Nobel?” Estas incoherencias de vida (o supuestas incoherencias) se ponían sobre la mesa también al analizar el poema de cualquiera. Tallerista o no, si se detectaba que el poema destilaba un espíritu de victimización, un regodeo en lo destructivo o puro sentimentalismo, Lucila lo señalaba, una y otra vez. Y eso lo acepté, pues el escapismo de ciertos escritores, ofrece sólo un falso remanso en sus textos, adornando este tembladeral planetario, y eso debe ser denunciado por cobardía y complicidad.
Por eso, si ni Beckett se salvaba, qué quedaba para algunos de nuestros poemas. No me animo a aplicarle a Beckett la contradicción comentada, es muy discutible, pero creo que el artista debe revisar por dónde andan sus bordoneos, recordando los versos de Yupanqui. No que no se pueda hacer una poética de la incoherencia o del absurdo, pero requiere tener autoconocimiento de la idea y forma que difunde, a riesgo, caso contrario, de fomentar en el aire —por más prestigioso que pueda parecer— un espíritu negativo que es sutilmente contagioso y perjudicial.
6 — ¿Y tus lecturas y quehaceres de aquel tiempo?
OS — De las lecturas de ese tiempo, quedé muy asombrado por ciertos poemas de los compañeros talleristas y de otros poetas, los consagrados. Destaco los de Francisco Madariaga, Horacio Castillo, Roberto Juarroz, Wallace Stevens y Borges… (siempre, Borges). En esa época, reformulé ciertas vivencias del pasado y organicé actividades culturales en programas de radio, cafés literarios y ciclos de conferencias. Armé una web literaria y una Hoja mensual. En 1997 inicié un ciclo que di en llamar “Poesía en el Tulgún”. Y esto merece una explicación. Siempre tuve mis vacaciones en ciudades de la costa bonaerense: Mar del Plata de niño, y luego en varias de las otras playas del Tuyú. Me asombraba esa franja de médanos, de unos tres kilómetros de ancho que va desde la costa marítima hasta el inicio del campo (¿o el fin de La Pampa?). ¿Por qué era así? ¿Cómo se formó? ¿Por qué era todo tan distinto acercándose a Mar del Plata?
Había leído en el libro “Un viaje al país de los araucanos”, de Estanislao S. Zeballos, que los pampas (tehuelches-araucanos), nombraban los anchos territorios de nuestra pampa con voces propias, como Carhué o Chivilcoy. Y a esa franja blanda que se acercaba al mar, por sus pantanos y zonas flojas, la llamaron con una palabra impronunciable para nosotros, algo así como “Chulgrun”, que significa: pisar fofo. Al nombrarla en castellano, los conquistadores escribieron: Tulgún. Ese territorio común, en donde ellos y nosotros vivimos, el cual compartimos, aunque en diferentes épocas, me pareció un tema muy íntimo y humano, algo que nos hermanaba, reconociendo la distancia étnica que nos separa y la ignominia política que condujo a la violencia que sufrieron.
No creo en los rótulos, en las etiquetas. Digo que, aunque me han documentado dentro de una nación, ésa no es mi esencia. Somos de la misma sangre, con ellos y con todos, y aunque no puedo ni deseo escapar del lugar a donde fui arrojado, ni de las costumbres y preferencias, es dignificante sentirse cerca de todos los otros. En este caso, de quienes se asentaron antes en estas mismas tierras, de vastedades infinitas con la plenitud del río, la llaneza interminable del campo, la inmensidad del cielo, tres metáforas de infinito que en pocas partes del planeta se gozan y se sufren juntas. Este sentimiento tan solamente nuestro, lo desarrolla Juan José Saer, en su libro “El río sin orillas”.
