La música amordazada en esos años terribles

Mi juventud tan sólo fue una negra tormenta,
cruzada aquí y allá por soles luminosos;
tal estrago en mí han hecho los rayos y la lluvia,
que en mi jardín ya quedan muy pocos frutos rojos.
Ahora ya he tocado el otoño de las ideas,
y debo usar la pala y los rastrillos
para juntar de nuevo las tierras inundadas,
donde el agua cava hoyos grandes como tumbas.
Y ¿quién sabe si las flores nuevas con las que sueño
encontrarán en este suelo empapado como una orilla
el alimento místico que les daría vigor
¡Dolor! ¡Oh dolor! El tiempo come a la vida,
y el oscuro Enemigo que nos roe el corazón
y la sangre que perdemos crece y se fortifica!

Charles Baudelaire, “El enemigo”.

Cuando Nietzche habla del eterno retorno, se refiere también a la repetición infernal de eso que Freud concebía como una heredad inconsciente, generación tras generación, de los males de la humanidad. Recordar el mal es la mejor manera de evitar su repetición. La memoria le da su verdadero sentido a la historia, la salva de la pretendida objetividad de los hechos de archivo, la conecta a la vez con la colectividad y con las vidas personales.
El día en que iba a ser derrocada, María Estela Martínez de Perón se despertó agitada, tras las horas de sueño en la residencia de Olivos, y no se decidió a ir a la Casa Rosada hasta el mediodía. Los diarios del martes 23 de marzo de 1976 anunciaban la inminencia del fin de su mandato en un ambiente de debacle, sazonado por muertes violentas y negociaciones destinadas al fracaso. Cuando, a las 12.25, el helicóptero presidencial se posó sobre la terraza de la Casa de Gobierno, los comandantes de las tres Fuerzas Armadas ya habían decidido que ése sería el último día del gobierno constitucional. Estaba nublado, hacía 26 grados y empezaba una de las jornadas más dramáticas de la historia argentina.
Analizar que pasó con la música entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983 es enfrentarse con una serie de contradicciones y dislates propios de la dictadura iniciada por el genocida Videla. La primera arranca con el accionar de la Triple A en tiempos del gobierno de “Isabelita” y se extiende hasta los primeros gestos de apertura de 1980. La segunda llega hasta febrero del 82, cuando Mercedes Sosa volvió del exilio y realizó su histórica serie de conciertos en el Opera. Ya por entonces habían regresado otros artistas y un solo grito preludiaba cada uno de los recitales de música popular: se va a acabar la dictadura militar. El período final estuvo signado por el derrumbe del régimen, guerra de Malvinas mediante.

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La persecución política fue amplia e incluyó la defensa hasta límites absurdos de aquello que los militares consideraban “los valores de Occidente”. Las listas negras de canciones iban desde “Si te agarro con otro te mato”, de Cacho Castaña (atentaba contra la familia) hasta “Cocaine” de Eric Clapton. Estas listas circulaban por las radios del país son fundamentales para entender los delirantes criterios de la censura.
Algunos ejemplos: “La bicicleta blanca” (Piazzolla-Ferrer), “El amor desolado” (Alberto Cortez), “Me gusta ese tajo” (Luis Spinetta), “Tema de los mosquitos” (León Gieco). Cualquier relación a la religión, la prostitución, el suicidio, el sexo, por más poético que fuera su tratamiento, tenía el trazo grueso de la prohibición. El tema “Me gusta”, de Ray Girado, de acuerdo a una circular del intervenido COMFER, era no apto para ser emitido por incluir en su letra situaciones de carácter íntimo y de “neto corte sensual”. Otro caso se produjo con “No me toquen el instrumento” (de Beltramo, Mercado y Yovino), debido a que “la letra es de contenido grosero y burdo, además de su carencia de creatividad y de sentido artístico, utilizando la obscenidad y el mal gusto como medio de entretener al público”. Sin palabras.

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Las resoluciones del Comité Federal de Radiodifusión rayaban con lo patético. En julio del 82 resolvía considerar el tema “Amor no me ignores”, de Camilo Blanes, no apto por incluir en su letra situaciones similares a lo adoptado con “Me gusta”, y “Saboreando”, de Peret, constituía “con sus versos una expresión de mal gusto y sin lugar a dudas de sentido equívoco, de características vulgares”.
“Humanos, quieren llamarse ellos, que matan a un ave, antes de volar”, cantaba el dúo Pastoral en el inicio del horror. El tema, increíblemente, logró trasponer las férreas puertas de la censura radial que prohibió hasta temas de Carlos Gardel. La censura era tan absurda que a Luis Alberto Spinetta le prohibieron la tapa de un disco con un durazno cortado al medio “porque parecía una vagina”. Muchos temas de esa época no corrieron igual suerte al enfrentarse con “los hombres de hierro, que no escuchan la voz”, que había anticipado León Gieco. “Matan, viven tristes, están locos. Esta tierra no era así”, decía Raúl Porchetto ganándose un lugar entre las listas negras.
Hacia 1977, la persecución del poder militar hacia cualquier cosa que no entendiera, no conocía límites. Por ello el fenómeno del rock era perseguido a ultranza, los músicos literalmente corridos de los recitales y los asistentes eran subidos como animales a carros de policía y camiones del Ejército rumbo a la comisaría más cercana. En momentos que los jóvenes cometían el único delito de querer vivir, surgía una mirada esperanzadora: “Si la lluvia llega hasta aquí, voy a limitarme a vivir. Mojaré mis alas como el árbol o el ángel, o quizás muera de pena. Tengo mucho tiempo por hoy, los relojes harán que cante”.

