Stevenson es el verdadero escritor maldito

Nada es tan deseable para un escritor como ser reconocido en vida; nada suele ser tan dañino, sin embargo, como obtener al mismo tiempo los favores del público y de un pequeño grupo de pares. Esta combinación, que parece tan atractiva, por lo común implica que el escritor entra después de muerto en un cono de sombras, del que sólo emerge -si lo hace- mucho más tarde y para ocupar un sitio ambiguo en la historia literaria.
La insoportable y clásica pregunta, por “el vínculo con el mercado”, le anticipa al artista medianamente exitoso lo que le ocurrirá cuando ya no pueda defenderse en persona. Un prejuicio supersticioso y romántico sigue rigiendo los destinos de la literatura: el de la obra secreta y el genio incomprendido. Tusitala -El que cuenta cuentos- lo llamaban los nativos de Samoa por el hechizo de sus relatos. Su universo narrativo es de una riqueza tal que influyó en escritores tan distintos como Jorge Luis Borges, Marcel Schwob y Joseph Conrad.
Robert Louis Stevenson constituye la instancia paradigmática del escritor que no ha logrado recuperar los laureles que obtuvo mientras vivía. Esto puede sonar extraño en la Argentina, donde la prédica de Borges le devolvió el prestigio -aunque no los lectores-, pero resulta clarísimo en el mundo anglosajón. Mientras en Gran Bretaña o Estados Unidos los devotos de Stevenson prefieren citar a Henry James, amigo y admirador del escocés, quienes le retacean méritos o lo relegan al ámbito de la literatura infantil apelan a otras opiniones. Citan, por ejemplo, cierta carta de Conrad a su agente, que se le había quejado por las constantes demoras: “No soy un vaporoso R.L.Stevenson, que consideraba a su arte una prostituta y al artista como no mucho más que una. Supongo que él sí entregaba a tiempo sus relatos pero no lo envidio”.
Frente a frases como la de Conrad, las estrategias típicas del devoto de Stevenson son dos. O hablará de la pura maravilla narrativa de La isla del tesoro o se referirá a obras como La bajamar y La playa de Falesá, donde examina las miserias del imperio británico de un modo que debía despertar la envidia del polaco. Hoy en día, sin embargo, en que es común leer las diferencias entre sexos y la inscripción de diferentes opciones sexuales, quizá convenga referirse al Stevenson más clásico.
Como Don Juan, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde se ha convertido en uno de los mitos de Occidente. Decir Jekyll y Hyde es hablar del tema del doble, pero mientras hablar de Don Juan no clausura el ensayo o la charla, el tema del doble es el último dictamen acerca de un texto que pronuncian los profesores de literatura del secundario: “¿William Wilson? Tema del doble. ¿Jekyll y Hyde? Tema del doble”. Hollywood sabe lo que hace. Las innumerables versiones cinematográficas de Jekyll y Hyde, de las que ya se lamentaba Borges, coinciden en una sola cosa: agregarle un interés romántico, una mujer, al relato de Stevenson. En Jekyll y Hyde, sin embargo, las únicas mujeres que hay son domésticas; se trata de un relato de hombres solos, de solteros que frecuentan clubes y pasean durante la noche por las partes menos recomendables de Londres.
El trasfondo homoerótico del sexo es obvio; cuando Utterson, el narrador, teme que Hyde esté chantajeando a Jekyll, lo que teme es que su amigo se haya relacionado sentimentalmente con un joven de otra clase social. El extraño caso del Dr.Jekyll y Mr.Hyde pertenece por completo a la subcultura gay de 1890. Lo que diferencia a Stevenson de Swinburne o Huysmans, sin embargo, es su astucia; mientras un texto sobre el mismo tema, como El retrato de Dorian Grey, de Oscar Wilde, sólo le trajo a su autor dolores de cabeza, Jekyll y Hyde se convirtió en un best seller.
“Bajo el inmenso y estrellado cielo, caven mi fosa y déjenme yacer. Alegre he vivido y alegre muero, pero al caer quiero hacerles un ruego. Que pongan sobre mi tumba este verso: “Aquí yace donde quiso yacer; a la vuelta del mar está el marinero, a la vuelta del monte está el cazador”. Así reza el epitafio que los nativos de Samoa grabaron en su tumba y resume los temas y las pasiones de un autor que sigue vigente. Stevenson es el verdadero escritor maldito, el que los padres le siguen dando a leer a sus niños como “clásico infantil”, como “novelista menor”. Considerada desde la perspectiva de Jekyll y Hyde, La isla del tesoro cobra otra dimensión. Quizá sea bueno, entonces, que Stevenson no goce ahora de la fama que tuvo en vida: eso le permite seguir arruinando a los jóvenes.