Y fui más allá. Metaforicé esta franja del Tulgún, costura modesta, como el lugar de reunión de tres infinitos: la pampa, el cielo y el mar. Y como si no alcanzara, en ese espacio de unión, situé lo humano como el infinito número cuatro, siendo nosotros, que ocupamos un “cuarto infinito”, imagen de la infinitud que anhelamos desde nuestro interior. Una sed que nos eleva y nos constituye desde un espacio mínimo para intentar rozar moradas extraordinarias y conjeturales, que quizás nunca se alcancen (seguramente para nuestro provecho).
7 — ¿Y qué (más) decir de tus influencias?
OS — ¿Acerca de mis influencias? Todas las que me fomentaron a tener la emergencia de corroborar que el poema que leo o escribo debe tener poesía. Que sea una “aparición” en el papel, no información o anécdota. Algo que conmueva por su expresión estética, pero que cobije también riqueza humana. La obra literaria debe refrescarnos el interior con una trabajada cosmovisión, ya que hay goce en la pura contemplación, en el sentimiento que se deriva de ella, pero desde hace más de un siglo, en un número muy creciente, el arte ofrece también el goce de lo conceptual.
Esa indagación se da mayormente en la Plástica que se ve en Galerías y Bienales, hasta llegar a extremos notables. También lo es en Teatro. Pero en poesía —comparando— considero que hubo menos audacia, pues pareciera que estamos encerrados en cierto conservadurismo: la de servirse de la palabra hecha. Algunos hay que hacen vanguardia, en escritura, pero son pocos. En otros géneros se ha establecido el alejamiento de las formas tradicionales y así tenemos —entre tantos ejemplos— la música dodecafónica y minimalista, el arte conceptual o el abstracto como estilos comunes. Pero en literatura, reitero, aunque un Stéphane Mallarmé [1842-1898] ya era vanguardia antes de Pablo Picasso [1881-1973] y otros, no ha habido un sostenido quehacer rupturista. Se nota que no toleramos igual el quiebre de la lengua, como en las otras arterias del Arte.
Quizás sea exagerado aquí, pero opino que en Arte con mayúsculas las influencias no existen, lo que no significa que no haya corrientes, más o menos fijas, o no se admire la poética de otros o que éstas no sean fuente de inspiración. Es que, si uno está muy influido por alguien, terminará imitándolo, en temas, símbolos y forma.
En el mundo de la música eso sería imposible de mantener. Especialmente entre los cantantes: su arte es crear una interpretación, y si no pueden, lo “mejor” que harán es imitar la voz de otro, y por más bien que lo hagan, es inviable, hasta repulsivo. Hay un Carlos Gardel, no puede haber dos. Por eso, cada artista auténtico es único e irrepetible, ya que el artista-público-lector-artista no tolera imitaciones.
A veces, el camino es totalmente inverso: cuando uno lee al otro y ya creció en capacidad de lectura, automáticamente intenta corregir, reescribir. Uno se planta en ¿cómo lo hubiera escrito yo? Es algo inconsciente. No importa si el otro es famoso, consagrado o no.
Estas exigencias que comento, me llevan a retrasar la edición de tres poemarios que no hace mucho reuní en uno, bajo el título “Fiesta mayor”. No es un ejemplo a seguir, pero es mi camino: pensar la obra como un conjunto, no sólo alcanzar lo correcto, sin decir nada o reiterar lo que se dijo antes o se dice siempre de la misma forma.
Resumiendo: si algo me influye no es tanto éste u otro poeta, sino conceptos sobre poética o los poemas donde estos afloran. Me parece muy a tono y vigente con lo dicho, lo que escribió Liliana Heker, en la mítica revista “El Escarabajo de Oro”, nº 2, en la década del sesenta, sobre lo que le exige al poeta su oficio: “En un mundo que lo está necesitando todo de todos, la poesía, como cualquier otro género artístico, no tiene razón de ser en la medida en que responde a vitales exigencias. Por eso, sólo puede hablarse de poesía cuando un juego de imágenes, un ritmo, un hallazgo de lenguaje se confabulan para hacernos vivir de una manera nueva, más intensa, mejor lograda, el apremio humano, en ninguna forma obviable.”
