«Me dolían las alas que la música agitaba, y no sabía volar»

Frankfurt, Miércoles 20 de abril.88.

Buenas tardes, Mamá:

Son las 18 casi. Ya descansé algunas horas y estoy esperando a los amigos para el ensayo de luz y sonido en el Teatro de la Opera, donde tocaré por cuarta vez en seis años. Desde el ángulo de la resonancia y buena acogida, Alemania está superando a Holanda y España. Enorme cordialidad entre el público y las gentes de la ciudad, donde parece que ya soy muy conocido. Generalmente, estudiantes de todo tipo y matrimonios mayores. Esto me da seguridad, y un placer que está muy distante de la vanidad. Ya pasaron los días en que uno se sentía tonto y casi superior, precisamente porque era tonto. Ahora, con trigales maduros y peldaños gastados, comprendo que todas las coplas escritas en 60 años no eran errores baratos e inútiles, sino el fruto de una búsqueda, a veces ingenua, a veces rebelde, pero siempre unida al amor por la tierra y sus recónditos mensajes, que no siempre se encuentran así no más, sin desvelo ni pena.

Y en todo esto, Mamá, siempre has estado tú muy cerca de mis extrañas horas, cuando me daba cuenta que la impetuosidad no es camino para un logro firme y claro. Sólo el amor y la confianza ayudan en tal combate. En esas horas te he visto a tí junto a mi desvelo, y mucho me has ayudado con tu colaboración, con aclararme el sentido de un acorde. Hoy puedo ser justo y comprenderlo cabalmente, Mamá.

Te bendigo y quizá nunca te lo pueda agradecer con toda la justicia que te has merecido, Nenette.

Ya estamos en el peldaño alto, cuando comienza a entenderse el secreto del pasto y su raíz, aunque los pájaros ya no le canten cerca. Ochenta años nos han dado la gracia de escuchar 70 años la bendición de Bach, y ser así, porque sí, los amigos de su alma, los centinelas de sus invenciones. Tú lo has estudiado ordenadamente. Yo sólo podía acercarme a una ventana para respirar mejor sin que nadie viera brillar mis ojos. Me abarcaba un infinito indescifrable. Me dolían las alas que la música agitaba, y no sabía volar; sin rumbo, sin camino ni cielo señalado, me sentía desdichado y feliz, como un potrillo galopando en praderas inventadas por Dios.

Mamá, debo irme. Me llaman desde portería.

Cuidate. Te amo y te extraño. ¡Nuestros mates!

Hasta mañana. Te abrazo

Tata

* Atahualpa llamaba habitualmente «mamá» a su esposa Nenette.

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Autor

Raúl Bertone