Así escribía

Doctor Jeckyll y Mister Hyde (fragmento)

«Aquella noche llegué al fatal cruce de caminos. Si me hubiera enfrentado con mi descubrimiento con un espíritu más noble, si me hubiera arriesgado al experimento impulsado por aspiraciones piadosas o generosas todo habría sido distinto, y de esas agonías de nacimiento y muerte habría surgido un ángel y no un demonio. Aquella poción no tenía poder discriminatorio. No era diabólica ni divina. Sólo abría las puertas de una prisión y, como los cautivos de Philippi, el que estaba encerrado huía al exterior. Bajo su influencia mi virtud se adormecía, mientras que mi perfidia, mantenida alerta por mi ambición, aprovechaba rápidamente la oportunidad y lo que afloraba a la superficie era Edward Hyde, y así, aunque yo ahora tenía dos personalidades con sus respectivas apariencias, una estaba formada integralmente por el mal, mientras que la otra continuaba siendo Henry Jekyll, ese compuesto incongruente de cuya reforma y mejora yo desesperaba hacía mucho tiempo. El paso que había dado era, pues, decididamente a favor de lo peor que había en mí.»

El diablo de la botella (fragmento)

«La casa se alzaba en la falda del monte y era visible desde el mar. Por encima, el bosque seguía subiendo hasta las nubes que traían la lluvia; por debajo, la lava negra descendía en riscos donde estaban enterrados los reyes de antaño. Un jardín florecía alrededor de la casa con flores de todos los colores; había un huerto de papayas a un lado y otro de árboles del pan en el lado opuesto; por delante, mirando al mar, habían plantado el mástil de un barco con una bandera. En cuanto a la casa, era de tres pisos, con amplias habitaciones y balcones muy anchos en los tres. Las ventanas eran de excelente cristal, tan claro como el agua y tan brillante como un día soleado. Muebles de todas clases adornaban las habitaciones. De las paredes colgaban cuadros con marcos dorados: pinturas de barcos, de hombres luchando, de las mujeres más hermosas y de los sitios más singulares; no hay en ningún lugar del mundo pinturas con colores tan brillantes como las que Keawe encontró colgadas de las paredes de su casa. En cuanto a los otros objetos de adorno, eran de extraordinaria calidad, relojes con carillón y cajas de música, hombrecillos que movían la cabeza, libros llenos de ilustraciones, armas muy valiosas de todos los rincones del mundo, y los rompecabezas más elegantes para entretener los ocios de un hombre solitario. Y como nadie querría vivir en semejantes habitaciones, tan sólo pasar por ellas y contemplarlas, los balcones eran tan amplios que un pueblo entero hubiera podido vivir en ellos sin el menor agobio; y Keawe no sabía qué era lo que más le gustaba: si el porche de atrás, a donde llegaba la brisa procedente de la tierra y se podían ver los huertos y las flores, o el balcón delantero, donde se podía beber el viento del mar, contemplar la empinada ladera de la montaña y ver al Hall yendo una vez por semana aproximadamente entre Hookena y las colinas de Pele, o a las goletas siguiendo la costa para recoger cargamentos de madera, de ava y de plátanos.»

La suerte está echada y para siempre, de De vuelta al mar

«La suerte está echada y para siempre
maestro y discípulo, amigo, amante, padre e hijos,
caminarán separados, aunque cercanos parezcan.
Cada uno ve a los que ama tan lejos como estrellas.
Así nosotros, por siempre separados nos acercará el llanto,
con llantos contemplaremos la bahía,
las Grandes Puertas,
como dos grandes águilas que volaran sobre las montañas,
sólo unidas por sus lamentos, hasta perderse entre los cedros.
Los años irán acercándonos,
día tras día irán atrayéndonos, semana tras semana,
hasta que la muerte disuelva esta separación.
Porque amamos lo que soñamos,
y en nuestro sueño, aunque muy lejos el uno del otro,
vivimos juntos, corazón a corazón.
Olvidamos lo que somos,
nuestras almas están protegidas por un vano sueño.
Como el soldado que de una atroz guerra vuelve sin temor,
o el marino desde los abismos,
como el caminante regresa de la helada noche y de los bosques a su refugio,
aún con los ojos llenos de rocío y de oscuridad.»

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Autor

Raúl Bertone