8 — En los noventa, Osvaldo, estando vos con Jorge Montesano, nos encontramos en un barcito dentro de una galería en el barrio de Caballito. Habrá sido cuando Jorge y vos conducían un programa radial, “La Morada de la Luna”, al que me parece que al final no fui, pero leíste algún poema mío. Jorge, fallecido en 2002, fue tu amigo: ¿cómo lo evocarías (y con algún apunte sobre su poética)?
OS — Recuerdo especialmente a Jorge con mucho afecto, y a todo lo que hacíamos. Con él las cosas eran muy simples. Nos poníamos de acuerdo en unos cuantos temas y luego nos dábamos libertad, tanto en el café literario, en la radio o en los ciclos de conferencias. Teníamos el gusto de invitar a buenos y queridos poetas. Además, jugábamos, improvisando. Lamentablemente se nos fue, y era tan enorme nuestra amistad que seguramente hubiéramos hecho muchas cosas más, y con mayor experiencia. En ese tiempo recién empezábamos y ya íbamos creciendo. Su generosidad era notable, y me emocionaba la armonía que había entre nosotros pues nos habíamos conocido de grandes. Y sé que a él le era natural comportarse así conmigo y con otras personas. Espero que Jorge haya sentido en su corazón reciprocidad de mi parte.
Además, se dio un milagro, ya que nuestra amistad de dos se agrandó a tres, al llegar Julio Aranda, y nos respetábamos mucho en lo que hacíamos, nuestra continuidad en el taller, por años y con modestia, mientras compartíamos una mirada conjunta hacia modelos de la talla de Lucila y José Bravo [1934-2010), artistas de la palabra de enorme valor, y esa experiencia, esa frecuentación tenía propiedades “osmóticas”. Uno desplegaba mayor lucidez al ver y aprehender valores por la acción categórica e íntegra de tales ejemplos de vida, que la sustentaban además por un discurso exigente, el cual uno no tenía la obligación pueril de aceptar y menos copiar, sino tan sólo había un deseo de dejarse llevar.
De la poética de Jorge, Lucila escribió: “Los poemas de Jorge A. Montesano nos hablan de un gran viaje: mejor dicho, son ellos mismos ese viaje y, fundamentalmente, navegacionesde regreso al origen (el propio lugar), primero y último. Un viaje hacia lo que se es, más allá de todo combate. (…) Poesía sutil, de enorme delicadeza y síntesis (…) no exenta de pasión, sensualidad, capacidad de intenso disfrute tanto de lo grande como de lo pequeño, en el batallar de la vida y por la vida”. Como testimonio de estas palabras citaba el poema “Lluvias”, incluido en el libro que publicamos luego del fallecimiento de Jorge. Ese poema da título al libro, y dice: “Dinosaurio que habitas / en una simple gota. / Cuando se evapore, / volverás al azul.”
Además, con Julio Aranda, y por compartir el consejo de redacción de la revista de literatura “Tamaño Oficio”, que era la publicación que reunió por tres décadas mucho del hacer literario del equipo, pudimos con alegría y mucha responsabilidad, editar el poemario póstumo de Lucila, “Así seas”. También continuamos la publicación de la revista hasta 2016, cuando entendimos, en su trigésimo aniversario, que no se debía seguir. No era sólo nuestra, y era imposible que cumpliera el propósito que tuvo desde su origen, y que había sido mucho antes de nuestro ingreso. Era una revista con una historia muy particular. Y en tres décadas tuvo la participación de muchos escritores, algunos que apenas conocíamos, y ya eso era suficiente razón para darnos cuenta de que no teníamos el derecho de acapararla.
9 — ¿La prosa de qué articulistas, de qué ensayistas te resulta admirable? ¿Ubicás a alguno que habiendo escrito narrativa, poesía o dramaturgia, sin embargo, vos lo prefieras como ensayista?
