Como a Horacio Quiroga y a otros escritores de la época, a Roberto Arlt le fascinaba el cine. En su obra narrativa hay numerosos pasajes que aluden a las formas de representación de la imagen cinematográfica y también a algunas de las estrellas de Hollywood. Por ejemplo, en “Los lanzallamas”, las fantasías del personaje Barsut en torno a la figura de Greta Garbo o en “El amor brujo” la historia de una enamorada de Rodolfo Valentino.
Tampoco el tema del cine estuvo ausente en sus famosas Aguafuertes porteñas y especialmente en sus intentos de crítico cinematográfico en la sección Espectáculos del diario El Mundo hacia 1936. Sus escritos sobre el séptimo arte fueron recopilados en “Notas sobre el cinematógrafo”, por editorial Simurg, en 1997. Y una joyita es “Calamidades del cine”. Aquí va.
Calamidad primera
Hay muchos cines de barrio cuyos asientos, en la parte posterior, carecen de alambre donde engastar el sombrero. Y por esta negligencia del bandolero que se llena los bolsillos de plata, por la otra negligencia del inspector municipal, que va a cobrar el sueldo y que exclama que la vida es satisfactoria para los hombres de buena voluntad, es espectador tiene que ubicar el sombrero en el suelo, corriendo el inminente riesgo que algún griposo se lo gargajee, o abollar el susodicho artefacto de cubrirse la sesera en las rodillas. Unico beneficiario: el japonés que plancha sombreros. Y todos estos perjuicios ocurren porque un inspector poltrón y un propietario tacaño se lavan mutuamente las manos en la palangana de la supuesta coima.
Calamidad segunda
El sábado pasado entré a un cine de la Avenida de Mayo. Era sábado, para más datos. Sábado inglés. En última instancia, un consejo: no vaya a los cines el sábado si usted es de un sistema nervioso delicado. Me instalé en una butaca. Por donde se oía (no puedo decir por donde se miraba porque la oscuridad era casi absoluta) se oían llantos de criaturas. Aquello no parecía un cine, sino un falansterio o una maternidad en las tinieblas.
El llanto del criaturerío aumentó de tal manera que aquello parecía una noche de primavera con infinitos gatos en el tejado. Cuando los gatos se hacen el amor, sus maullidos se parecen al llanto de las criaturas. Por fin, el repetido siseo de los que no acarretillaban párvulos, intervino el moroso acomodador, les dirigió la palabra a los tenentes de los llorones y, lo único que se obtuvo, maravíllese usted, fue lo siguiente: Que los padres, para calmar a las criaturas, empezaron a pasearlas en brazos por el pasillo. Me levanté y me marché, lamentando que las ametralladoras no constituyan un artículo de fácil venta.
Los que llevan comida
Vez pasada, de noche, entro a un cine de Almagro. Me ubican en una fila de gente pobre “pero honrada”. Había ido a ver Fatalidad. Me incluyo entre los hinchas de Marlene Dietrich. Es maravillosa. Volvamos al butaquerío rasposo. Me ubican entre gente pobre pero honrada, cuando mis oídos perciben un ruido como de carpintería. Duró casi toda la primera sección. Al mismo tiempo, por el aire se expandía un olor a guiso, pimentón y a ternera cocida. Yo me estaba preguntando si ahora las películas, además de ser parlantes eran odorantes, cuando se pronto se cortó la cinta, volví la cabeza y descubrí una venerable familia extranjera mascando a cuatro carrillos.
Habían tendido un mantel de papel pergamino sobre sus rodillas y hermanaban el arte de Edison a las habilidades de Brillat Savarin. Uno no sabía si reírse o protestar. El suelo estaba sembrado de miguerío marroquiento y cuando se restauró la película y continúo la exhibición de Fatalidad, la familia extranjera comenzó nuevamente a comer con tal entusiasmo que el ruido de sus mandíbulas no permitía escuchar la sincronización de la película. Conclusión: deben prohibirse los picnics y comilonas en los cines.
Calamidad tercera, cuarta y quinta
¿Y el caramelero que le mete por las narices a uno su cajoncito de proyectiles de azúcar y polvo de ladrillo? ¿Y el acomodador que lo deja bizqueando a uno de un linternazo eléctrico? Sin contar estos pequeños gajes contamos el terrible maleducado que se toma para sí los dos apoyamanos de los asientos laterales, o que le hunde los codos en los riñones; y luego tras él, en orden de bicharracos molestos descubrimos el perro tres veces maldito por los dioses, el tipo que le explica a su compañero en voz altísima el argumento de la película exclamando a gritos: “Ahora viene el amigo que lo salva de una puñalada” o algo por el estilo, y tras este infame viene el que tose estafilococos dorados y bacilos para apestar a un elefante, y que no termina de morirse ni en el cine, ni fuera de él; y luego la propaganda de las películas a exhibirse durante la semana, en el cine donde nos torturan y que ocupan más tiempo que el telón que el film por el cual uno ha pagado por ver…¡Oh! Es cosa de escribirse una docena de notas sobre la fauna del cine”.