24 de abril de 1975.
Nunca me cansaré de repetírtelo: yo, al hablar contigo, acaso tenga la energía necesaria para olvidar, o pretender olvidar, lo que me ha sido enseñado con palabras. Pero jamás podré olvidar lo que me han enseñado las cosas. Por consiguiente, en el ámbito del lenguaje de las cosas, lo que nos separa es un auténtico abismo: esto es, uno de los saltos generacionales más profundos que recuerda la historia. Lo que me han enseñado las cosas a mí, con su lenguaje, es completamente distinto de lo que las cosas, con su lenguaje, te han enseñado a ti. No obstante, lo que ha cambiado, querido Gennariello, no es el lenguaje de las cosas: lo que ha cambiado son las cosas mismas. Y han cambiado de un modo radical. Me dirás: las cosas siempre están cambiando. Es verdad. El mundo cambia eterna e inagotablemente. Pero una vez cada varios milenios se produce el fin del mundo. Y entonces el cambio es, justamente, total. Y lo que se ha producido entre tú, con quince años, y yo, con cincuenta, es un fin del mundo. Mi figura de pedagogo se halla pues irremisiblemente en crisis. No se puede enseñar si no se aprende al mismo tiempo. Y ahora yo no puedo enseñarte las «cosas» que me han educado a mí, ni puedes enseñarme tú las «cosas» que te están educando a ti (o sea, las que estás viviendo). No nos las podemos enseñar mutuamente por la sencilla razón de que su naturaleza no se ha limitado a mudar alguna de sus cualidades, sino que ha cambiado radicalmente en su totalidad. (…) La verdad que hemos de decirnos es la siguiente: la nueva producción de las cosas, o sea el cambio de las cosas, te da a ti una enseñanza originaria y profunda que yo no puedo comprender (entre otras cosas porque no quiero). Y esto explica una extrañeza entre nosotros dos que no es meramente la que durante siglos y milenios ha separado a los padres de los hijos.
P.P.