OS — Confieso que me deslizo casi naturalmente a leer ensayos por sobre otro tipo de literatura. Ahora, es verdad que un mismo escritor de gran imaginación puede abrazar varios géneros. Es el caso de Borges. En el poema Mateo XXV se sitúa en primera persona como alcanzado por el Juicio Final, cerca del porteño barrio de Constitución, y ese juicio se emite desde una voz infinita con una sola palabra que él intenta traducir pobremente, con una enumeración de muchas cosas, ya que él está bajo un régimen temporal, que es el del poema. Si leemos, el “El Aleph” (cuento relatado en primera persona y dentro de una casa en el mismo barrio) o el ensayo “Nueva refutación del tiempo”, podemos verificar que su misma cosmovisión está en los tres, y son tres maravillas estéticas que vitalizan además por su ingeniosidad.
Pero no es sencillo encontrar a quien sea parejo y nos asombre continuamente en varios géneros con la misma excelencia poética. Hay ensayistas muy agudos, profundos como Ricardo Piglia, Juan José Saer, Abelardo Castillo, Santiago Kovadloff…, que también escribieron poesía o narrativa, pero a estos los aprecio más por sus ensayos. Esto quizás sea por ser un lector hedonista, pues si lo que leo no tiene música, un contenido que supere el mero entretenimiento, me aburre. También me parece que es imposible que un gran ensayista escriba mala narrativa o poesía. Pero a la inversa, puede pasar. No todo “escribidor” de los dos géneros citados, cuenta con capacidad para escribir sólida ensayística, pues ésta exige mucha sagacidad en la elección y tratamiento del tema, sin olvidar la capacidad expresiva.
Domingo F. Sarmiento escribió el “Facundo” de forma excepcional; no era pura ficción, pero su calidad extraordinaria de ensayista, no tan sólo por la agudeza intelectual, sino por su calidad expresiva, me hace entender que, si se hubiera dedicado exclusivamente a la literatura de ficción, hubiera sido extraordinario.
10 — ¿Autores de la literatura universal que consideres grandes inventores de argumentos?
OS — No es fácil responderte, no porque no tenga respuesta, sino porque los argumentos casi siempre son los mismos. Hasta en asuntos metafísicos o filosóficos, donde no habría argumentos, pero sí un ordenamiento o tejido de ideas. Por ejemplo, William Shakespeare inventaba menos argumentos de los que ya existían y los reescribía magníficamente para Teatro.
Hoy además tenemos una mayúscula producción e influencia del cine y del mundo audiovisual. Somos de una generación inmunizada contra la sorpresa fácil de nuevos argumentos. En mi caso y en general, no estoy a gusto con las largas descripciones y malabares o los juegos reiterados al hartazgo, que encontramos en cine y televisión.
Pero lo que sí me maravilla es la potencia de capacidad infinita que tienen las formas de aparecer: eso no cansa. Digamos que como en la Naturaleza, no habiendo dos atardeceres iguales, en literatura puede suceder lo mismo. Doy otro ejemplo: me sorprendió en Gustave Flaubert su obsesión por escribir bien. En “Madame Bovary” me parece sobresaliente una página en la que da forma a un contrapunto donde entremezcla un diálogo entre los amantes sentados frente a una ventana con frases de un discurso que un político profiere afuera desde una tribuna. La anécdota es menor, pero me fascinó, la forma. Y llamativamente, cuando vi la película basada en la novela, esa instancia pasó totalmente desapercibida, aunque se respetara el texto original.
Además, los argumentos tienen fecha de vencimiento. Hasta el hecho de relatar puede ser más o menos importante, según las épocas, pues no es lo mismo hacerlo para simplemente entretener o si se trata de denunciar o abrir conciencias.
