Ver el mundo con ojos diferentes

En la pintura, por ejemplo, el mundo exterior no está presente sino a través de la evocación que el artista hace de él. En el cine, en cambio, los datos y objetos de la realidad se instalan ante el espectador, están virtualmente allí. El cine no los interpreta: los muestra. Arte en movimiento. Acercándonos la realidad, acotando el espacio. Explorando las inagotables posibilidades del tiempo. Las cosas reales irrumpen por sí mismas; la interpretación desaparece.
El cine, creador de los mitos del siglo veinte, nació en la ciencia. Pero, como el hombre invisible de H.G. Wells, no es un invento, es un proceso. Comenzó con Edison y su kinetoscopio, del que el inventor dijo que debía hacer por el ojo lo que el fonógrafo hizo por el oído. Pero para filmar sus scopios Edison tuvo que usar el rollo de película de 35 milímetros inventado por George Eastman, el hombre que fue Kodak.
Edison le añadió al rollo cuatro perforaciones por cada fotograma, método de tracción vertical. Entra Louis Lumiére sonriendo enigmáticamente para hacer luz con su apellido en las sombras. Junto con su hermano Auguste, Louis, fotógrafo de Lyon, creó lo que Edison ni siquiera sospechó: un proyector que haría público el espectáculo hasta entonces concebido como el deleite de un voyeur único en visiones sólo para masturbadores.
Los Lumiére convertirían ese placer solitario en una orgía pública y de paso originarían el arte del siglo que no había comenzado. Así, entre inventores, nació el cinematógrafo, más conocido familiarmente como cine, una abreviatura más cómoda del cinema francés. En inglés, traduciendo del griego, se convirtió en the movies o lo que sin embargo se mueve.
La historia quiso que el cine naciera en el Grand Café del bulevar de los Capuchinos. En realidad, frase enemiga del cine, esa primera función del 28 de diciembre de 1895 tuvo lugar en el billar al fondo del café. No es extraño entonces que el cine demostrara pronto una pasión culpable por los bajos fondos. El cine se inició entre bolas y tacos y, como el tango y la rumba, fue una función vedada en principio a las mujeres. Pero los Lumiére, como buenos empresarios, ya cobraban la entrada: había taquillera pero no acomodadora.
El más extraordinario hallazgo de los Lumiére no fue la invención de la cámara tomavistas en movimiento, que era también un proyector y su proyección sobre una sábana blanca, sino la creación de los géneros del cine. Ya en esa primera proyección pública del Día de los Inocentes (de la que, días atrás, se cumplieron 119 años) quedaban fijados todos para siempre.
¿El programa? En “La salida de los obreros de la fábrica”, Lumiére establecía el género documental, tan favorecidos ahora por la televisión, que es el cine por otro medio, y el subgénero semidocumental, favorito de los cineastas rusos y nazis. “La llegada del tren a la estación de la Ciotat”, que por la posición hábil de la cámara parecía que el tren saldría de la pantalla para arrollar a los espectadores, toma obligada de las series de episodios, de los thrillers y creadora del dramatismo del tren, el medio de locomoción más usado en el cine antes de la llegada del avión, y después.
Hitchcock tenía apego al tren como vehículo melodramático como muestra desde “Los 39 escalones” hasta “Con la muerte en los talones”. Su mejor película inglesa, “Desaparece una dama”, ocurre toda en un tren donde todo ocurre. Con “El regador regado” los Lumiére hacen la primera comedia del cine y establecen las premisas mayores de la comedia, muda o sonora, con un objeto cotidiano que se vuelve rebelde, y la “bufonada”, en que todos los golpes y porrazos son las contorsiones de la manguera del jardín de las delicias de la familia Lumiére. Ese es el milagro de los primeros films. Nos hacen ver el mundo con ojos diferentes y admirar, como dijo Pascal, cosas que no sabíamos admirar en el original: personas que caminan por la calle, niños que juegan, trenes que andan. Nada más banal. Desde entonces los franceses saben qué quiere decir lumiére. Piensen por un momento que el verdadero nombre de Esquilo hubiera sido tragos.

Compartir

Autor

Raúl Bertone