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Con miles de personas en un exilio obligado y una generación diezmada que nunca se recuperaría de la barbarie, pero “finalmente aniquilado el fantasma de la subversión apátrida” la dictadura encuentra en el otro lado de la frontera un nuevo enemigo con el que probar sus juguetes bélicos. Gieco escribe entonces lo que luego se convertiría en uno de los himnos de la música popular: “Sólo le pido a Dios, que el engaño no me sea indiferente, si un traidor puede más que unos cuantos, que esos cuantos no lo olviden fácilmente”.
En ese momento surge otro grito desesperado: “¡No se banca más! ¡No se banca más!”, la grasa de las capitales no se banca más”. El reclamo llegaba al seno de una sociedad que ya tenía varias cosas que no se bancaba. El mismo esclarecido Charly García compondría poco después lo que es hoy la mejor radiografía poética del horror: “Canción de Alicia en el País”. Disfrazado como una moderna imagen musical sobre el cuento de Lewis Carroll, el tema no supo de las barreras de la censura. Cuatro años después del golpe militar, la policía detuvo brutalmente a más de doscientos jóvenes en un recital de Almendra.
El tema sólo fue tratado imparcialmente por el diario “Buenos Aires Herald” que, en inglés, pedía un esclarecimiento total de los hechos. En ese 1981 de creciente malestar social, el grupo punk Los Violadores sorprende con un violento “Represión a la vuelta de tu casa, represión en el kiosco de la esquina, represión en la panadería, represión las veinticuatro horas del día”. En el 82 comienza el principio del fin: el sueño de un general, hecho de pequeños caballos blancos y delirios de bronce, determinó que los “inmaduros” para ir a un recital, fueran de pronto capaces de tomar un fusil viejo y pelear por la patria, o morir de hambre o de frío por ella. Entonces se acabaron las listas negras. Los artistas volvían a tener su lugar y eran escuchados. Los viejos discos desempolvados y vueltos a escuchar. La historia decía que eran tiempos de cambio.

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El fin de la guerra precipitó a la dictadura y entonces surgieron las voces que habían debido permanecer calladas. No llorando a los caídos, sino cantando, como la Maribel que Spinetta dedicara a las Madres de Plaza de Mayo. Porque a veces, para vivir mañana, hay que cantar las penas de hoy. En el disco Películas de La Máquina de Hacer Pájaros, Charly García preguntaba “…¿Qué se puede hacer salvo ver películas?”. Y en Hipercandombe decía “…Cuando la noche te hace desconfiar/yendo para el lado del río/la paranoia es quizás nuestro peor enemigo./No puedo más/Déjenme en paz/No hay esperanzas en la ciudad”.
El tango no ofrecía un frente de batalla para la dictadura. A diferencia de lo que ocurrió en otras épocas, no representaba una resistencia ni generacional ni ideológica (desde los ‘30 casi no hubo tangos que pudieran considerarse de protesta). Eran, también, tiempos de música disco. La dictadura se metió en la disco. No se podían poner ciertos temas de Donna Summers o Barry White porque decían que se excedían en insinuaciones eróticas. Los discos extranjeros también sufrían curiosas mutilaciones. Hot Legs (Piernas calientes) de Rod Stewart se publicó como “Piernas sugestivas”, en tanto que Drugs (Drogas) -el primer trabajo de Talking Heads- salió editado como “Medicina”. Las listas negras revelaron una imbecilidad insondable. ¿Más ejemplos? “Juana Azurduy” (en la versión del Gato Barbieri) y Viernes 3AM, de Charly. El folclore, en tanto, se vació de contenidos. Hasta la “Chacarera del expediente” de Cuchi Leguizamón fue censurada. La salida fue por el lado de la tradición y la llamada proyección folclórica.
«Conozco la perfección, pero de muy raro modo, buscando no decir nada, poder expresarlo todo», escribió Julio Lacarra. Así como existió un plan sistemático para la desaparición de personas, también lo hubo para la rpresión cultural. Y la música, como expresión viva, se vio amordazada en esos años terribles. Prohibiendo y prohibiendo sin cesar. De esa manera, se callaban las voces de los poetas y artistas como manera eficaz de implementar el miedo. La revisión panorámica provoca perplejidad. Desde el plano estrictamente artístico, no se puede hablar de una pauperización de la música: el desastre fue político. Pasó un tiempo -como escribió Borges en su poema sobre Malvinas- que no podemos entender.

5Dictadura - Canciones prohibidas

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Autor

Raúl Bertone