Hoy es interesante notar que los mercaderes del espectáculo cinematográfico, buscan argumentos universales, pues desean distribuir sus productos a nivel planetario. Así tenemos el éxito de la obra del británico J. R. R. Tolkien: la saga de “El señor de los anillos”. Pero leer —por citar sólo un caso— todas esas novelas, por más sofisticadas que sean, no me movilizan nada. Y ni hablar de las novelas o cuentos que los empezás a leer y ya sabés lo que va a pasar. ¡Nos invaden los estereotipos!
Quizás haya un avance en las series de televisión que han complejizado la línea argumental en varias, esa multilínea que te obliga a seguir varios argumentos al mismo tiempo; hay un sentido coral en todo eso, que supongo es de mayor valor espiritual, no sólo por abrir temáticas en varios personajes que antes hubieran estado sólo de soporte.
11 — ¿A qué escritores no debiera uno morirse sin haberlos leído?
OS — Esa pregunta no me cabe. No hay deber de leer nada nunca. Es pura actividad humana y es infinita la cantidad de probabilidades de lectura. Si uno vive con los ojos abiertos, los escritores aparecerán solos. ¿Y por qué morirse y no leer más? ¿Quién dijo que después de morir ya no leeremos más? ¿Y si somos inmortales o morir es un simple sueño que termina en un suave despertar?
Por eso podría decirte coherentemente que yo seguiría leyendo y leyendo: “La Biblia”, “Ficciones” de Jorge Luis Borges, “Martín Fierro” de José Hernández, “Don Quijote de la Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra. Y además está lo literario que se entromete en libros de no ficción. De mis años de Facultad, estudiando Humanidades, he encontrado varios libros de académicos que investigan desde las Ciencias Sociales o Arte que tienen una escritura profunda, y aunque hay más, cito sólo uno: “Teoría de la política internacional” de Kenneth N. Waltz[1924-2013]. Y concluyendo, debido a que está muy cerca de mí todos los días, desde hace quince años, como un mural pegado a la pared de mi oficina, seguramente seguiré leyendo y disfrutando, un poema: “Mandala”,de Horacio Castillo [1934-2010].
12 — “Los odiosos ocho” (“The hateful eight”) es el título de un film de Quentin Tarantino. ¿Nos armarías una listita de aquellas ocho personas o personajes, de todos los tiempos, a los que pudieras calificar apropiadamente como “odiosos”?
OS — No recordaba haber visto esa película. La busqué por internet y descubrí que la había olvidado, lo que me demuestra, en mi caso, que los personajes no despertaron en mí sentimientos fuertes al punto de ser recordados como personas odiosas.
Quizás la pregunta va dirigida a mencionar seres perversos. El que odia es el personaje y puede que uno sufra una tensión natural de esa infamia de la cual uno es espectador. Es muy obvio que será despreciado —digamos justamente— quien con perversión sienta el placer de hacer sufrir a otro. Aunque creo que hay canallas, no soy inocente, y son comparativamente pocos: igual hay mucha maldad en el mundo. Una investigación en los Estados Unidos, donde hay estadísticas para todo, encontró que el 1% de varones y 0,5% de mujeres tienen una ausencia grave de empatía, definida como carencia absoluta de sensibilidad ante el dolor del otro, disvalor que seguramente tiene el perverso. Y ese porcentaje que parece pequeño, si hacemos cuentas, nos lleva a asegurar que miles de canallas habitan en una población de cientos de millones de personas. Además, recordemos que un sólo ser vil puede hacer mucho daño.
Pero me has hecho pensar. Si hiciera la listita, no desearía entrar en lugares (personas en este caso) comunes. Si consignara en la lista, perezosamente, a Hitler (o a cualquier otro político o persona famosa muy denigrada), seguro que reiteraría un estereotipo que otros han inflado hasta el cansancio. Y dije políticos pues son los que resuenan como los primeros más “odiados”, por cierta constante mental de no ver que odiosos hay en todos los rubros.
En mi lista, el primero será el tribuno romano Mesala, el compañero de la infancia de Ben-Hur, que luego, en la película, se hace su enemigo brutal. La vi en un reestreno. Y recuerdo que Mesala para mí fue la aparición del dolor de la maldad infinita e irrecuperable. Recién al escribir esto me doy cuenta. Nuevamente, es la forma, pues ese personaje representa la maldad como tantos otros, pero su manera de interpretarla me inspiró un dolor inmenso y lo admití como un ser odioso.
Pero me pedís una listita de ocho. (No sé por qué Tarantino eligió ocho. Quizás con uno alcance, el que los acapare a todos, quizás Mesala, el tribuno romano.) Pero me vienen a la mente algunos otros, son pocos. Como sabíamos que al aparecer se nos terminaría el disfrute, y el suspenso agrandó enormemente su maldad, agrego a El profesor James Moriarty. ¿Más odioso que un malvado que asesina a un personaje fascinante como Sherlock Holmes? ¿Más odioso que un tipo que viene a destruir una continuidad literaria que suponíamos infinita?
Y te dejo el último, la creación de José Hernández en “La vuelta de Martín Fierro”: el Viejo Vizcacha. Lo sentí odioso desde siempre. Cito de allí, los versos que representan las acciones del personaje que creo que merecen ser odiadas.
“Andaba rodiao de perros, / que eran todo su placer; / jamás dejó de tener / menos de media docena; / mataba vacas ajenas / para darles de comer. (…)
Una tarde halló una punta / de yeguas medio bichocas; / después que voltió unas pocas / las cerniaba con empeño; / yo vide venir al dueño, / pero me callé la boca. // El hombre venía jurioso / y nos cayó como un rayo; / se descolgó del caballo / revoliando el arriador, / y lo cruzó de un lazaso / áhi no más a mi tutor. (…)
Ustedes creerán tal vez / que el viejo se curaría: / no, señores, lo que hacía / con más cuidao, dende entonces, / era maniarlas de día / para cerdiar a la noche.”
La terquedad del malvado, esa incapacidad de echarse atrás, la pertinacia de no ceder, la de endurecerse más y más en su vida delincuencial, esas actitudes me parecen odiosas y odiables, pero aclaro, odiar la conducta o la acción es más noble y universal que odiar al actor, pues esto último, cuando al mismo tiempo no se odia profundamente el hecho vil, es simplemente un engaño a sí mismo.
13 — ¿Cuál, dirías, ha sido el material fundamental en tu poética? ¿Los sueños, los recuerdos, la realidad, avatares propios? ¿Qué tan intensa es, fue tu vida onírica?
OS — El mar aparece mucho. Y han dicho que mi poética es una que fustiga la realidad, y con el tiempo entendí que era un juicio válido. Pero gran parte de mi interés está en la forma del poema, el “material” tiene que ver con eso. Y también influyen mis recuerdos y avatares, pero los metaforizo, no para que el poema los relate sino para que subyazcan, pues es lo silenciado lo que debería oírse más fuerte, y así extinguir lo vanamente literal.
En cuanto a mi vida onírica no es intensa, y además no le presto atención. No es que no sueñe, pero como dijo un pariente: “A veces uno sueña cada pavada” (que me perdonen los psicoanalistas). Eso se me dio así, no es que deba ser así. Además, desde siempre, naturalmente, busqué el porqué de las cosas, afuera y adentro de mí, y así desarrollé mucha introspección, al punto de sufrir de hipervigilancia. Entonces mis experiencias están atravesadas por reflexiones muy profusas, lo que no significa nada ventajoso en sí, al contrario.
Y aprecio los principios de poética que detecté en poemas o ensayos que han podido ampliar y reforzar lo que creo valioso. Ya cité a Octavio Paz: ¡Hacer la silla! Ahora cito a Raymond Carver, muy apreciado como cuentista, pero que hizo un poema titulado “El paseo”, que leí en la revista del diario “La Nación” de los domingos, allá por fines de los noventa, con una excelente traducción de Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich. Allí se experimenta en segundos, el finito tránsito por la vida al simbolizarlo con una caminata que hace el poeta a través de un cementerio y que continúa por entre las vías contiguas de un tren. Es un poema con forma de relato, prosaico en su forma, pero Carver “hace su silla”, no la representa. Y con ello quien lee experimenta una otra realidad y amplía su conciencia, si como lector sabe leer eso que sólo la literatura con sus propios medios puede brindar.
*
Osvaldo Spoltore selecciona poemas de su autoría para acompañar esta entrevista:
TULGÚN
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Jorge Luis Borges
mi tierra es barro y borde
ante un abismo plural de pampas:
río/ cielo/ pampa
mi tierra siempre al filo
a la orilla de tres inmensidades
pisa blando en la incerteza
y sueña domeñar un corazón que acoge
el tiempo indefinido
en mi cuarto infinito (un precipicio)
me deleita ser metáfora de la hilacha
que ante el cosmos trino
ríe/ siente/ pasa
(de “Punto de furia”)
*
BUENOS AIRES BLUES
Llueve en buenos aires,
su río también le usurpó cielos
al fin de semana,
¿por qué no anochece?
inexplicables abuelas fríen pasteles en casas vacías
las mujeres se acurrucan dentro de sus hombres tristes
hay sólo la sonrisa de un niño con rodillas alumbradas de barro
y emigró el pájaro (no es abuela ni mujer ni un triste)
siempre será niño.
En buenos aires, llueve.
Es domingo,
la noche nunca vendrá.
(de “Memoria del olvido”)
*
Y DESEMBARCARON LAS PALABRAS
De cada navío, este río,
lanzó a los hispanos
con sus bagayos y sombras.
Pero las palabras se soltaban rebeldes:
de las maderas del barco,
de las bolsas, los bolsillos,
de los cofres, de las pieles.
De las redes salían palabras,
de los caballos, de las barbas
y de los nuevos dioses monógamos.
Solas se arrancaban las palabras los clavos
y sangraban saltando a esta playa de barro,
y no hispanos,
y no muerte.
El godo ladrón se reiría,
cuando el mesopotámico
indio gritase en su tierra:
desde los ojos del mascarón:
“la dama griega” en la proa.
Y se desataban las palabras sus cuerdas
ante el ojo del inminente querandí
que sólo veía palabras helenas,
y no barcos,
“Che, arquitecto, ¿me dibujá un chiripá?”
(de “Memoria del olvido”)
*
EL RETOBAO
Déjeme al retobao/
padre
y resopla/ corcovea/ gime
y se mea en bronca
el zaino/
como si lo alzaran de la crin al bruto
que soy
manso/ mano mansa/ espuela mansa
pa’ enderezarlo al cielo
y es que al retobao le hace falta más cielo
el cielo también tiene algo de animal intempestivo
(lo andan domando desde hace mucho)
y ya es azul de dócil el cielo
de tanto andar volando
porque ¿el cielo cuando vuela adónde vuela?
no lo sabemos/
padre
siendo cielos necesitamos cielo
(del poemario inédito “Fiesta mayor”)
*
PAVO IRREAL
Un pavo real
despliega sus magníficas plumas.
Y ahora el pavo
mira y mira
con los ojos tejidos
en su colorido plumaje.
Oh… pavo irreal, ¿has visto a quien
mira y mira
las espléndidas colas
de todas las aves y bestias del bosque?
Un hombre irreal
ha desplegado sus magníficos ojos.
(difundido en Revista “Prisma” Nº 24 (Fundación Internacional Jorge Luis Borges, 2015))
*
Entrevista realizada a través del correo electrónico: en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Osvaldo Spoltore y Rolando Revagliatti.